La Trilogía involuntaria de Mario Levrero

Foto de cabecera por Eduardo Abel Giménez /

ALBERTO TRINIDAD © 2020 /

Tal vez no exista derrotero alguno que conduzca a ninguna parte. Y vagar por el mundo, durante estas pocas décadas, no sea otra cosa que una suspensión instantánea que no enlaza con nada precedente ni venidero.

Esta duda, que se va tornando en certeza a medida que las décadas van cayendo una tras otra, constituye el centro neurálgico de una humanidad que, sorprendentemente, pese a la evidencia, insiste en buscarle un sentido tanto a aquello que lo rodea como a lo que, imaginadamente, alberga en su interior. En pos de este sentido, el Hombre (el ser humano) ha erigido en su entorno constructos de toda índole para explicar aquello incomprensible. Así, ha inventado religiones que conceden trascendencia no solo a los actos que cometemos, sino a una suerte de unidad que cada persona constituye en sí misma y que habrá de trascender más allá de la muerte; ha pergeñado un sistema científico con el que urdir la ilusión de un mundo objetivo que se ciñe a una metodología concreta y verificable; ha consensuado lenguajes con los que aprehender y definir los objetos que manipula, las experiencias que le suceden, los sentimientos que lo transitan, y ha construido sociedades en las que se taxonomizan los comportamientos, habilidades y dedicaciones de cada uno de sus miembros, etiquetándolos y confiriéndoles una identidad concreta.

Inmersos en esta mascarada, cada uno de nosotros puede acudir a cualquiera de esos constructos para definir lo que no entiende, o para definirse a sí mismo en relación a cualquiera de las situaciones que la vida le ponga por delante, y amoldarse así a uno o varios de los sentidos que el escaparate de la Historia ofrece a sus herederos en vistosas vitrinas engalanadas. No faltarán nunca «garantes de la verdad» que nos expliquen el sentido último de las cosas, que nos aclaren el significado oculto de la vida, del Universo, de una obra de arte, de la maldad, la bondad, de la muerte o de la espesura inadherente del crepúsculo. Ya sea desde el púlpito de una iglesia, el aula de una Universidad o desde las páginas de un libro, los vates de lo aprensible, de lo accesible, de lo explicable ceñirán tu experiencia del mundo en un oasis de comprensión teleológica en el que descansar, tranquilo y feliz, hasta que definitivamente la luz de la conciencia se apague.

No obstante, hay quien se empeña en regresar a la duda. Aquella que irremisiblemente se convierte en inapelable certeza. Hay quien escarba en la costra del mundo, quien desgarra el empapelado reluciente con que el Hombre ha cubierto el vacío; hay quien escarba en la costra del mundo, del lenguaje y del comportamiento. Quien ve que detrás de los Buenos días del vecino de enfrente, de la causa-efecto originada en los elementos de su entorno, del concomitante ciclo del día y de la noche, del orín cinco o seis veces cada jornada, del excremento evacuado en posición sedente, de los cuatro mil trescientos quince pasos que da de camino al trabajo, no existe más que una caricatura deforme de eso mismo anticipando el vacío. Y hay quien comprende que no nos queda otra cosa que narrar, radiografiar, topografiar ese vacío, esa nada, para prolongar, alejados ya de las máscaras de la verdad y la tipología, la ilusión de hendir una huella en ese océano de extinciones.

Mario Levrero es uno de esos exploradores inciertos. Junto con Kafka, Becket, Ionesco, Arrabal o Gombrowicz, forma parte de una estirpe de narradores que aguardaron en los espacios liminales de lo inhabitable para atestiguar lo no sucedido nunca. Despojados de la certidumbre de un sentido férreo, de convicciones morales o ideológicas, de asideros a los que aferrarse, de vías por las que canalizar la quimera del porvenir, sancionaron en sus textos precisamente esa carencia, dibujando el envés fantasmagórico del mundo que habitamos.

Levrero es un caso especialmente particular dentro de la especificidad característica de este tipo de escritores. No excesivamente conocido más allá de sus fronteras es, sin embargo, muy loado por autores de talla internacional y ampliamente citado. Envuelto en un aura de escritor inaccesible, poco amigo de conceder entrevistas, encaminó su vida creativa en las más diversas disciplinas, desde el ensayo, el relato y la novela, hasta las tiras cómicas, los crucigramas, la parapsicología o la redacción de revistas médicas. Ataviado con diversos heterónimos fue construyendo una carrera que, de ningún modo, se planteó de manera global ni determinada, hasta el punto de que su entrada en el «mundo literario» se produjo de la manera más casual posible a través de la mediación de un amigo. Incluso la concepción de la Trilogía involuntaria, de la cual hablaremos a continuación, tal como señala su propio nombre, no se erigió como un proyecto consciente, sino que se formuló como tal una vez concluida la tercera obra. Entonces, el propio Levrero comprendió que esas tres novelas, que había escrito de manera independiente y autónoma, constituían una unidad en el aspecto formal, y que las relacionaba entre sí una suerte de temática e intencionalidad común.

Abierta y confesamente influenciado por Kafka, Levrero se dispuso a escribir la primera de estas tres novelas, La ciudad, precisamente con la voluntad de imitar al escritor checo, de emular las atmósferas suscitadas en sus libros y alcanzar así ese mismo estado de enajenamiento; de plasmación tangible de lo onírico, de sorpresa súbita ante acontecimientos imprevistos, y de espera permanente de algo que no habrá de ocurrir nunca pero a lo que con insistencia se alude como un anhelo acuciante. (Fue leer «América», y de inmediato «El castillo», y comenzar a escribir. Leía de noche «El castillo» y pasaba el día siguiente escribiendo «La ciudad»).

En La ciudad, un hombre cuyo nombre desconoceremos durante toda la narración, llega a una casa ajena que supuestamente se dispone a habitar. Cuando entra se da cuenta de que no hay luz, ni combustible, y considera buena idea ir a abastecerse a un almacén que vagamente recuerda de una estancia pretérita de la cual no obtenemos información alguna. Está lloviendo, es de noche, y la búsqueda de dicho almacén enseguida se torna infructuosa; por lo que, empapado y aterido, decide que lo mejor será regresar a la casa y dejar la búsqueda para el día siguiente, con la luz del sol y otras condiciones climáticas menos adversas. Sin embargo, cuando encara el camino de regreso se pierde irremisiblemente. No encuentra ni el almacén ni la casa que se disponía a habitar, así que por senderos enfangados su única preocupación se convierte en hallar un lugar donde refugiarse. Al llegar a la carretera, una furgoneta se detiene y lo recoge. A partir de ahí comienza la peripecia del protagonista, que es trasladado, casi de manera inevitable, a una pequeñísima ciudad, en medio de la nada, cuyos establecimientos parecen no estar dirigidos a ninguna utilidad concreta, y donde permanece acogido en la vivienda que un tal Giménez tiene en la estación de servicio (inoperativa) del pueblo.

En esta primera obra se sintetizan los elementos identificativos de toda la trilogía. A los ya comentados le podemos sumar cierto humor caricaturesco que bordea el cinismo tan propio del cine mudo; la vivencia de la sexualidad de un modo conflictivo, en un constante vaivén de atracción-repulsión, de insatisfacción permanente y anhelo por consumar lo que aparece velado, lejano, inalcanzable o prohibido, de incuestionable origen freudiano; y una introspección abismal, catabática, hacia los territorios yermos de la soledad existencial. De una incomunicación atávica que conduce a la asunción de la más terrible de las soledades: darse cuenta de que uno no existe ni tan solo para sí, que uno no se tiene siquiera a sí mismo. Este último punto queda desarrollado de una manera mucho más extensa y a mi modo de ver también más brillante en la segunda de las novelas: El lugar.

El lugar comienza con el despertar del protagonista en una habitación vacía, oscura y desconocida. El hombre apenas recuerda nada de sí mismo, tan solo que había ido a comprar unos cigarrillos, que esperaba, apoyado con la espalda en una marquesina, la llegada del ómnibus, y que esa noche iría con «Ana» al cine. Se dedica a palpar las paredes y el suelo con el propósito de reconocer algo, pero lo único que encuentra es una puerta en un extremo que abre para acceder a otra habitación aparentemente idéntica. Durante varias páginas, el hombre repite la misma secuencia, atravesando estancias igual de frías, vacías y oscuras; llegado un momento, lo único que parece motivarle es encontrar un refugio donde comer, realizar sus necesidades y cubrirse. Tras cruzar una cantidad inestimable de habitaciones halla una de ellas iluminada, cuyo interior está habitado por una familia de seres humanoides con los que le resulta imposible comunicarse. Así se suceden las horas siguientes y las habitaciones, algunas vacías, algunas pobladas con estos extraños personajes, hasta que se tropieza con una habitación habilitada para «pernocatar», desocupada, con cama y cocina, donde decide echarse a dormir. Cuando despierta descubre que le han traído comida, así que se queda en ese lugar algunas jornadas, aunque finalmente, desesperado por la soledad, opta por seguir explorando.

Durante este tiempo, el recuerdo de la tal Ana se va difuminando, y su mundo al completo se convierte en ese extraño «lugar» y en su análisis, en el modo de hallar una salida. Las habitaciones cada vez se van convirtiendo en estancias más inhabitables y ruinosas e incluso descubre mensajes de otros supuestos moradores que le alertan sobre la insolubilidad de su búsqueda.

Cuando en un momento de su tránsito se encuentra con una joven atractiva y accesible, esta no pronuncia ni una sola palabra, y los devaneos carnales con ella, como en toda la obra de Levrero, se tornan impulsivos, fríos y viscosos… La chica, a través de un pasadizo oculto, le muestra una salida (que pronto comprenderemos falaz) al final de la cual hay una especie de playa. Allí acaba conociendo a un grupo variopinto de personas que han llegado a ese centro neurálgico desde los lugares y las situaciones más diversos, produciéndose de nuevo una sensación desasosegante de incomprensión, incomunicación y reclusión, ya que nadie tiene una explicación que ofrecer, ni planes con los que escapar ni, lo que es peor, una personalidad a la que abrazarse, que le haga compañía. Al cabo de los días, nuestro protagonista decide irse también de allí.

En esta segunda novela todavía es más palpable el sentimiento de aislación, de claustrofobia ante una realidad exterior incomprensible que lo sume en la más intrínseca de las soledades. Los dilemas a los que debe hacer frente podrían traducirse sin esfuerzo a la vida ordinaria, donde cada una de las opciones que es posible tomar no conducen más que a la más absoluta de las incertidumbres o las derrotas. ¿Se queda de por vida el protagonista en una habitación solitaria, siendo abastecidas sus necesidades básicas de alimento, refugio y techo, o se arroja a la aventura de unos pasillos que pueden llevarlo a las ruinas y a perder lo único que posee? ¿Se queda habitando con la mujer muda, inanimada, que de vez en cuando complace de manera mecánica su instinto sexual o decide abandonar ese único asidero para buscar una salida a través de un pasadizo que no conduce a ninguna parte, al amparo del recuerdo de una tal «Ana», que ya no sabe ni quién es? Y una vez integrado nuevamente en una comunidad de «iguales», cuyas normas y leyes pactadas no comparte, ¿se queda con ellos siendo partícipe de la compañía y comportamientos sociales o regresa a la soledad última y claustrofóbica con el fin de hallar, por fin, la salida (la solución) que lo salve? Son dilemas irresolubles que, a la postre, no conducen a lugar alguno, mas que a otro dilema igual de irresoluble. Pese a ello, y sin desvelarlo, podemos añadir que esta segunda novela es la única de las tres cuyo final trata de cumplir una suerte de culminación, la única en la que se vislumbra una intención de cerrar cierto círculo, aunque sea a modo de bucle.

«Sí, ahora siempre vi que me moví entre extraños, sin amarlos; que yo mismo soy un extraño para mí. Tan ajeno como esta ciudad, como esta casa, como aquella otra ciudad y sus selvas y túneles. El extraño soy yo». (El lugar, Mario Levrero).

París, la obra que cierra la trilogía, es sin duda la que está construida con un armazón más ortodoxo en cuanto a lo que a estructura de la novela se refiere. Es la que se presenta con un argumento más articulado, y la única en la que se atisba, aunque sea de modo somero, una trama desarrollada en la forma clásica de introducción, nudo y desenlace.

En esta ocasión, el protagonista, tras un viaje de trescientos siglos en ferrocarril, llega a París, una ciudad a la que aparentemente regresa y donde lo espera un cometido que nunca llega a cristalizarse. Enseguida se ve recluido en un edificio llamado Asilo para Menesterosos del que, en teoría, no puede salir, so pena de ser acribillado por dos agentes que aguardan apostados permanentemente frente a la puerta. En ese lugar conocerá a los personajes más estrafalarios, entre ellos, de nuevo, una mujer con la que vivirá una tensión sexual martirizante o a los miembros de una especie de sociedad secreta con ecos de la Resistencia francesa en un París en el que, en vistas de las circunstancias, parece que la guerra todavía no ha terminado. Con un estilo más desbordante y onírico que las dos anteriores, se suceden una suerte de escenas laberínticas que, en muchas de las ocasiones, concluyen con el hombre en la azotea del edificio extendiendo sus alas para echar a volar…

De nuevo asistimos a la misma síntesis de emociones y estados que ya hemos descrito. El protagonista trata denodadamente de hallar su sitio en un entorno que lo ahuyenta, de ayudar a aquellas personas que le solicitan su apoyo sin poder ni saber cómo ofrecérselo, de establecer, con un comportamiento y lógica propios, las leyes a través de las cuales erigir a su alrededor una realidad habitable, un lugar donde prevalecer. Sin embargo, lo único a lo que parece puede aspirar (y lo verdaderamente trágico de esta novela consiste precisamente en que ni siquiera eso se alumbra como posible) es a una «calmada desesperanza», frase que se repite hasta tres veces en la obra en boca de distintos personajes, que tratan de hacerle comprender que ese debería ser su objetivo más allá de ningún otro apasionado anhelo «desesperante».

La sumersión en la red simbólica que se teje en la novela se asemeja, sin duda, a la que se experimenta cuando nos dejamos llevar por los océanos del sueño, de una a otra marejada. La sensación al acabar de leerla (el impacto, la soledad, la incomprensión) es equivalente al estado en el que uno se halla en el instante exacto en que despierta de uno de esos sueños profundos: Evacuado de una lógica inaprensible, intraducible, desasido de un mundo en el que él no era él pero seguramente algo más él de lo que se siente al despertar, solo, sin estribos en los que apoyar los pies de una inconsciencia que ha quedado disuelta, desvanecida, a la que es imposible acceder conscientemente; y, acto seguido, obligado a hacer frente a un mundo que no reconoce como propio.

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