Alberto Trinidad © 2019 /
Enfermedad, aventura, locura, poesía, el amor. La enfermedad, la locura, los veleidosos brazos intermitentes de la aventura alzándose desde un charco de vacío hacia el cielo de la nada. La nada, la consecución del amor como un adherente improbable a la vida, la locura, el lenguaje destrenzando el pensamiento hasta convertirlo en nada, en la literatura que no es nada, como esos brazos de aventura con ojos de amor imprevisto surgiendo del vacío. Y la enfermedad, claro, la enfermedad. Antonin Artaud. El enfermo, el caballo de batalla frente a la sociedad burguesa, frente a la realidad, el que mendiga un amor imposible de asumir a mujeres demasiado indispuestas a adentrarse en sus agujeros negros.
Hablar de Antonin Artaud casi cien años después de él, de ese punto fijo dentro de sí mismo, inamovible, pero centrifugado del mundo, de la vida (¿qué fue nunca la vida, Antonin?), del aparatoso y artificial consenso a lo que la sociedad ha venido en denominar cordura, ergo realidad. Quién hay hoy aquí, qué queda de Antonin Artaud, de la vida que nunca fluyó por los entramados de su existencia, cerca de cien años después de su muerte. De mí, que escribo este texto cerca de cincuenta años antes de mi muerte. Cerca de cientos de miles de años antes de la desaparición de este planeta, después de la nada que precedió la existencia de una humanidad que se ha desplazado por el mundo, en un suspiro, sin haber habitado nunca la vida. Antonin, ¿qué hacen los hombres, las mujeres, persistiendo entonces, ahora, en la escritura, como si fuera posible fijar un estadio del significado con ello, como si fuera posible, siquiera, la enunciación plausible del sinsentido absoluto de esta preeminencia efímera que somos? ¿Quién nos contesta en silencio a estas preguntas desde el escenario pánico del Teatro de la Crueldad, que se ha erigido de repente sobre tu tumba inimaginable, allá en ese cielo que se derrumba, dejando atónita a esta comparsa que se autodenomina humanidad?
Antonin Artaud, nacido el 4 de setiembre de 1896, enfermado ya a los cinco años de meningitis y sancionado de por vida por las consecuencias ineludibles de esa y otras enfermedades. De los nervios, de la tristeza de ver morir a su hermana Germaine cuando él todavía no había cumplido los diez años de edad. La muerte, Antonin. Artaud se enfrenta a la existencia real de la muerte cuando no es más que un niño enfermo, se cuestiona por ella, inquiere a las palabras, con las que trata de poner orden en su mundo, acerca de la muerte y la vida, acerca del sentido que pueda subyacer en una existencia inaprensible. Desde el dolor que se ha adherido a su organismo como una personalidad suya con la que convive, que lo desplaza o lo suplanta, según sea su estado de ánimo.
Artaud atraviesa la adolescencia, juega a ser escritor, el hombre que escribe, con un grupo de amigos de la escuela con quienes funda una revista literaria. Artaud, el enfermo, el que naufraga en un mar de palabras que no dicen lo que él pretende decir, o, mejor dicho, que no hacen con él lo que él pretende de ellas. “Muchas veces no me haría falta más que una palabra, una simple palabrita sin importancia, para ser grande, para hablar con el tono de los profetas (…), surgida de mí, plantada en el extremo último de mi ser“. Pero las palabras se escapan de él, de los filamentos de su pensamiento, como la salud lo hace de sus órganos, así es y así será siempre. Por eso busca otros mecanismos posibles para expresarse, por esa razón desgarra de sí lo que hay de él en lo que ya no queda nada. Nada, en la nada. Trata de encontrar un lenguaje nuevo en el cine, luego en el teatro, transversalmente en la aventura surrealista.
La aventura, los ojos cerrados de la aventura mirándote de frente, Antonin, en cada esquina que giras en tu mente enferma desquiciada; mira, allá está, la aventura, con los ojos del amor cerrados mirándote a los ojos. Mirándote a los ojos. La nada. La enfermedad, Antonin. El silencio. Artaud trata de encontrar un lenguaje nuevo en el cine a través del cual expresar la verdadera conmoción de la vida, que se le escapa. “(…) Ahora sería el momento de intentar la unión del cine con la realidad íntima del cerebro (…) como yo no cuento una historia, sino que simplemente desgrano imágenes, no podrán reprocharme que solo proponga fragmentos“. La fragmentariedad del discurso, de la identidad, el caleidoscopio de uno mismo estrellándose en los espejos del alma, en los espejos del mundo. Y la mente, luego, sajándose las venas despacito con los añicos afilados de esos espejos. ¿Qué ves, que se ve reflejado en esos añicos de cristal mientras tu mente se corta las venas con ellos, Antonin?

Artaud pasa la mayor parte de los años de su vida entrando y saliendo de diferentes centros de salud mental, enfrentándose a la terrible dictadura psiquiátrica que lo retiene y lo atormenta con descargas de electroshock; que dosifica, por ley, su ineludible dependencia por los estupefacientes a causa de la permanente angustia de su dolor. “Por vuestra inicua ley ponéis en personas irresponsables, cretinos de medicina, farmacéuticos cochinos, jueces fraudulentos, doctores, comadronas, inspectores-doctorales, el derecho a disponer de mi angustia que es tan aguda como las agujas de todas las brújulas del infierno. (…) Toda la azarosa ciencia de los hombres no es superior al conocimiento inmediato que puedo tener de mi ser: Yo soy el único juez de lo que está en mí“. Porque nadie es capaz de entender como tú la dimensión de la angustia que se concentra en tu cuerpo. Artaud es el dolor que experimenta; la descripción de los estados físicos que padece es la narración que lo constituye como sujeto.
La identidad con la que elabora, además, una obra literario-artística que no es más que su propio espíritu, indisolubles e igual de condenados. “Donde otros proponen obras yo no pretendo más que mostrar mi espíritu“. Y así se conciben El pesa-nervios, El ombligo del limbo. En permanente intersección con su dolor, con su presencia en la sociedad irreal que lo circunda, en los hospitales psiquiátricos, con esta búsqueda de expresar lo que ocurre dentro de sí y que pueda acercarlo de una vez por todas a la vida. A través del cine, de la aventura surrealista, con cuyo grupo entabla relación a raíz de sus esporádicos encuentros con Dadá. Las premisas del surrealismo se abren como una deslumbrante puerta a las necesidades de Artaud de la misma manera que Artaud aparece en el corazón del surrealismo como una llama incendiaria que lo revolucionará.
En la Central surrealista conoce a Breton, Soupault, Desnos… y pese a la eterna disputa que se abre desde un inicio entre él y ellos, las reticencias de unos con los otros, Artaud es nombrado director de la Oficina de Investigaciones Surrealistas. Su lucha incondicional por destruir los patrones que el lenguaje y el comportamiento social han establecido como norma de la realidad, su manera de abocar la existencia de sí mismo a la única e incuestionable causa de la imaginación y la experiencia interior, lo convierten a ojos del cenáculo surrealista en la persona indicada para ostentar ese cargo. “Entre el mundo y nosotros la ruptura está claramente establecida. Nosotros no hablamos de hacernos comprender sino en el interior de nosotros mismos. Con rejas de angustia, con el filo de una obstinación encarnizada, conmocionamos, desequilibramos el pensamiento. La Oficina Central de las Investigaciones Surrealistas dedica todas sus fuerzas a la reclasificación de la vida…“

Pero las desavenencias entre él y el grupo se acentúan enseguida. Antonin Artaud es, como otros, demasiado surrealista para atenerse a las doctrinas asfixiantes que pretende imponer Breton, para aceptar sin cuestionamientos el posicionamiento político que exige el Papa del surrealismo. La ruptura es inevitable, el fragor de la disputa entre unos y otros está a la altura que corresponde a unas personalidades que hacen de la visceralidad y la vehemencia una razón de ser. Como inevitable será también que, con el tiempo, se produzcan apasionadas reconciliaciones entre camaradas de espíritu que han sido exiliados del mundo por las mismas razones, y que conformaron una exquisita minoría en vías de extinción.
Tras su expulsión, Artaud persiste en otros ámbitos en la búsqueda de ese lenguaje que lo nombre, y se sumerge en la experimentación de un tipo nuevo de teatro. Funda junto a Roger Vitrac y Roberto Aron el Teatro Alfred Jarry, donde desarrolla precisamente aquello que él piensa que traicionó el surrealismo: un arma verdaderamente revolucionaria con la que mostrar la realidad en carne viva, denunciando así la carencia de sentido de otras manifestaciones artísticas dependientes de un texto escrito.
Expulsa el lenguaje hablado de sus representaciones, dotando de libertad a los actores para obligarlos a pensar sus movimientos en lugar de a interpretarlos. Influenciado por el teatro balinés, en confrontación con el occidental, concibe cada obra como un rito sagrado en el cual, mediante una suerte de improvisaciones sonoras, lumínicas y gestuales, se interpela al espectador a formar parte de una experiencia irrepetible, milagrosa, que pondrá de manifiesto una verdadera emoción psicológica hasta entonces oculta. “En el teatro que nosotros queremos hacer, el azar será nuestro dios. No tememos el fracaso, la catástrofe. Si careciéramos de fe en un milagro posible no nos comprometeríamos en esta vía llena de riesgos. Pero un solo milagro es capaz de recompensar nuestros esfuerzos y nuestra paciencia“. Esa dramaturgia derivó, tras varios sonoros fracasos y reiterados confrontamientos con el grupo surrealista, en lo que bautizó como el Teatro de la Crueldad. Un lugar donde condujo al extremo sus teorías acerca del teatro, un antídoto delirante para experimentar la convulsión, para denunciar la asolación a la cual el dualismo restrictivo y la univocidad falsaria del sujeto habían conducido a la cultura de la mano de la filosofía dominante.
La fragmentariedad continúa haciendo mella en las expresiones artístico-personales de Artaud, las grietas que resquebrajan tu espíritu, Antonin, son las mismas que sobre el escenario evocan los actores que se dan de bruces contra la carencia de fronteras en la que los instalas. La nada regresa, la enfermedad entreteje entre ti y la locura una malla donde el lenguaje se enreda y se pierde. Así que sigues buscando. Artaud huye de la civilización, ese conglomerado de trampas sintácticas, de aventura truncada, de amores irresolubles, y se marcha a México para convivir con la tribu de los indios Tarahumaras, con quienes se inicia en los ritos del peyote. Los linderos que separan sus experiencias de la realidad circundante se diluyen. No hay nada. La enfermedad, la locura, el amor hecho trizas al intentar tocarlo.
Su distancia respecto a la intelectualidad y a la literatura se agranda. “Toda escritura es una porquería. La gente que surge de la vaguedad para tratar de precisar como quiera que sea lo que sucede en un pensamiento es una cochina. Toda la gente de letras es cochina, y especialmente en estos momentos“. A su regreso, alterna viajes y conferencias delirantes con espacios de reclusión atormentada. Después de un enigmático viaje a Irlanda, vuelve a París convencido de que está presto para iniciar la última y verdadera revolución, pero que unas fuerzas malignas operan para cancelar dichas revelaciones. Dicen que durante ese viaje de regreso, o previamente en Irlanda, fuiste atacado, Antonin, que tú heriste a los pasajeros de la embarcación, que fuiste confinado con camisa de fuerza a las galeras del barco. Pensaste entonces que André Breton, tu amigo reencontrado, fue asesinado cuando iba a recogerte para iniciar contigo la revolución definitiva. «Que él pudiera con frecuencia hacer alusión a ello en sus cartas o en sus conversaciones conmigo, muestra bastante que el mundo, para él, ya no admitía las coordenadas habituales. (…) Su deducción fue que las potencias ocultas de las cuales él había atraído a la cólera, habían logrado engañar mi memoria. No se habló más del asunto, pero cuando nos volvimos a ver más tarde, sin duda yo había decaído a sus ojos». (André Breton). La locura, el ocaso de la Aventura, la permanente insistencia de la enfermedad. El punto fijo e inamovible alrededor del cual circula la nada. La nada. El amor para nadie.

Poco antes de morir, Artaud organiza una última aparición pública, a la que asisten entre otros sus viejos amigos surrealistas. Encima de un escenario, que se tambalea, producto de la locura que toma las riendas de su vida, recita aspavientos, rugidos e insultos, vocifera movimiento y balbuceos ante la mirada mórbida de los periodistas y la aquiescencia de quienes lo respetan. La nada está ahí, mirándole a los ojos, como una amante despechada que está harta de tanta tribulación. Pero por qué la nada no pudo ser tan solo lo que él pidió: “Si uno pudiera probar solamente su nada, si uno pudiera reposar en su nada y que esa nada no fuera una cierta forma de ser, pero tampoco la muerte total“. Pero la nada es un horizonte baldío, el envés retorcido del amor nunca resuelto, es la condensación hacia la que van a parar todos los adjetivos del hombre, los brindis al sol y los saltos del ángel, las proclamas, es el cadáver desaparecido de la aventura, el esqueleto inhabitado que no brilló nunca bajo una piel ajena al tacto. La enfermedad, la poesía. La obra de uno, la nada. El silencio tras lo nunca sido, el eco de lo innombrado…
“Y siempre escribí para decir que jamás hice nada, que no podía hacer nada, y que en realidad al hacer algo no hacía nada. Toda mi obra fue construida, y no podía ser de otro modo, sobre esa nada, sobre esta hecatombe, esta mezcla de fuegos extinguidos, de gritos ahogados y de matanzas, no se hace nada, no se dice nada, pero se sufre, se desespera y se lucha, sí, creo que en realidad se lucha”.