Fotografía de cabecera: Retrato de Ma Rainey (1886-1939). Foto por Frank Driggs Collection / Getty Images- circa 1923
Fidel Oltra © 2019 /
Si todo marcha según lo previsto, cuando estéis leyendo estas líneas estará próxima la celebración del Día Internacional de la Mujer. Una efemérides antes conocida como el Día de la Mujer Trabajadora, como si no lo fueran todas, que se remonta a hace más de cien años, aunque fue en 1975 cuando fue definitivamente institucionalizado por las Naciones Unidas. Un día como ese suele aprovecharse para recordar los inmensos logros de los mujeres en todos los campos, logros demasiadas veces silenciados e incluso aprovechados por hombres para hacerse con todos los méritos. Es muy posible que en los próximos días leas acerca de mujeres como Elena Garro, escritora mejicana considerada como precursora del realismo mágico y sin embargo casi desconocida fuera de su país; Mileva Maric, esposa de Einstein,pero también una eminente física y matemática cuyos conocimientos ayudaron a su marido a desarrollar sus teorías; Hedy Lamarr, más conocida como estrella de Hollywood a pesar de que nuestros sistemas de comunicaciones actuales le deben bastante a sus conocimientos de redes inalámbricas; Edith Clark, nacida en 1883 pero pionera en aprovechamiento de la energía eléctrica y en computación; Edith Flanigen, cuyo trabajo en la mejora de las refinerías de petróleo fue clave para la proliferación de la gasolina, y así podríamos seguir durante líneas y líneas, porque la contribución silenciosa de las mujeres a los avances científicos ha sido enorme a lo largo de la historia de la Humanidad.
Hay casos verdaderamente sangrantes, como el de Rosalind Franklin, que murió antes de cumplir los 40 años por exposición a la radiación debida a su trabajo. Un trabajo que consistía en investigar el ADN y hacer fotos por rayos X, cuando no se tenía claro todavía la peligrosidad de estos. Una de esas fotos, la mítica Fotografía 51, sirvió de base para el descubrimiento de la doble hélice del ADN. Un descubrimiento que les valió el Nobel… a James Watson y Francis Crick. De Rosalind nadie se acordó hasta muchos años después de su muerte. El de Ada Byron no es tan dramático, pero duele saber que pocos conocen su nombre cuando estamos ante la autora del que podríamos considerar primer lenguaje de programación matemática, allá por el siglo XIX. Más de 100 años tuvieron que pasar para que se le reconocieran sus méritos poniendo su nombre, ADA, a uno de los primeros lenguajes que intentaban solucionar problemas de inteligencia artificial. Un campo especialmente de las «mujeres de»: la ya mencionada esposa de Einstein, María Teresa León, gran escritora que sin embargo siempre fue «la mujer de Rafael Alberti»; Alma Reville, que ya era montadora cinematográfica con apenas 20 años cuando conoció a Alfred Hitchcock y pasó a ser solo «su mujer»; Camille Caudel, que no pudo ejercer su talento para escultura por ser «la mujer de Rodin» (aunque se sospecha que más de una obra del escultor es realmente suya); Martha Gellhorn, intrépida periodista y viajera que sin embargo es más conocida como «la mujer de Ernest Hemingway»; Zenobia Camprubí, que escribía cuentos en inglés en su adolescencia pero pronto pasó a ser «la mujer de Juan Ramón Jiménez»; Lee Krasner, genial pintora que abandonó su carrera para ser «la mujer de Jackson Pollock»… La lista, una vez más, sería eterna.

Sin embargo ya sabéis que en esta sección hablamos principalmente de música. ¿Qué pasa en este campo? Pues también hay más de un caso sangrante de mujeres silenciadas, ocultas tras esposos o hermanos, cuyo talento les debería haber granjeado un lugar en la Historia que se les hurtó por diversas razones, la principal de ellas, sin duda alguna, el hecho de ser mujer. Fanny Mendelhsson, hermana del afamado compositor Felix Mendelhsson, recibió formación musical como su hermano, pero también el rechazo de su padre hacia sus inclinaciones artísticas. Según Moses Mendelhsson, la afición musical de su hija debía limitarse a interpretar algunas piezas en el salón de su casa, para deleite de sus invitados. Ella se rebeló en silencio, componiendo algunas piezas que llegaron a ver la luz con el nombre de F. Mendelhsson. Claro, todo el mundo se imaginó que eran obra de su hermano, quien acabó reconociendo que muchas de sus primeras obras en realidad no eran suyas sino de su hermana Fanny. A la muerte de su padre Fanny Mendelhsson intentó impulsar su carrera, pero ahora era su hermano Felix quien se oponía a que lo hiciera con su propio nombre. Fanny murió prematuramente, con poco más de 40 años, y fue solo entonces cuando su hermano Felix consintió en que fueran publicadas las obras de su hermana con su propio nombre. Lamentablemente Felix murió poco después y poco más se pudo hacer para conseguir el reconocimiento del talento musical de Fanny Mendelhsson.

Otro caso conocido es el de Maria Anna Mozart, hermana del genial Wolfgang Amadeus. De nuevo fue su padre quien, a pesar del talento de su hija, no la apoyó en su deseo de labrarse una carrera como compositora. Sostenía su padre que «una mujer no estaba capacitada para componer ni profundizar en los secretos del contrapunto o la armonía». Compuso numerosos temas para su piano, pero su talento quedó siempre oculto a la sombra del de su genial hermano. Mujeres como la ya mencionada Fanny Mendehlsson, Clara Wieck Schumann o Alma Mahler tuvieron que publicar sus obras con seudónimos o, en demasiadas ocasiones, con el nombre de sus hermanos o esposos. En la actualidad se está desarrollando una labor encomiable de rescate de estos y otros nombres olvidados, o al menos arrinconados, por la historia.

En cuanto a la música popular, se podría pensar que no ha sido un terreno tan abonado para este tipo de injusticias como el de la música clásica o «culta», tradicionalmente un campo vetado para las mujeres. Sin embargo también son pocas las que pudieron ejercer todo su talento y destacar junto a sus colegas masculinos hasta bien entrado el siglo XX, e incluso así con dificultades. Especialmente bochornosa fue la práctica del “A lady of...” en la música americana durante buena parte del siglo XIX. Pocas eran las mujeres que tenían ocasión de componer música en aquellos complicados tiempos, y menos todavía las que llegaban a ver su música publicada. Pero, además, las que lo hacían muchas veces tenían que hacerlo desde el anonimato o con seudónimos masculinos. O peor todavía, con la simple referencia de «Una mujer de Kentucky», o «Una mujer de Maryland», o «Una mujer de Baltimore» como firma de sus temas. Una mujer de Baltimore. Sin nombre. Una práctica execrable, que, afortunadamente, duró poco.
Con la llegada del siglo XX ya eran bastantes las mujeres que se lanzaban al terreno de la composición musical, sin complejos pero con las limitaciones y prejuicios propios de la época. La imagen de la chica pianista o cantante era todavía la dominante, aunque ya había bastantes nombres femeninos al pie de las partituras de algunas de las canciones más conocidas de aquellos años. Entre las pioneras de la primera década del siglo encontramos nombres como los de Carrie Jacobs-Bond, Anna Priscilla Risher, Kate Kyro, Maude Nugent o Charlotte Blake. Fue sin embargo a partir de 1920, con la eclosión del “Tin Pan Alley”, los musicales de Broadway y, en general, el nacimiento del llamado “American Songbook“, cuando finalmente algunas mujeres (pocas, eso sí) empezaron a ser conocidas por todo el país. Entre ellas la primera en componer un musical en su totalidad fue Kay Swift, autora del show Fine and Dandy (1930). Antes, sin embargo, hubo otras.

Mabel Wayne estudió piano en Suiza, para posteriormente volver a su país y pasar por casi todas las posibles ocupaciones en un musical, desde pianista hasta cantante, pasando por bailarina. En la segunda mitad de los años 20 compuso la música de varios temas que se han convertido en estándares del jazz vocal, entre ellos In a little Spanish town, con letra de Sam M. Lewis y Joe Young, «Ramona», junto a L. Wolfe Gilbert, o sobre todo It happened in Monterrey, popularizada por Frank Sinatra en los años 50 y escrita junto al letrista Billy Rose. Ann Ronnell firma otros dos grandes éxitos de los primeros años 30: Willow weep for me, otro tema importante en la carrera de Sinatra, y Who’s afraid of the big bad wolf, tema principal de Los Tres Cerditos y uno de los temas más conocidos de la era clásica de Disney. En las décadas siguientes otras autoras se unieron a la nómina de compositoras de estándares del “American Songbook”, así como canciones para Broadway y Hollywood, destacando entre ellas nombres como Carolyn Leigh, autora junto a Cy Coleman de éxitos como Witchcraft o The best is yet to come, así como de Young at heart junto a Johnny Richards, o Nancy Hamilton, que compuso la letra de otro gran éxito del jazz vocal, How high the moon.

Aunque quizás la compositora más destacada de aquellos años fue Dorothy Fields. Nacida en 1904, su nombre figura como autora o coautora de más de 400 temas para musicales de Broadway y películas de Hollywood. Trabajó codo con codo junto con mitos de la música popular norteamericana como Jerome Kern o Irving Berlin, entre muchos otros, para componer canciones inmortales como The way you look tonight (por la que obtuvo el Oscar en 1936), On the sunny side of the street o I can’t give you anything but love. Su carrera se alargó durante casi 50 años, componiendo todavía para musicales de éxito a principios de los años 70. Falleció en 1974, dejando un legado de canciones que le valió su inclusión en diversos salones de la fama para compositores. El Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, se acordó de ella en su discurso de toma de posesión en 2009 citando parte de la letra de su tema Pick yourself up, compuesta en los años 30, con música de Jerome Kern, para uno de los famosos musicales interpretados por Ginger Rogers y Fred Astaire.
El mundo de la música country también era un terreno vetado para las mujeres hasta la llegada de Elsie McWilliams. Aunque casi nadie se acuerde de su nombre, seguro que muchos conocen a Jimmie Rodgers, una de las primeras estrellas del country, junto a la Carter Family, años antes de la llegada de Hank Williams. Rodgers popularizó el estilo llamado «Yodel», que combinaba el clásico estilo country con los gorgoritos típicos de los cantos tiroleses. Rodgers fue conocido como «el padre de la música country», mérito merecido aunque lo cierto es que en más de una treintena de sus éxitos aparece la firma de Elsie McWilliams. Ambos entraron en contacto cuando la hermana de Elsie se casó con el cantante, y ambas mujeres entraron a formar parte de los shows de Rodgers. En una ocasión este pidió ayuda a Elsie con alguna de sus composiciones, empezando así una colaboración que dio fructíferos resultados. Elsie McWilliams se convirtió así en la primera mujer en iniciar una carrera de éxito como compositora de música country.

Si Elsie McWilliams puede ser considerada como «la madre del country», a Ma Rainey le correspondería el título honorífico de «madre del blues». Entre 1923 y 1928 grabó más de 100 canciones, entre las cuales destaca uno de las grandes estándares del blues y el rock and roll, See See rider, el tema con el que Elvis Presley abría sus conciertos de los primeros años 70. Hablando de Elvis, pocos saben que muchos de sus grandes éxitos, epítomes del rock and roll masculino y machote, tienen detrás el nombre de una mujer. Es el caso de Hound dog, tema escrito por Leiber y Stoller, que en primer lugar grabó Willie Mae «Big Mama» Thornton, en 1952, cuatro años antes de que Elvis hiciera su propia versión. A Elvis le tocó popularizar el tema, pero es justo reivindicar que la grabación original de Big Mama Thornton merece mucho más reconocimiento del que tiene. Otro de los grandes éxitos de Elvis, Heartbreak hotel, está compuesto por una mujer. Mae Boren Axton, conocida como la «Reina Madre de Nashville», es la coautora de uno de los temas más conocidos del «Rey del rock and roll». Mae Boren compuso muchas más canciones, más de 200, algunas de las cuales fueron popularizadas por gente como Willie Nelson o Jerry Lee Lewis.
Otros de los nombres femeninos escondidos en un segundo plano dentro de la vorágine masculina del rock and roll son Rose Marie McCoy y Dorothy LaBostrie. La primera compuso centenares de canciones que fueron grabadas por Elvis Presley, Nat King Cole, Big Maybelle, Ike and Tina Turner, Del Shannon, Bette Midler o Peggy Lee, entre una larga lista de artistas. Menos prolífica fue Dorothy LaBostrie, pero su firma figura, junto a la de Richard Penniman (Little Richard) en otro de los grandes éxitos de la época dorada del rock and roll, nada menos que Tutti Frutti.

A partir de los años 60, lógicamente hubo una mayor apertura de miras y las mujeres tuvieron más fácil conseguir éxitos como compositoras, no solo como intérpretes. Un edificio de oficinas situado en el cruce entre Broadway y la calle 49, en Nueva York, fue el lugar de donde salieron muchos de los grandes éxitos del pop de aquella década, con una nómina de compositores en la que había gente como Burt Bacharach, Neil Sedaka, Neil Diamond, Hal David, Leiber y Stoller… Pero también había mujeres como Carole King, Cynthia Weil o Ellie Greenwich. Cierto es que las tres compositoras trabajaban junto a sus parejas (Gerry Goffin, Barry Mann o Jeff Barry, respectivamente), pero su labor no era menor. De sus cabezas salieron los mayores éxitos del pop de la primera mitad de los 60, canciones como Be my baby de The Ronettes; Da Doo Ron Ron de The Crystals; Do-Way-Diddy de The Exciters; Leader of the pack para las Shangri-Las; The locomotion para Little Eva; Will you love me tomorrow para las Shirelles; Up on the roof de The Drifters; One fine day de The Chiffons y muchos más temas salidos de aquella factoría de éxitos. También en el Brill Building estaba Laura Nyro, menos conocida que los nombres anteriormente citados pero también autora de temas como And when I die, popularizada por Blood Sweat and Tears, así como de interesantes discos en solitario que vieron la luz a finales de la década.
En las últimas décadas ya es tan habitual que un éxito sea compuesto por un hombre como que lo sea por una mujer, aunque hay nombres que cabe seguir reivindicando. Podríamos citar bastantes, pero nos quedamos con dos. Por un lado Sylvia Robinson, autora o coautora de algunas de las primeras canciones rap como Rapper’s delight o The message. No sería exagerado decir que fue la cabeza pensante detrás de todo el entramado que ayudó a popularizar el hip hop más allá de las sucias calles neoyorquinas. También cabe recordar un nombre poco conocido como el de Diane Warren, ganadora de varios premios Grammy con sus composiciones para nombres famosos como Aerosmith (I don’t wanna miss a thing) o Celine Dion (Because you loved me). Aprovechemos también para recordar a Gloria Jones, que grabó en los 60 un single llamado Tainted love,que en los 80 fue un gran éxito de la mano de Soft Cell, un himno del tecnopop que poca gente sabe que fue grabado, en primer lugar, por una mujer.

Echando un vistazo al artículo, destaca notablemente la ausencia de nombres hispanoamericanos. No es porque no los haya, y ponemos el colofón al texto mencionando algunas de las grandes mujeres de la composición en el ámbito hispano. En primer lugar nombremos a la mejicana Consuelo Velázquez, autora de la canción en castellano más cantada de todo el siglo XX: Bésame mucho. Otro de los grandes éxitos en castellano del siglo XX, Dos gardenias, es obra de la cubana Isolina Carrillo. La portorriqueña Sylvia Rexach no tuvo grandes éxitos internacionales, pero es muy reconocida en su país y en los Estados Unidos, siendo sus canciones versionadas por gente como Linda Rondstadt. Fundó Las Damiselas, grupo formado solo por mujeres, pionero en los años 40. La también mejicana María Grever compuso más de 800 canciones, en su mayoría boleros. Su gran éxito fue Júrame, aunque otra de sus canciones, Cuando vuelva a tu lado, tuvo gran repercusión en su versión inglesa, What a difference a day makes. Canciones de María Grever han sido grabadas por gente tan variopinta como Rod Stewart, Gloria Estefan, Aretha Franklin, Caruso, Dean Martin, por supuesto Luis Miguel, o incluso Amy Winehouse. Otras grandes compositoras latinoamericanas fueron Ernestina Lecuona (Cuba), Eladia Blázquez y María Elena Walsh (Argentina), y por supuesto dos nombres que hemos dejado para el final para cerrar el artículo por todo lo alto: la peruana Chabuca Granda y la chilena Violeta Parra. La primera compuso un gran número de canciones, sobre todo valses criollos, destacando entre todos ellos la inmortal La flor de la canela. En cuanto a Violeta Parra, es una artista completa que dedicó su vida al arte, desde la música hasta la pintura o la cerámica. En general Violeta fue una gran divulgadora de la cultura chilena, en todos sus aspectos. Entre la gran cantidad de composiciones propias, aparte de las muchas canciones del folklore popular que ayudó a divulgar, destaca sin lugar a dudas Gracias a la vida, todo un himno vital para muchas generaciones.

Evidentemente nos dejamos en el tintero gran cantidad de nombres, pero con este artículo queremos homenajear a todas ellas, las que hemos mencionado y las que no. Mujeres que contribuyeron a crear muchas de las canciones, de todo tipo de géneros, que pueblan la memoria de los que hemos interiorizado la música como un componente esencial dentro de nuestras vidas.