Paseo entre memorias (Marina Tsvietáieva, Melchor López, Tomoko Yoneda)

Fotografía de cabecera: Tomoko Yoneda. Las gafas de Freud, viendo un texto de Jung II, 1998. DE LA SERIE ENTRE LO VISIBLE Y LO INVISIBLE.

Emma Rodríguez © 2021 / 

Los caminos que abren las lecturas son caprichosos. Empiezo a escribir este texto sin tener muy claro el destino al que quiero llegar, un poco a tientas, lanzando puentes entre tres experiencias recientes: dos libros y una exposición que me han llevado a reflexionar sobre la memoria y su poder como fuente de creación y de vida. No somos nada sin memoria, sin recuerdos, tanto a nivel individual como colectivo. Pobres los pueblos que olvidan su pasado y se pierden en los ruidos de la actualidad, en sus acotados márgenes. Pobres las personas incapaces de volver la mirada atrás para seguir construyendo, construyéndose. 

La manera en que percibimos, interpretamos y establecemos vínculos; el modo en que una obra determinada entabla diálogos con otras, es algo absolutamente personal. Pasamos los días descubriendo y asociando paisajes geográficos, narrativos, vivenciales. Pasamos los días consumiendo tiempo y buscando espacios de luz, fuera de las sombras y las trampas del presente. Palabras e imágenes pueden convertirse en inspiraciones, en puntos de llegada a zonas hasta entonces en penumbra. Me refiero a esa sensación de apertura que tantas veces nos acompaña al pasar las páginas de un libro, al recorrer una exposición, al ver una película… Como receptores también creamos nuestros propios itinerarios, trazamos senderos que nos pertenecen, rincones a los que llegar a través de asociaciones íntimas, secretas.

Valga todo este preámbulo para explicaros, para explicarme, la manera azarosa en que tres aventuras diferentes han conformado para mí una ruta, un itinerario marcado por la complicidad, por las afinidades. Ha sido la casualidad la que ha propiciado que los relatos biográficos recobrados por la gran poeta rusa Marina Tsvietáieva en Mi padre y su museo se unieran a las evocaciones del autor canario Melchor López en Niño. Ha sido la casualidad la que ha asociado ambas lecturas con la visita a una exposición de la fotógrafa japonesa Tomoko Yoneda en la Sala Recoletos de la Fundación Mapfre en Madrid, un paseo que nos conduce a escenarios históricos que han dejado una profunda huella.

Es el hilo de la memoria el que ha cosido, con un sutil bordado, estos tres puntos distantes en mi mapa personal. Empezaré por el ángulo más cercano, por la aproximación a una obra surgida de un entorno querido, de palabras y paisajes que me resultan familiares. Melchor López es un interesantísimo poeta canario, nacido en 1965, para más señas en el norte de Tenerife. Su obra fue seleccionada en 1994 por Andrés Sánchez Robayna para la antología Paradiso y desde entonces no han dejado de sucederse sus títulos, entregas siempre meditadas, afortunadas rupturas de la calma y el silencio que se ha impuesto el autor.

Melchor López.

Después de publicaciones recientes como Según la luz y De vuelo, ambas de 2018, a las que precedió De la tiniebla (2013), una colaboración con el artista bosnio Stypo Pranyko, al que conoció en la isla de Lanzarote y que ha fallecido recientemente (sirva también este texto como homenaje al creador), ha llegado este Niño, en Ediciones Franz, que el poeta se plantea como un final de etapa, tal vez como una senda de acceso a otros lugares. Se trata de un conmovedor conjunto de poemas en prosa que profundizan en el sentimiento de orfandad, en las imágenes y motivos fundadores de una vocación poética.

López retrocede hacia su infancia, buscándose en el niño que fue, en el dolor que en la edad temprana le produjo la muerte de su madre. Las piezas que componen el libro son impactos emocionales, hondas búsquedas que trascienden el ámbito personal, porque la niñez es un territorio de revelaciones, de fijaciones, que todos hemos transitado. Cada texto adquiere una forma: una escena, una experiencia, una revelación, un diálogo, una búsqueda… El niño del principio, el que “atrapa el vilano volandero en su mano”, sin ni siquiera conocer su nombre, acaba descubriendo la poesía, “una fórmula para combatir el ilimitado vacío de la orfandad”.

“(…) Frotó el lápiz como si hiciera un conjuro, intentó hablar como hablaban los pájaros en los libros, llamó a los peces, oyó el batir de unas alas en torno a sus hombros dañados y el halcón se posó en su puño, frente al mar”, escribe el poeta, atrapando el instante en el que se sorprendió ante su capacidad, su don, para “expresar el dolor y también la alegría”; en el que fue consciente de que “a través de ese ejercicio cercano a la magia, empezaba a conocer, a internarse en el escondido corazón del universo”.

La pérdida, la ausencia de la madre, atraviesa todo el recorrido, una hermosa y estremecedora andadura biográfica, iniciática, que concluye en el encuentro con la semilla poética, con la fuente milagrosa de las palabras. Paso a paso, nos vamos acercando a un proceso, a un crecimiento. Paso a paso, el niño va encontrando asideros, paisajes, palabras, compañías, que van forjando su carácter, su manera de estar y de enfrentarse al mundo.

“NiÑo”, De Melchor López, ES una hermosa y estremecedora andadura biográfica, iniciática, que concluye en el encuentro con la semilla poética, con la fuente milagrosa de las palabras.

El impacto de la muerte a edad tan temprana es la marca trágica del camino, un camino lleno de sombras y amenazas, pero también de haces de luz, de juegos y complicidad con los cercanos: el abuelo, el hermano, el gato Bismarck… Hay recuerdos imborrables que se convierten en raíces profundas, rastros de sueños, profundos deseos de saber, de conocer, de fijar la figura materna hasta sublimarla.

Soy el hijo de aquella que percibía en la isla los más leves terremotos”, se reconoce el autor, quien busca a la mujer que se ha ido con sus misterios, quien se busca sí mismo a través de preguntas que atraviesan el tiempo: “¿Estabas, madre, unida por un hilo al mundo subterráneo, por un secreto cordón? ¿Qué tengo, qué heredé yo de ti y de tus misterios de modesta sacerdotisa? ¿Esa extrema sensibilidad pudiste transmitírmela, de alguna forma -menor y menos pura-, a través de la sangre?” 

La capacidad de Melchor López para reflejar sensaciones y sentimientos sin caer en el exceso, controlando siempre las medidas, los tonos y las texturas, unida a la musicalidad de sus prosas, obra el efecto de tocar emociones dormidas; despierta las ganas de acariciar las frases, de leer en voz alta. Os decía que he sentido muy cercanos estos textos, en sus paisajes, en determinadas palabras: Huertas y atarjeas abandonadas, olor a campo, navíos en el puerto atlántico...  Pero también en su latir de isla, en las atmósferas de aislamiento, en el deslumbramiento que reflejan piezas como la de la aguililla capturada en un callejón del pueblo y posteriormente liberada, que remontó el vuelo tras la llamada de un ave semejante, observada con asombrada mirada infantil.

Ese hecho, desde aquel día, se convirtió para mí en un emblema vital de inagotable significado. Algo nuevo, algo de naturaleza desconocida se había impreso para siempre como sello de lacre en mi espíritu, allí, allá, en medio de las montañas de las aves”.

Los entornos de la isla y los de la imaginación se cruzan en la entrega. El niño traza sus propios plano inspiradores, se aventura en geografías lejanas, por ejemplo en “los paisajes de la gigantesca, inabarcable Rusia de los “mujiks” y los tártaros”. El invierno, la ventisca, la estepa, aquellos “tiempos de cosacos y zarinas fabulosas” entran en las páginas del libro. Y yo me paro aquí, en este pasadizo tan propicio, para hablaros de otra obra que también se sumerge en bosques propios, íntimos, en esos parajes tan próximos y queridos por la poeta rusa Marina Tsvietáieva (1892-1941).

Marina Tsvietáieva.

De lo más frondoso de su memoria extrae la autora escenas familiares que, al mismo tiempo, nos hablan de una Rusia perdida, la Rusia del último zar, en la que un hombre, su padre, Iván Vladímirovich Tsvietáiev (1847-1913), soñó con la construcción de un museo y acabó haciendo realidad su sueño, el hoy Museo Pushkin, antaño el de Bellas Artes de Moscú, inaugurado en 1912 con el nombre de Museo Alejandro III.

La creadora creció en un rico ambiente cultural, entre la devoción por el arte de su progenitor y el amor a la música de su madre, a la que dedicó otro libro, Mi madre y la música. Ambas entregas tienen en común el tono evocador, el reconocimiento, el homenaje. En el caso que nos ocupa llama la atención la originalidad del punto de vista, la joven mirada que escudriña el mundo adulto y se detiene ante palabras y expresiones que adquieren significados sorprendentes. Humor, ternura y una cierta melancolía se dan la mano en estos testimonios escritos primero en ruso y después ampliados y trasladados al francés por Tsvietáieva, como cuenta en el prólogo Selma Ancira, traductora de la edición de Acantilado cuyas páginas voy pasando y donde se recogen las narraciones en sus dos versiones, más escuetas en ruso; más detalladas en francés.

De lo más frondoso de su memoria extrae Marina Tsvietáieva escenas familiares que nos hablan de la Rusia Perdida en la que un hombre, su padre, soñó con un museo y acabó haciendo realidad su sueño.

El libro se compone de cinco relatos en torno a un mismo tema y a un protagonista central, el padre, especialista en historia del arte, arqueólogo, filólogo y profesor en la Universidad de Moscú. Un hombre sobrio, modesto, íntegro, entregado a sus vocaciones, que es retratado con admiración por la hija. Estas páginas son una demostración de amor, de gratitud hacia él, “hijo de un pobre sacerdote de pueblo, que hasta los doce años no había visto un par de botas...” Pero en el recorrido también adquiere una notable presencia la madre, brillante y cálida colaboradora, constante ayuda “espiritual” hasta el momento de su muerte, antes de la inauguración del museo, un proyecto en el que se acaba implicando, de un modo u otro, toda la familia.

Como señalaba anteriormente, tras los aconteceres personales asoma el devenir colectivo. La historia de la transformación rusa se estaba fraguando. Cuenta la autora que “las actitudes hacia el museo que se construía eran de lo más diverso”, deteniéndose en la del pedagogo moscovita Vajterov, quien en 1909 se dirigió a la entonces colegiala: “¿Un museo? ¿Para qué? Lo que hace falta son laboratorios y no museos, escuelas primarias municipales y no museos. Pero no pasa nada! ¡Que lo construyan! ¡Vendrá la revolución y reemplazaremos todas esas estatuas por camas! O por pupitres. No nos molesta que lo construyan. Las paredes nos serán de utilidad”.

Anécdotas y momentos emotivos se van sucediendo en estas memorias fragmentadas, tan especiales. El día de la inauguración, en 1912, es narrado por Tsvietáieva con detalle, con osada mirada juvenil. “Viejos, viejos, viejos. Medallas, medallas, medallas. No hay frente sin zanja, ni pecho sin insignia (…) Parece que hoy toda la vejez de Rusia haya acudido aquí a hacer una reverencia a la eterna juventud de Grecia. Una lección viva de historia y de filosofía…”

El zar Nicolás II y su familia recorren las salas. “Zambullimiento, movimiento de cabeza. Zambullimiento, movimiento de cabeza. En esas zambullidas hay algo acuático (…) El soberano, acompañado de mi padre, sigue adelante, y tras él, como encantados por el sonido de la flauta del Cazador de ratas, galones, medallas, condecoraciones…”, rememora el momento la autora, la joven que entonces le preguntaba con afán al artífice del museo por lo que había hablado con el zar y sus hijas Maria y Nastasia, atentas a las explicaciones del viejo profesor.  

El tiempo de los zares estaba tocando a su fin y hoy, con perspectiva histórica, el relato de Marina Tsvietáieva se torna poderoso. El zar y su familia, grandes protagonistas de ese día, serán asesinados por los bolcheviques cuando estalla la Revolución. Ella misma está muy lejos de imaginar su futuro exilio en Francia; los nubarrones, la gran angustia que la llevará a suicidarse en 1941 en su tierra, a la que había regresado.

Mi padre y su museo atrapa los días felices. En sus páginas la poeta escribió: “Si estoy orgullosa de algo, es de haber nacido de padres que jamás se aprovecharon de nada -material, y de todo- lo espiritual. Espero haber legado este orgullo a mi hijo”.

El legado, el sedimento, aquello que desde atrás nos nutre, nos marca, es esencial en los libros de los que os he hablado y también en la exposición de Tomoko Yoneda (Akashi, Japón, 1965). Mientras leía a Tsvietáieva, tras haber visitado la muestra en la sede de la Fundación Mapfre en Madrid (abierta hasta el 9 de mayo de 2021), pensaba que la artista japonesa bien podría haber fotografiado las salas del Museo Pushkin, buscando en ellas las huellas del pasado, el sueño de un hombre inmortalizado por su hija, una aventura que, superando tragedias y ríos de tiempo, ha llegado hasta hoy.

El modo en que la historia y la memoria, tanto personal como política, definen el presente, es el tronco sobre el que se sustenta el trabajo de Yoneda, todo un descubrimiento para mí, una experiencia capaz de alejarme de un presente demasiado contaminado por ruidos, por el exceso de informaciones baldías, faltas de contraste, de perspectiva. Si algo ofrece el recorrido al que me estoy refiriendo es amplitud, horizontes, una mirada abierta al devenir histórico, a las raíces, a lo que nos explica.

De la serie “Cúmulos”, “Día de la Paz de Hiroshima”, 2011.

Su obra está compuesta por estratos de significado que se van manifestando a medida que desarrolla su trabajo. Las imágenes de una serie se relacionan con las de la siguiente y no pueden ser entendidas como entidades separadas, sino como una investigación lineal en la que se plantean las mismas cuestiones relacionadas con el pasado y en la mayor parte de las ocasiones con la reparación del daño”, escribe Leyre Bozal Chamorro en el Cuaderno que acompaña a esta exposición comisariada por Paul Wombell. 

Siempre he preferido la historia, no la ficción; la historia se refleja continuamente en nuestras vidas presentes y en nuestro modo de percibir las cosas” (…) “No podemos ignorar el hecho de que nosotros también somos parte de lo que está pasando en el mundo, incluso el solo hecho de respirar cada día… No podemos ignorar que siempre somos parte de un contexto mucho más amplio”, ha declarado la artista a propósito de sus exploraciones.

La violencia, las guerras, las resistencias, son el material del que parte Tomoko Yoneda. Su propósito es no olvidar, no caer en la desmemoria; nombrar y reflexionar sobre lo acaecido; atrapar esos paisajes, hoy en silencio, donde se oyeron los gritos del horror. La calma inunda gran parte de las escenas, pero la inmutabilidad de lo retratado transmite una cierta tensión. Difícil no conmoverse al leer los textos que acompañan las imágenes, referencias a un ayer que sigue latiendo tras capas y capas temporales.

La violencia, las guerras, las resistencias, son el material del que parte Tomoko Yoneda. Su propósito es no olvidar, no caer en la desmemoria; nombrar y reflexionar sobre lo acaecido.

La fotógrafa visita escenarios antaño destruidos, bombardeados. Se acerca a lugares clave en el discurrir de la historia, como el bosque de la batalla del Somme, en la que, en la Primera Guerra Mundial, murieron 20.000 soldados en un solo día; a la playa de Sword, donde tuvo lugar el desembarco de Normandía, o al paisaje marino de Bahía de Cochinos, en la costa suroeste de Cuba, testigo de una invasión fracasada. A través de sus capturas viajamos a la isla de Sajalín, al paralelo 50, antigua frontera entre Rusia y Japón, y nos estremecemos ante lo que acaeció en Hiroshima en agosto de 1945, una fecha imborrable, recordada cada año por los habitantes de la ciudad en las celebraciones por la Paz.

Son muchas las sorpresas que depara un recorrido en el que la espectacularidad de la historia se torna íntima, próxima, pues las huellas de lo sucedido se encuentran en los detalles, en las referencias, en vivencias personales que van trazando los caminos de la intrahistoria, en pequeños relatos que sobreviven y que tocan el corazón. Hay, por ejemplo, una fotografía, correspondiente a la serie Más allá de la memoria y de la incertidumbre, que cobra sentido cuando conocemos la narración que planea por detrás. Un avión surca un cielo muy azul. Se trata de un B-52, modelo de bombardero utilizado para atacar Iraq en 2003. Un momento de la historia reciente que la artista relaciona con un episodio anterior, los ataques aéreos durante la Segunda Guerra Mundial, de los que sus padres le hablaban cuando era niña.

La creadora mira a las lejanías, hace suyos momentos que le son distantes culturalmente en el espacio y el tiempo, pero también explora sus cercanías. Japón es fundamental en esta retrospectiva que también es una inmersión en las raíces, en las heridas que atraviesan la historia del país de origen. La hermosa imagen de los crisantemos, símbolo del emblema imperial de Japón, añade un punto de enigmática belleza, de identificación, al paseo. Esta flor resume, en cierto modo, las búsquedas de la artista: la transmisión, la perdurabilidad de los mensajes, de los ecos del pasado.

Tomoko Yoneda consigue despertar del silencio los espacios dormidos. Tras el equilibrio de sus paisajes asoma la tragedia, el mal, la inquietud. Muy cercanas nos resultan las imágenes sobre la Guerra Civil y la figura de Federico García Lorca, realizadas por su autora específicamente para la exposición de Mapfre. En tiempos en los que los nostálgicos del franquismo vuelven a ocupar el primer plano de la actualidad política en España, Yoneda invita a no olvidar el drama, la barbarie, el odio inoculado por un régimen que ahogó el progreso, la libertad, la cultura. Le basta con devolvernos la figura del poeta granadino, con invitarnos a vislumbrar el horror de los campos de batalla. 

Se trata de recordar, de no dejar de mirar al ayer. La historia está hecha de acontecimientos, de imágenes, de palabras, de percepciones, de lecturas. En la muestra hay un capítulo muy especial en el que la fotógrafa nos invita a observar a través de las gafas de personajes que han contribuido a marcar rutas y transformadores giros históricos: Freud, Le Corbusier, Gandhi, Sartre… Sus apuntes, sus letras, sus interpretaciones del tiempo que les tocó vivir, aparecen en gran parte desenfocados. Una manera de estimular el diálogo, de implicarnos en la aventura, en la construcción de sentidos.     

“Crisantemos”, 2011 (De la serie “Cúmulos”).

Lo colectivo y lo personal se entrelazan en la trayectoria de la fotógrafa japonesa, un abrazo que resulta especialmente patente en su fructífero Diálogo con Albert Camus. Se trata de un encuentro sublime, altamente emotivo, inspirado en la lectura del conjunto de ensayos Ni víctimas ni verdugos. Es evidente la admiración de la artista por la figura y la obra del escritor. Nadie como él, que tanto luchó por la paz, en favor de la ética y la justicia, siempre en contra de la intolerancia, para recorrer parte de la historia del siglo XX, para rastrear las huellas de los grandes acontecimientos tras los pasos de una vida, de un trayecto individual.

Como se explica en el Cuaderno de la exposición, “con ayuda de una vieja cámara de fotos que perteneció a su padre, Tomoko Yoneda ha seguido los pasos del Premio Nobel y ha realizado un trabajo de investigación recorriendo algunos de los lugares en los que vivió y que fueron significativos para él. La ciudad de Argel, donde nació, las ruinas de Tipasa envueltas en luz, la comuna de Le Chambon-sur-Lignon en el sur de Francia, Panelier, donde estaba la casa fortificada en la que escribió “La peste”, o Saint-Brieuc, lugar en el que en 1947 Camus encontró la tumba de su padre”.

Yoneda fotografía lugares engrandecidos por el testimonio literario. Nos traslada a la infancia y la juventud del escritor en su tierra natal; a los lugares en los que jugó de niño, a los paisajes que tanto amó; a las travesías que realizó; a las rutas de sus afectos; a sus luchas y resistencias. La devoción por la madre se hace presente en la estancia expositiva y nos sobrecoge la fotografía de la tumba del padre, abatido en la batalla del Marne, durante la Primera Guerra Mundial. La atmósfera íntima que recrea la artista con las imágenes, con el vídeo que acompaña el trayecto, consigue conmovernos. En todo este conjunto, en el amplio camino que abre la exposición, apreciamos la fuerza, el latido de la memoria.

Niño, de Melchor López, ha sido publicado en Ediciones Franz.

Mi padre y su museo, de Marina Tsvietáieva, ha sido publicado por Acantilado. Traducción de Selma Ancira.


-Exposición de Tomoko Yoneda en la Fundación Mapfre (Paseo de Recoletos, Madrid). Del 9 de febrero al 9 de mayo de 2021.

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