Por Emma Rodríguez © 2014 / Hay novelas que se convierten, el tiempo que dura su lectura, en una estancia alternativa, secreta, a la que acudimos con la sensación de dejar todo lo demás fuera, sabiendo que allí nadie ha de encontrarnos, ni molestarnos, porque estamos sin reloj, sin teléfono, sin conexión alguna con el exterior. Hay novelas adictivas que durante un tiempo restan interés a todo lo demás. Novelas que queremos habitar y que se convierten en calles paralelas de nuestro recorrido, calles por las que transitamos en busca de una imagen, una señal, una palabra que al ser nombrada nos indique algo que no habíamos percibido hasta ese momento: algo acerca de la vida, de su transcurrir, pero, sobre todo, acerca de nosotros mismos: de nuestras pulsiones, miedos, culpas y deseos más profundos.
Todo esto tiene que ver con la lectura de “El jilguero”, de Donna Tartt. Una novela de la que no diré que es la mejor que he leído en las últimas décadas, ni la más gloriosa narración del siglo XXI que haya tenido el placer de disfrutar, sólo comparable con Dickens. Ni siquiera recurriré al socorrido “imprescindible”, ya tan manoseado en las promociones editoriales y en las reseñas convencionales. Me horrorizan las comparaciones; la ligereza a la hora de valorar un libro sin pararnos a pensar cuántas ficciones maravillosas nos estamos perdiendo; la tendencia a elaborar listas y cánones como si todo todo medio cultural contase en sus filas con su particular Harold Bloom, o todavía peor, como si cada lector fuese un Bloom en potencia. De todo este tipo de conductas, de valoraciones, de comentarios, alentados en el caso de esta nueva entrega de Tartt por la obtención del Premio Pulitzer, he querido huir para entrar en esa estancia solitaria con cierta ingenuidad, sabedora de la experiencia única, íntima, que es abrir las páginas de un libro, entrar expectante en una nueva realidad sin saber lo que hemos de encontrarnos, los efectos que ese clima, esas atmósferas y ambientes desconocidos, serán capaces de provocar en nuestro estado de ánimo.
Aclarado todo esto, consciente de lo afortunada que soy, por haber leído y seguir leyendo tantos libros grandiosos, he de reconocer que “El jilguero” es uno de esos títulos que no olvidaré fácilmente y que pasarán a formar parte de mi equipaje literario. Confieso que no llegué a él a ciegas, sino con el recuerdo de una lectura lejana de Donna Tartt que me impresionó en su día, “El secreto”, una historia perturbadora sobre un grupo cerrado de estudiantes de letras, que creen tenerlo todo a sus pies hasta que entienden que en la vida hay cosas incontrolables, acciones inesperadas que pueden acabar trastocándolo todo y que nos alertan sobre nuestra fragilidad y pequeñez.
Llegué, por tanto, a “El jilguero” con mi listón personal muy alto y encontré en esta nueva novela elementos comunes a la anterior: la misma claustrofobia, ese aire viciado, esa manera tan particular de ir desbrozando el misterio… Pero aquí los horizontes se ensanchan y la historia, mucho más abarcadora, se acerca sabiamente al magma de preguntas sin respuesta que es toda vida, alumbrando zonas en penumbra y descendiendo a huecos tan hondos que percibirlos nos revuelve y nos produce, a la vez, una sana reconciliación con el ser humano, el ser humano con sus fortalezas y debilidades a cuestas.
Tartt ha logrado estremecerme desde las primeras páginas con esta entrega que me da la medida de su mundo, de sus obsesiones, y me ha llevado a avanzar por sus calles sin respiro, como quien lleva una linterna en la mano y con ella va iluminando sus esquinas oscuras. Es difícil aparcar esta historia una vez que abrimos la puerta de acceso. Su autora utiliza los recursos del thriller y domina el arte de atrapar en la tela de araña, a la manera de los mejores hacedores de best-sellers, pero combina todo eso con la capacidad de penetrar en los estados del alma, en la psicología de los personajes, en sus dudas y en el alcance de sus acciones, que es propia de la más alta literatura.
Llegué a “El jilguero” con mi listón personal muy alto y encontré en esta nueva novela elementos comunes con “El secreto”: la misma claustrofobia, ese aire viciado, esa manera tan particular de ir desbrozando el misterio… Pero aquí los horizontes se ensanchan y la historia, mucho más abarcadora, se acerca sabiamente al magma de preguntas sin respuesta que es toda vida, alumbrando zonas en penumbra y descendiendo a huecos tan hondos que percibirlos nos revuelve y nos produce, a la vez, una sana reconciliación con el ser humano.
Dado que se trataba de un trayecto largo, de más de mil páginas, fui anotando mis impresiones en una especie de diario improvisado de lectura al que ahora vuelvo. Lo primero que anoté fue: “Es increíble la capacidad de la ficción para llegar allí donde las noticias no llegan, para provocar en nosotros la verdadera empatía con los que sufren. El relato de las emociones, de lo que se siente en los momentos de dolor, siempre nos alcanzará más que las imágenes retransmitidas de cualquier tragedia, cuya repetición puede tener un efecto inmunizador”.
La novela comienza en un hotel de Ámsterdam y con un misterio que ha de ser desvelado, las circunstancias de un asesinato y de un cuadro desaparecido. A partir de ahí avanza hacia atrás hasta volver a darse de bruces, ya en la parte final, con el presente y todos sus peligros e incertidumbres. El arte inunda toda la novela, que entre sus muchos regalos encierra el de ser, en paralelo a su discurrir argumental, una lección sobre el poder de las obras de arte sublimes para impregnar la mirada y prender un destello de luz en el fondo de la memoria. “Es increíble lo que puedes aprender de un cuadro si pasas mucho rato observando…”, le dice a Theo Decker, el protagonista, un muchacho de 13 años, su madre, quien le relata su fascinación por una obra en concreto, “El jilguero”, del maestro flamenco Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer.
La tabla, que representa a un pequeño pájaro amarillo encadenado por la pata a la percha sobre la que está posado, es fundamental en la historia y se convierte en el desencadenante de lo que ha de suceder a partir de esa mañana lluviosa en la que todo se detiene a raíz de un atentado en las salas del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Esa primera parte de la novela es sobrecogedora: el modo en el que se relata la experiencia de la pérdida; la orfandad del protagonista al quedarse sin el amor, sin la protección, de su madre; el tratamiento de los recuerdos de la que fue la relación cómplice entre ambos; la evocación de esos gestos cotidianos tan sencillos, de esos afectos truncados, que, de repente, adquieren todo su significado y trascendencia al no poder ser repetidos… Todo eso engrandece la narración.
Donna Tartt nos hace pensar en el sentido de la culpa, de la soledad, del duelo, al tiempo que va desplegando los hilos de la intriga, de las casualidades, ese orden secreto, enigmático, que actúa por encima de La Historia, del tiempo, y enlaza el destino del protagonista con el del pintor Fabritius, que también murió en otra catástrofe, un incendio siglos atrás, y con el de un viejo y misterioso anciano, que también fue al museo a contemplar “El jilguero” en compañía de Pipa, una niña cuyo camino, desde ese momento, será inseparable del de Theo, y que se convierte en uno de mis personajes favoritos.
“Podías estudiar las conexiones durante años y no desentrañarlas nunca; todo se reducía a cosas que se juntaban, y cosas que se desintegraban, vueltas del tiempo, mi madre de pie frente al museo cuando el tiempo osciló y la luz cambió de un modo extraño, incertidumbres cerniéndose en el límite de una vasta luminosidad. El azar errante, que podía, o no, transformarlo todo”, transcribo este fragmento tan revelador del tono de la novela, de las indagaciones y búsquedas que mueven a su autora.
Donna Tartt nos hace pensar en el sentido de la culpa, de la soledad, del duelo, al tiempo que va desplegando los hilos de la intriga, de las casualidades, ese orden secreto, enigmático, que actúa por encima de La Historia, del tiempo, y enlaza el destino del protagonista con el del pintor Fabritius, que también murió en otra catástrofe, un incendio siglos atrás, y con el de un viejo y misterioso anciano, que también fue al museo a contemplar “El jilguero”.
Suceden muchas más cosas en los inicios de la novela. Hay una bonita relación de amistad, que renace entre Theo y un antiguo compañero de colegio, uno de esos niños diferentes, desplazados por el grupo, que tiene un padre obsesionado por el mar, y hay una visita a una extraña tienda de antigüedades, donde es acogido por un restaurador de muebles de gran nobleza, pero no pienso desvelar nada más de este tramo que en sí mismo podría haber sido una historia con sentido propio. Ya en el segundo, hay un cambio total de registro: estamos en Las Vegas, no en Nueva York, en unos paisajes y una cultura totalmente diferentes. Asistimos al crecimiento del protagonista en un ambiente hostil, con un padre al que no quiere. Entramos con él en una clase en la que la profesora habla de Thoreau y él siente que la mayoría de los alumnos no comparten su admiración por ese primer ecologista que despreciaba el comercio y el consumo excesivo. “Alguien tiene que construir carreteras en lugar de quedarse todo el día en el bosque, observando las hormigas y los mosquitos. Se llama civilización”, señala uno de ellos.
Se produce una transformación total de valores y de experiencias en esta otra novela dentro de la novela que retrata a una sociedad corrupta, una sociedad que rinde culto al juego de los casinos, al dinero fácil, al lujo con el que se quieren tapar las carencias. Estamos ahora en una obra de formación, de búsqueda de la identidad en un entorno por completo falto de asideros. Es aquí donde Theo conocerá a Boris, un chico de origen ruso, que ha pasado su infancia vagando de un lugar a otro del planeta, en compañía de un progenitor nada modélico, y que se convierte en una poderosa influencia y en el compañero de su entrada en el mundo de las drogas y el alcohol.
Nada es sólido e inmutable. Todo es efímero y transitorio, nos indica, una y otra vez, Donna Tartt. “Hay momentos en esta novela con una gran carga de emoción, en los que seguimos los pasos del protagonista con el estómago encogido, asistiendo a la caída de todo a su alrededor. Estamos con él cuando sigue adelante, en las pequeñas ráfagas de esperanza que se le van abriendo por el camino”, he anotado en mi libreta de apuntes.
“El jilguero”, que Donna Tartt ha entregado a sus editores tras una década de trabajo, lo que dice mucho de su talante y de su alejamiento de los modos al uso, de las urgencias de un mercado que reclama un libro al año para no sepultar los nombres en el olvido, contiene ese brote de revelación, de verdad, de las grandes novelas. La crítica ha señalado su influencia de Dickens, algo que la escritora reconoce, y de Dostoievski, pero también se detecta un tono proustiano en la importancia que se concede a la memoria, a los olores y colores de ese tiempo de la infancia ya perdido.
Como sucede en muchas de esas ficciones que amamos, “El jilguero” se detiene en la búsqueda del amor, de ese amor auténtico y tantas veces imposible, idealizado. Y se asoma a precipicios peligrosos en su afán por atrapar el mundo, por dar cuenta de la evolución de la vida a través de las etapas de aprendizaje de un solo personaje, de esos instantes de desoladora lucidez que le salen al paso.
Igual que en “El secreto”, su ópera prima, encontramos aquí esa cierta extrañeza y esa perversión latente, que conviven con frágiles ráfagas de belleza y con un toque de dolorosa vulnerabilidad. De nuevo, las fronteras entre el bien y el mal, entre hacer lo correcto o no, se confunden, y asoma la culpa como gran tema, la mentira y el miedo a la delación, así como una permanente reflexión en torno al hecho de que un simple gesto o la toma de una decisión determinada, en lugar de otra, puede modificar por completo el rumbo de los acontecimientos.
Como sucede en muchas de esas ficciones que amamos, “El jilguero” se detiene en la búsqueda del amor, de ese amor auténtico y tantas veces imposible, idealizado. Y se asoma a precipicios peligrosos en su afán por atrapar el mundo, por dar cuenta de la evolución de la vida a través de las etapas de aprendizaje de un solo personaje, de esos instantes de desoladora lucidez que le salen al paso.
Boris, lleno de complejidades, un superviviente nato, capaz del engaño y de la lealtad a partes iguales, lee “El idiota”, de Dostoievski, y despierta la curiosidad de Theo, que se siente perturbado por los infortunios del príncipe Mishkin, episodios que adquieren relevancia en la novela porque sirven de introducción a otra de sus vertientes: el análisis de la bondad y de la compasión; el hecho de que una actuación generosa, dirigida hacia la persona o la dirección equivocada, puede provocar la catástrofe en un momento dado y, por el contrario, una acción, en principio considerada mala, puede llevar, de forma imprevista, al acierto y la dicha.
Hay acción en “El jilguero”. Hay hombres duros, delincuentes y traficantes de arte, ambiente que, a su vez, conduce a la elaboración de una teoría sobre el tema de las copias, de lo falso, de la autenticidad, un asunto que cobra altos vuelos. Y también hay una mirada hacia el interior de los personajes, hacia esas reflexiones que nos indican lo que les pasa por la cabeza y por el corazón, todo eso que permanece guardado bajo llave y que constituye la parte secreta, inviolable, de toda persona, el lugar donde anida lo bello y lo mezquino.
Hay acción en “El jilguero”. Hay hombres duros, delincuentes y traficantes de arte, ambiente que, a su vez, conduce a la elaboración de una teoría sobre el tema de las copias, de lo falso, de la autenticidad, un asunto que cobra altos vuelos. Y también hay una mirada hacia el interior de los personajes, hacia esas reflexiones que nos indican lo que les pasa por la cabeza y por el corazón, todo eso que permanece guardado bajo llave.
Esa combinación, tan bien articulada, es uno de los grandes aciertos de esta novela cargada de aciertos, que de Las vegas nos devuelve a Nueva York, hace una trepidante escala en Ámsterdam, una Ámsterdam asfixiante, en la que el protagonista se siente atrapado y vive lo más parecido a una pesadilla, y nos devuelve a Nueva York para destapar los falsos ambientes de las clases acomodadas, el asentimiento, las mentiras capaces de sostener a parejas que sólo buscan vivir confortablemente y guardar las apariencias.
Hay, como decía antes, muchas metáforas y puntos de encuentro en esta entrega. El cuadro de “El jilguero” es un símbolo que la autora utiliza para llevarnos allí donde quiere, al fondo de las contradicciones humanas, a esa grandeza del mundo que nos sale al encuentro en determinadas ocasiones y que bastan para seguir resistiendo. “El significado no importa. El significado histórico le quita vida”, nos dice Theo Decker sobre el cuadro, recordando la lección que aquel día lejano le dio su madre. Y alude a lo que una obra de arte es capaz de transmitir al que la contempla, al punto mágico “donde la realidad choca con lo ideal”.
“Hasta un niño puede ver la dignidad que hay en él; un pequeño modelo de coraje, todo plumaje hinchado y huesos frágiles. No se le ve tímido, ni siquiera desesperado. Se niega a retirarse del mundo”, señala refiriéndose al pequeño pájaro pintado por el maestro flamenco y que, finalmente le ha mostrado el sentido del viaje, de su atormentado viaje.
En una entrevista que Donna Tartt concedió al escritor Eduardo Lago le decía que “la ficción nos enseña más acerca de la vida y amplía el conocimiento de la naturaleza humana”. Puede que ella aprendiera algo en el proceso de su escritura. Mi experiencia como lectora, experiencia que animo a seguir encarecidamente, me lleva a afirmar que “El jilguero” nos conduce, como todas las buenas novelas, a retirar un poquito más las capas que cubren el misterio, la verdad escurridiza. No quiero acabar este texto sin transcribir otra de sus frases: “El mundo es mucho más extraño de lo que sabemos o nos imaginamos”.
“El jilguero” ha sido publicada en España por la editorial Lumen. La traducción ha corrido a cargo de Aurora Echevaría. La obra ha sido la ganadora del Premio Pulitzer.
– Todas las fotografías nos las ha facilitado la editorial y están firmadas por © NTG