Por Emma Rodríguez © 2014 / “La parte inventada”, la última novela de Rodrigo Fresán, es la historia de un escritor que decide desaparecer después de haber logrado el éxito. Un escritor que de niño, sin saberlo, ya estaba destinado a convertirse en contador de ficciones. “La parte inventada” es también la historia de un joven que filma un documental para reconstruir la trayectoria de ese escritor y que, en el fondo, desea ser como él, dedicarse a poner palabras a los incomprensibles huecos de la vida. Ese joven hurta de la casa del escritor una especie de talismán, un juguete querido, mágico, que tiene mucho que ver con los orígenes, con el comienzo y el desarrollo de todo lo que ha de acontecer. Y hay un “sitio donde termina el mar para que pueda empezar el bosque” y un extraño museo “bajo un cielo inmenso”. “La parte inventada” es eso y mucho más y, por tanto, resulta absurdo ponerle límites argumentales, acotarla en un resumen.
Fresán, autor de títulos como “Trabajos manuales” o “Jardines de Kensington”, ha construido en esta ocasión una obra extraña, intensa, reflexiva, interrogadora, compleja, a tramos apabullante. Una obra cargada de literatura, de relatos dentro de relatos, idónea para adictos a la lectura, para todos aquellos que disfrutan asomándose a esas geografías secretas donde nacen las fabulaciones. Podemos imaginar al autor como uno de esos antiguos viajeros emprendiendo una larga travesía. Viajeros con sus pertenencias dentro de pesados baúles que llevaban de una región a otra del ancho mundo. Podemos imaginar el baúl abriéndose en cualquier puerto de llegada y cientos de libros cayendo al suelo ante la mirada sorprendida de su dueño, incapaz de evitar que de las páginas de esos libros salieran a empujones personajes de todo tipo, personajes amados emprendiendo la huida, llamados a convertirse en los nuevos pobladores de ciudades imaginadas.
Fresán (Buenos Aires, 1963, afincado en Barcelona desde 1999) ha levantado una novela a su medida. Una novela en la que se permite hablar de sí mismo, de sus manías, de sus obsesiones, y al mismo tiempo de todos esos escritores que forman parte de su vida y que le acompañan con sus obras maestras, pero también con sus rarezas y misterios. “La parte inventada” es la historia de un escritor, de muchos escritores, de la parte de escritor que todos llevamos dentro, y en ese sentido puede resultar mitificadora, pero es, asimismo, una crítica ácida de un presente “banal”, un presente de lectores demasiado sumisos y de jóvenes autores que al protagonista le parecen “fascinados con su propia voracidad, famélicos por captar followers y like con un apetito insaciable”.
El lector que franquee las puertas de esta novela en la que el peso de la erudición, de las referencias constantes, se va aligerando con frecuentes pinceladas de humor, el mismo humor que derrocha el autor y que le lleva a dar la vuelta a las cosas con ingenio, a hacerse preguntas y más preguntas insólitas; el lector, decía, que siga adelante, deseoso de ir despejando, aclarando, el camino, se verá reflexionando sobre la identidad, los lazos afectivos, el miedo al compromiso, la muerte. Temas que laten en el fondo de una entrega que, efectivamente, parte de la literatura, pero no de la literatura como una actividad ajena, desligada de la vida, sino todo lo contrario; la literatura como senda paralela, o mejor, como parte esencial de su discurrir.
“La parte inventada” es la historia de un escritor, de muchos escritores, de la parte de escritor que todos llevamos dentro, y en ese sentido puede resultar mitificadora, pero es, asimismo, una crítica ácida de un presente “banal”, un presente de lectores demasiado sumisos y de jóvenes autores que al protagonista le parecen “fascinados con su propia voracidad, famélicos por captar followers y like con un apetito insaciable”.
Todas las citas que el autor toma como arranque de su historia tienen que ver con esto. Así, una de Michael Ondaatje: “Hay una historia, siempre delante de ti. Apenas existiendo. Sólo gradualmente te acoplas a ella y la alimentas. Descubres entonces el caparazón que contendrá y pondrá a prueba tu carácter. De este modo encuentras el sendero de tu vida…”. O ésta otra, de Norman Maclean: “No tenía aún la menor idea de que, a veces, la vida se vuelve literatura; no por mucho tiempo, desde luego, pero sí el tiempo suficiente para ser lo que mejor recordamos…”
– El escritor de su novela se cuestiona por qué nunca le preguntan cómo se le ocurrió la idea de ser escritor. Partiendo de ahí, la primera pregunta de esta entrevista es obligada. ¿Cómo se le ocurrió a Rodrigo Fresán la idea de ser escritor?
– Bueno, realmente no lo sé. Escribí el libro un poco para responderme y para responder inventando la respuesta. Dicho esto, lo cierto es que, desde que tengo memoria, yo nunca tuve un plan B. Muchos amigos me reprochan graciosamente el que en mis libros haya siempre escritores; incluso me desafían a que escriba alguno en el que no aparezca ninguno. Debo decir que lo intento, pero, inmediatamente, a las pocas páginas, fracaso, y eso sucede porque, hablando en un sentido cronológico, tengo una idea muy infantil, muy romántica, de la vocación literaria. La verdad es que siempre me he considerado un privilegiado. Son contadas las personas que no se ven obligadas por la vida a renunciar a su primera vocación en nombre de terminar siendo otra cosa. Y por primera vocación me refiero al deseo de ser barman, jugador en la selección de fútbol, piloto de Fórmula Uno o cualquier otra cosa que pueda atraer en la infancia. Yo quería ser escritor. Me recuerdo perfectamente a los cuatro años, antes de entrar en el colegio primario, contando los meses, los días, las horas y los minutos, para que me enseñaran a leer y escribir y poder ser escritor finalmente.
– Supongo que el ambiente familiar contribuyó en gran medida a alimentar esa inclinación tan temprana.
– Por supuesto. Mis padres pertenecían a la intelectualidad argentina de los años 60, a la clase media intelectual que fue muy poderosa en ese momento. En mi casa entraban y salían escritores constantemente. Como diseñador gráfico mi padre hizo muchas portadas de libros, entre ellas una para Cortázar y otra para Borges. A Borges lo veías todo el tiempo si vivías en Buenos Aires. Salías a la calle para verlo pasar y podías hablar con él. Yo lo hacía e incluso una vez me tropecé con él y me lo llevé por delante; casi lo mato. Eso lo cuento en “Historia argentina”, mi primer libro. Fue un episodio traumático y verídico. En mi biografía también es importante Paco Porrúa, el compañero de mi madre tras separarse de mi padre. Porrúa, editor de “Rayuela” y de “Cien años de soledad”, fue el fundador de Minotauro, y por lo tanto, yo tenía a mi disposición, gratis, todos los libros del sello y del género de la ciencia-ficción. De ahí que la ciencia-ficción sea un perfume constante en todas mis obras. Yo siempre digo que no había ningún bufete de abogados que heredar, ni ningún consultorio odontológico con una clientela que seguir atendiendo, pero sí mucha literatura.
– Una vez te oí hablar de que tus estudios académicos no fueron nada convencionales. De hecho en “La parte inventada” hay una alusión a cuando fuiste expulsado del colegio y, en vez de decírselo a tus padres, te seguiste levantando todos los días para ir a clase, cuando en realidad lo que hacías era acudir a la biblioteca.
– Ciertamente mi historial académico fue muy accidentado. Hoy, para la ley argentina, yo soy semianalfabeto. Sé leer y escribir, pero no tengo la primaria terminada. Entre otras cosas, tuve que hacer parte en Venezuela porque nos tuvimos que ir a causa de los militares. En cuanto a ese episodio del que hablas, fue así. Donde realmente me eduqué fue en la biblioteca. Si yo hubiera hecho el secundario y lo hubiera terminado, me esperaba estudiar periodismo, lo cual era ridículo, o estudiar Filosofía y Letras, que no sé si era igualmente ridículo teniendo en cuenta que yo no quería ser filósofo ni académico, que lo que quería era ser escritor. O sea, que todos los accidentes, en perspectiva, resultaron ser providenciales y narrativamente correctos. En mi novela yo me invento un momento epifánico en el que el protagonista decide tomar el camino de la escritura, pero en mi caso no existió tal momento. Esa predisposición siempre estuvo ahí.
– En todos los libros de Rodrigo Fresán salen escritores, cierto, y eso no deja de ser curioso, ya que normalmente nos llama la atención aquello que no conocemos. ¿Hasta qué punto esa obsesión por el propio quehacer tiene que ver con el hecho de que las fuentes de esa actividad creativa no acaban de ser comprendidas?
– Bueno, cuando uno acaba comprendiendo algo pasa a otra cosa y a mí no me interesa pasar a otra cosa. Considero que la literatura, la gran literatura, y algunos de los artistas que más me gustan, son clásicos porque no se agotan. Ahí está la famosa definición de Calvino de que algo es clásico cuando puedes volver constantemente a ello y encontrarle nuevos elementos que no habías visto antes. Y respecto a las obsesiones, a por qué nos obsesionamos con algo, yo creo que las obsesiones tienen que ver con la toma de conciencia de los límites del tiempo, de los límites de la propia vida dentro de ese tiempo limitado. Cuando eso sucede, te vas quedando con la persona que quieres salvar del naufragio y vas subiendo a tu bote a aquellos con los que mejor te llevas. Hay una frase de Nabokov, un escritor que está muy presente en este libro, que, como actitud literaria, a mí me gusta mucho. Él decía que la realidad está sobrevalorada, que no es finalmente más que especialización y que, si bien todos vivimos en una especie de realidad neutral, que puede ser como la Suiza de todas las realidades, donde nos movemos y nos encontramos, luego está la realidad de cada uno y de los intereses de cada uno. En ese sentido, mis intereses están bastante claros, y si de algo me enorgullezco, a lo largo de mi carrera, es de haber conseguido transmitir cierto gusto por libros y por autores que algunas personas desconocían. Me parece que la literatura es eso, que la práctica de la literatura tiene que ver con eso. En cierta medida es una actividad, una actitud, muy evangélica. Has de andar predicando la buena nueva todo el tiempo.
Si de algo me enorgullezco, a lo largo de mi carrera, es de haber conseguido transmitir cierto gusto por libros y por autores que algunas personas desconocían. Me parece que la literatura es eso, que la práctica de la literatura tiene que ver con eso. En cierta medida es una actividad, una actitud, muy evangélica. Has de andar predicando la buena nueva todo el tiempo
– ¿Hasta qué punto, en un momento como el actual, tan tecnologizado, donde las humanidades están siendo cada vez más arrumbadas, los escritores pueden ser vistos como una especie de héroes?
– No lo sé. Yo creo que estamos en una época muy informatizada, muy electrificada, y que en tales circunstancias cuentan con mi admiración todos aquellos que siguen proponiendo historias y que las proponen de una manera particular, no de un modo simplemente esquemático, cercano al cine o a la televisión. Hay lectores que salen corriendo cuando ven una frase de veintisiete líneas llenas de paréntesis. Yo salgo corriendo cuando leo una frase que dice: “Giró sobre sus talones, abrió la puerta y salió”. No me interesa ese tipo de literatura. Para hacer eso ya existen otros medios. Reconozco que yo tengo una actitud místico-romántica-fetichista acerca de la figura del escritor, pero también debo decir que a mí me gusta cada vez más escribir y cada vez menos ser escritor. La figura del escritor como tertuliano, opinólogo absoluto, festivalero, mesaredondero, cada vez me cansa más. Con el tiempo me he vuelto más selectivo y puntilloso respecto a los lugares a los que tengo que ir y hago la promoción de mis libros cuando toca. No puedo pasar, no puedo hacerme el loquito porque no soy Thomas Pynchon ni Cormac McCarthy, aunque finalmente McCarthy acabó yendo al show de Oprah, así que tampoco nos confundamos. La verdad es que toda la parafernalia literaria no me interesa. Me lo paso muy bien escribiendo. Para mí el momento en que termino un libro es una especie de suspiro de alivio, pero, inmediatamente, ante el hecho consumado, siempre pienso que podría haber prolongado un rato más el proceso, porque ahí me sentía realmente bien.
– Apenas se comienza la novela se hace referencia a “muchos de los lectores de hoy”. Se les califica como “lectores electrocutados, acostumbrados a leer rápido en pequeñas pantallas”. ¿Te parece una buena idea arremeter contra quienes deben sentirse motivados a adentrarse en “La parte inventada”?
– Bueno, es una advertencia. No quiero que nadie venga después y me diga: “Oye, qué complicado tu libro, no pude leerlo”. Bueno, eso ya podía saberlo desde la primera página. Con abrir el volumen en la librería y ojearlo un poco, un lector ya sabe si es para él o no. Me parece que es un acto de sinceridad por mi parte y me parece que la escritura compleja del primer tramo del libro también es una especie de peaje. Creo que era Umberto Eco quien decía en las apostillas a “El nombre de la rosa” que toda novela tiene que ser como ir subiendo una montaña para llegar al monasterio, y que el lector debe pagar un peaje por ello. Yo considero que más bien se trata de cobrar ese peaje, no de pagarlo. Y me remito a mi propia experiencia. Cuando, con esa especie de soberbia juvenil que uno tiene, intenté leer siete veces “En busca del tiempo perdido”, antes de poder hacerlo, y cuando, finalmente, me sentí a la altura de ese libro como lector, el placer puro que me inundó fue algo que, todavía, a día de hoy, me parece sublime. Con “Moby Dick” y con dos o tres libros más llegué a experimentar lo mismo, pero no sé si es posible que vuelva alguna vez más a ese punto. Por un lado me digo que he tenido mucha suerte por haberlo vivido y, por el otro, me lamento de no tenerlo por delante. Pero volviendo a la pregunta, creo que el mundo está lleno de libros y que hay libros para todos. En la novela hay un momento en el que se dice que los lectores del “Ulises” de Joyce son siempre los mismos, y eso yo lo siento así, pero también entiendo que la crisis pasa por los best-sellers. Los best-sellers son cada vez peores. Si tú pones a Morris West o Irving Wallace al lado de Dan Brown, te das cuenta de la diferencia, y lo mismo pasa cuando comparamos “El resplandor”, de Stephen King, o “Entrevista con el vampiro”, de Anne Rice, que son obras maestras de la literatura popular, con las sagas de vampiros de ahora. No hay parangón. Éstas últimas no sólo me parece que estén mal escritas sino que están llenas de estupideces. ¿A quién se le puede ocurrir que los vampiros salgan de día y vayan al colegio secundario? ¡Por amor de Dios!. Suelo plantearme cosas de este tipo constantemente y también suelo preguntarme, por ejemplo, cuánta de la gente que leyó “Tiburón” fue después a “Moby Dick” para seguir la estela de los monstruos marinos. Lo realmente interesante se da cuando los vasos comunicantes funcionan.
– Pese a sus advertencias y críticas, si algo es esta entrega es un gran homenaje a la lectura y a los lectores.
– Ante todo es un acto de agradecimiento. Yo me siento muy afortunado de poder hacer lo que hago y de poder seguir haciéndolo. Me siento afortunado de poder seguir comprándome libros y de no sentir la necesidad de descargarlos, algo que no me gusta absolutamente nada. Una vez un amigo me dijo que para mi cumpleaños me iba a regalar una descarga y me sonó horrible. Pero, qué es eso?, le pregunté. Para mí la experiencia del libro comienza en el momento en que me llaman de la librería para decirme que ya tienen el ejemplar que he pedido, cuando voy a buscarlo y vuelvo a casa ojeándolo. Y también cuando acabó comprando un libro que no tenía previsto adquirir. Todo eso no se da con el libro electrónico. Ahí se pierde por completo la capacidad de sorpresa.
Los best-sellers son cada vez peores. Si tú pones a Morris West o Irving Wallace al lado de Dan Brown, te das cuenta de la diferencia, y lo mismo pasa cuando comparamos “El resplandor”, de Stephen King, o “Entrevista con el vampiro”, de Anne Rice, que son obras maestras de la literatura popular, con las sagas de vampiros de ahora. No hay parangón. Éstas últimas no sólo me parece que estén mal escritas sino que están llenas de estupideces. ¿A quién se le puede ocurrir que los vampiros salgan de día y vayan al colegio secundario? ¡Por amor de Dios!
– En un momento de “La parte inventada” se habla de la necesidad de regresar a la novela del XIX para volver a respirar otra vez y para aprender la lentitud.
– Sí. Yo creo que la lentitud es un gran placer. A veces me pregunto cómo habrá sido leer a la luz de las velas. Sé que es una idea un poco snob y quiero dejar claro que bendigo la luz eléctrica y que para nada quiero volver a aquello; aunque también es cierto que no descarto la posibilidad porque me parece que la atmósfera está tan saturada de electricidad que algo va a pasar, que no podemos seguir eternamente así. En mi libro anterior, “El fondo del cielo” decía que el mundo iba a terminar porque todos acabaríamos electrocutados… Bueno, volviendo a la novela del XIX, en ese tiempo la novela respondía a una necesidad social que ya no tiene que cumplir. En el siglo XIX había gente que se moría en la cama donde había nacido; la gran mayoría en la misma casa. Esa gente podía vivir a treinta kilómetros de Londres y no ir a Londres en toda su vida. El mundo llegaba entonces a través de las novelas. En los relatos populares de la época esto se ve claramente, ya que siempre el capítulo de acción se acompaña de otro a modo de descripción documental. El escritor tenía la obligación de crear un mundo completo porque era eso lo que se le pedía. Ahora esa función ya no es necesaria. Mi hijo tiene siete años, no fue nunca a Nueva York, pero se lo sabe todo, llega a identificar los edificios y, si te descuidas, hasta puede saber el año en que fueron construidos. Ahora, el estilo es el campo en el que debe emplearse el escritor. Yo soy un gran defensor de la escritura con estilo porque es en el único terreno donde la literatura puede vencer a todo lo demás, a esas construcciones tipo: “Giró sobre sus talones, abrió la puerta y salió”. Me parece que ahí es donde hay que dar la batalla y la talla, las dos cosas.
– Sin embargo, leemos las grandes novelas del XIX y vuelven a resultarnos apasionantes.
– Sí. Son apasionantes, pero tienen una cosa que a mí no deja de causarme cierta gracia. El XIX fue la época de las grandes novelas realistas, y para mí no hay novelas más irreales que esas. La disposición dramática de los acontecimientos, el tiempo en el que transcurren, es completamente falso. La linealidad es falsa. Es mucho más realista este libro mío, en cuanto a cómo nos movemos, pensamos y percibimos las cosas, que “Anna Karenina” o “Madame Bovary”. Para nada es mejor que esas grandes novelas; hay que decir las cosas como son, pero en cuanto a su discurrir en el tiempo… (risas) Sin embargo, ahí está “Moby Dick”, que también es del XIX y que está mucho más cerca de nosotros en ese aspecto, o “Tristram Shandy”. Incluso “Don Quijote”, sin ir más lejos, que es bastante anterior, ya tiene elementos metaficcionales, vanguardistas, recursos absolutamente modernos. Todo esto resulta muy interesante.
– Da la impresión de que todo el tiempo estamos dando vueltas al tema de la realidad y la ficción. Su novela alude a ello ya desde el título.
– Así es. Confieso que de lo más orgulloso que estoy, de todo lo que he escrito en mi vida, es del título de este libro. Puede que sea lo más cerca que voy a estar nunca de la genialidad. “La parte inventada” me parece un gran título. Pude comprobarlo, y me resulta muy cómico, cada vez que lo comentaba con mis amigos escritores. Se me quedaban mirando y su cara me lo decía todo. Salvando las distancias, cuando a mí se me ocurrió este título me pasó algo similar a lo que cuenta Paul McCartney del día que compuso “Yesterday” de un tirón. Empezó a llamar a amigos para tarareársela, porque no podía creer que esa melodía no existiese y que no fuese un clásico. Del mismo modo yo me puse a buscar en google, en los idiomas que domino, “La parte inventada”. Estaba seguro de que existiría un libro de ensayos de Thomas Mann, o algo por el estilo, con ese título. No podía entender que a nadie se le hubiese ocurrido cuando se trata, en efecto, de una de las preocupaciones centrales, no sólo de los escritores, sino también de los lectores, que siempre están preguntando acerca de lo que es de verdad y lo que es de mentira en una novela. Hay reflexiones muy atractivas, pero también actitudes demenciales respecto a esto. A mí una vez se me acercó una persona a decirme que no leía ficción porque no le gustaba que le contasen mentiras. Es una versión un poco extrema, pero hay gente que dice que lee Historia o novela histórica porque por lo menos aprende algo. En cualquier caso, sí, es una preocupación tanto de los lectores más simples como de los más sofisticados. Y también de los grandes escritores. No sé cuántos cuentos tendrá Henry James sobre el tema de lo que es o no es real.
– Y, por otro lado, la vida de cada cual está impregnada de ficción, de historias que nos contamos a nosotros mismos.
– Bueno, es que cuando recuerdas escribes. Hay una anécdota de Forster que a mí me gusta mucho. Creo que está discutiendo con Isherwood y que éste le dice que tiene que enfrentarse a los hechos. Forster le contesta que no puede porque la realidad es una habitación con cuatro paredes y que él es capaz de ver una, las otras dos por el rabillo del ojo y la de atrás para nada. La verdad es que uno siempre está viendo partes y con esas partes intenta hacer su construcción, su relato. Es el caso típico es el de los matrimonios. Cada miembro de la pareja tiene su versión de la vida en común y a veces es mejor no enterarse siquiera de lo que piensa el otro porque podría ser tremendo. Así pasa con todo. Cuando haces memoria, eliges y cuando eliges, inventas y cuando inventas, escribes.
– La primera parte de la novela, cuando el protagonista es el niño, es como un preludio, un preludio que al final se convierte en colofón.
– Entre mi música favorita están “Las variaciones Goldberg”, de Bach, que uso mucho para escribir. Me gusta la estructura del aria, las variaciones y la coda. Es una estructura que se repite en todos mis libros y aquí también, donde al final se vuelve sobre el niño y sobre la escena de la playa. Esto se corresponde también con dos experiencias muy poderosas que yo tuve de niño: cuando escuché por primera vez la canción “A day in the life” de los Beatles, con ese sonido, esas tres partes, ese crescendo orquestal, y cuando vi “2001, una odisea espacial”, que está también armada en tres secciones.
– El juego también es muy importante en la novela. Es una obra muy experimental, en la que unas historias se van metiendo dentro de otras.
– Yo no creo que sea experimental sino muy realista, porque es así se organiza la vida. A mí “Rayuela”, por ejemplo, me parece una obra más extrema. Yo no te diría que este libro lo leyeras en el orden que quisieras. Hay un orden pensado que no debería ser alterado. William Burroughs señalaba que “se llama a algo experimental cuando el experimento salió mal”. Así que yo trato de no sentirme experimental.
– Hay algo de psicoanálisis en la manera de acercarse, de bucear, en las motivaciones de ese niño que acabará siendo escritor y que debe enfrentarse a la separación de sus padres, que ya se hace patente mientras los tres están en la playa: el niño jugando y pensando en otras cosas para no asumir lo que está a punto de suceder; los adultos leyendo cada uno un ejemplar de la misma novela, “Suave es la noche”, de Fitzgerald, que tanto refleja la situación que viven…
– Bueno, yo nunca me he psicoanalizado, aunque mi madre es psicoanalista. Sí he leído los libros de Freud, no los teóricos, pero sí los de casos clínicos, que como literatura son muy buenos. “El hombre de los lobos”, “El hombre de las ratas”, “El caso Dora”… Todo eso me parece muy bueno. Para nada estoy de acuerdo con Nabokov, que detestaba el psicoanálisis, lo situaba en el terreno de las supersticiones y decía que no entendía cómo la gente quería solucionar sus problemas cotidianos con reescrituras de los mitos griegos. Para él lo de Edipo y demás, no tenía ningún valor. Yo sí se lo concedo y creo que el psicoanálisis no podría existir sin la novela, sin la ficción. Pero no partí de ahí. Mi madre está leyendo el libro ahora, cosa que no hizo mientras lo escribía, y me imagino que se está cuestionando todo esto. Pero yo no hago una lectura psicoanalítica. Mi preocupación es estrictamente literaria. Lo que me interesa es que la trama se organice bien.
– Últimamente me estoy encontrando con muchas novelas que parten de la biografía del escritor sin disimulo. Novelas que hablan del proceso de creación, de la lectura, y que transmiten la idea de la literatura como una experiencia transformadora, consoladora.
– Bueno, en el “Quijote” se trata de una experiencia enloquecedora, pero también se refleja la cordura absoluta, la iluminación definitiva que llega después de la locura. Yo aquí vuelvo a decir lo del principio. En mi caso la literatura estaba ahí, desde los comienzos. Hay muchos escritores que indagan en ello desde una actitud casi programática, casi ensayística, pero en mi caso es lo que he pensado siempre, lo que he ido desarrollando con un mayor nivel de sofisticación, de complejidad, a lo largo del tiempo.
Nabokov detestaba el psicoanálisis, lo situaba en el terreno de las supersticiones y decía que no entendía cómo la gente quería solucionar sus problemas cotidianos con reescrituras de los mitos griegos. Para él lo de Edipo y demás, no tenía ningún valor. Yo sí se lo concedo y creo que el psicoanálisis no podría existir sin la novela, sin la ficción.
– Pero hay mucha teoría literaria, muchas lecciones sobre literatura en esta novela.
– Sí, mejor dicho, sobre la lectura. A mí me han invitado muchas veces a dar talleres de escritura y siempre he dicho que lo que yo puedo es dar orientaciones sobre cómo leer. No sólo no puedo enseñar a escribir; mentiría si únicamente dijera esto, sino que no quiero. Primero, no soy nadie para enseñar, y luego no quiero tener que leer manuscritos de desconocidos, muchos de los cuales, además, creen que son genios. El mundo de los talleres literarios es un mundo bastante extraño. Lo que sí me parece útil, repito, es adoptar el papel de orientador de lecturas, como cuando vas al homeópata por primera vez y te hace un interrogatorio larguísimo. Yo creo que me puedo sentar con alguien y preguntarle qué es lo que le gusta o cómo le gustaría escribir y a partir de ahí darle los ingredientes necesarios y hacerle unos glóbulos para que se los ponga debajo de la lengua tres veces al día, pero de ahí a decirle cómo escribir, eso ya son palabras mayores.
– ¿No es “La parte inventada” una novela para escritores, para aprendices de escritor y, sobre todo, para lectores adictos?
– Sí, seguramente. Sé que hay mucha gente a la que no le va a gustar y también sé que hay otra mucha a la que le resultará complicada por la gran cantidad de referencias que tiene, referencias que si no conoce le van a llevar a sentirse excluida.
– Bueno, eso no es necesariamente negativo, también puede ser un incentivo, una puerta para llegar a otras lecturas.
– Yo siempre he entendido así la lectura y he llegado a unos libros a través de otros. Pero no sé si ahora la gente está dispuesta a eso. Cada vez se tiende más a lo fácil, a ser llevados de la mano, a acceder a la información a través de links, cuanto más cortitos mejor. Y, aunque eso puede producir la sensación de que se está eligiendo, de que se puede tener el universo al alcance de la mano sin dificultad alguna, en realidad es engañoso. Pero, bueno, llegados a este punto, puedo decir que cuando yo intenté leer “Cincuenta sombras de Grey”, fracasé. Y mira que me interesaba, casi por una actitud perversa. Así como hice con los tres primeros libros de “Harry Potter”, o con Dan Brown, quise probar con éste, pero no pude y no creo que a la autora le preocupe en absoluto. Por eso me parece bien que alguien fracase con “La parte inventada”. Me parece lícito, justo.
– Leemos para comprender, para comprender lo incomprensible, aquello a lo que no se puede llegar de otra manera. Se dice en cierto momento de la novela.
– Sí. Siempre es así. Lo vemos también en el siglo XIX, que fue el gran momento de la novela. Yo estoy seguro de que entonces se leía muchísimo a Jane Austen, de la que no había conciencia de que era un clásico, porque las jovencitas de la época querían entender qué estaba pasando con el Darsy de turno y los Darsy de entonces querían saber cómo tenía que comportarse con esas jovencitas. Todo eso lo aprendían en obras como “Orgullo y prejuicio”. Los grandes libros son siempre manuales de instrucciones y muchas veces nos conducen a situaciones y experiencias que nunca vamos a poder conocer de otro modo. Yo, a mis 50 años, sé que es muy difícil que llegue a embarcarme en un ballenero para cazar una ballena blanca, pero puedo vivir esa aventura a través de un libro. Imposible una manera más placentera, y económica incluso, de hacerlo.
– ¿Qué tipo de lector eres?
– Como lector, y como escritor también, soy muy entusiasta. Si tuviera que poner un texto en mi lápida, tras mi nombre y las fechas del nacimiento y de la muerte, simplemente sería: “Fue entusiasta”. Creo que con eso estaría todo dicho. Ni siquiera pondría escritor.
Yo estoy seguro de que en el siglo XIX se leía muchísimo a Jane Austen, de la que no había conciencia de que era un clásico, porque las jovencitas de la época querían entender qué estaba pasando con el Darsy de turno y los Darsy de entonces querían saber cómo tenía que comportarse con esas jovencitas. Todo eso lo aprendían en obras como “Orgullo y prejuicio”. Los grandes libros son siempre manuales de instrucciones y muchas veces nos conducen a situaciones y experiencias que nunca vamos a poder conocer de otro modo.
– ¿Te ha llegado el tiempo de la relectura o sigues encontrando novedades que te sorprenden?
– Sigo encontrando cosas nuevas, pero también estoy entrando en esa edad de la relectura placentera. Casi siempre es gratificante, pero en ocasiones también puedes encontrarte con libros que fueron fundamentales en tu adolescencia y que ahora te parecen horripilantes. Me pasó con Hermann Hesse, hace un par de años. Allí vi claro que es el caso típico de escritor para una determinada edad. Cuando se vuelve atrás pueden pasar cosas curiosas. El norteamericano Donald Barthelme, por ejemplo, me pareció puro ingenio, pura gracia, pura vanguardia, cuando lo leí por primera vez, mientras que con el tiempo me he dado cuenta de que todo eso seguía ahí, pero imbuido de una tristeza tremenda, de una gran melancolía. Kurt Vonnegut es otro de esos escritores que cuando empiezas a leerlo te parece zumbón y gracioso, hasta que de repente empiezas a ver que es muy oscuro.
– ¿Eso te resulta atrayente?
– Los escritores que más me gustan son aquellos que en un primer momento, al entrar en sus libros, te producen una cierta extrañeza, incluso rechazo, hasta que todo hace clic y cambia por completo esa percepción. Me sucede con las novelas de Iris Murdoch, que empiezan casi siempre con toda esa gente hablando y te hacen sentir un poco perdido, hasta que percibes que ya te has metido dentro. Me pasa con Murakami también. Murakami es de esos escritores que te cuentan las historias más absurdas, y hasta tontas, pero en un momento dado no te cabe la posibilidad de que las cosas no sean de ese modo. De todas maneras, cuando en sus novelas aparecen demasiados gatos que hablan ya me empieza a fastidiar un poco. Por eso me ha gustado la última, “Los años de peregrinación del chico sin color”, porque ahí está el Murakami que más me gusta, el del término medio, el no tan mágico. Pero pasa lo mismo con Bellow; con Vonnegut, al que citaba antes; con Proust, por supuesto; casi siempre con los grandes clásicos.
– Para mí una de las partes más interesantes de la novela es la de la desaparición del escritor. Ahí se juega con la idea de Bartleby y resulta inevitable pensar en Salinger.
– Salinger es un caso único. Cuando yo no era más que un lector que quería ser escritor y que todavía no había publicado, estaba enojado con él porque no podía creer que no estuviera a mi disposición y no siguiera publicando. Yo quería leer más libros suyos y, a medida que pasaba el tiempo, lo admiraba cada vez más. Luego está el caso de Nabokov, que también me atrae mucho porque es como una especie de exiliado constante de su cultura, de su idioma, que termina viviendo en un hotel. Realmente es admirable este hombre: un escritor excéntrico que se volvió céntrico gracias a “Lolita”, un libro completamente excéntrico, y que, siendo autor de ese libro, que se convirtió de inmediato en clásico contemporáneo y que lo ubicó a él en la centralidad de la literatura, se volvió más excéntrico que nunca y escribió “Pálido fuego” y “Ada y el ardor”. Fueron gestos completamente radicales sobre su propia obra, como si dijese: “Yo iba a hacer esto, aunque no tuviese éxito, y no tengo por qué cambiar porque lo haya tenido”. Tanto Salinger como Nabokov son para mí ejemplos a seguir, pero imposibles de alcanzar.
– Todos los escritores, como decía Roberto Bolaño, son en cierto modo exiliados. Esta idea también aparece en tu novela.
– Bueno, no sé si son exactamente exiliados, pero pasan buena parte de sus vidas en otro lugar. Tienen como una especie de residencia de verano en una parte de sus cabezas. Yo suelo decir que los escritores tienen como mínimo cuatro vidas: la vida de lo que leen, que es una parte muy importante; la vida de lo que escriben; la vida íntima, familiar y de amigos, y, luego, esa cuarta vida, que es la percepción pública que se tiene de ellos o que intentan dar ellos de sí mismos.
– Salinger, y volvemos a lo de antes, renunció a esa cuarta vida y eso contribuyó a forjar una de las grandes leyendas de la literatura contemporánea.
– Bueno, no hay nada más peligroso que convertirse en un personaje de uno mismo. Eso es algo que siempre sostengo y por lo que también aparece tanto Fitzgerald en “La parte inventada”. Hemingway, Kerouac, Fitzgerald, Truman Capote. Todos, de una manera u otra, son ejemplos de esa tendencia. Hay que saber mantener bien compartimentadas, bien cerradas con llaves, ciertas puertas cuando se abren otras, porque si se pasa corriendo de un cuarto a otro puede haber problemas y la cosa casi siempre termina muy mal. En cuanto a Salinger y su leyenda, yo creo que se ha magnificado. Se habla de Salinger el ermitaño, cuando la verdad es que él dejó de publicar, pero tenía una vida absolutamente normal donde vivía. Iba a las fiestas, animaba actos infantiles, pasaba películas, todo el mundo lo conocía. No es que estuviese a cuatro metros bajo tierra en un búnker, para nada. Se retiró como escritor y eso es perfectamente respetable. Yo creo que lo que le pasó es que tuvo la sensación de que las cosas se le podían escapar de las manos, de que le iban a volver loco; de hecho hubo quien, al parecer, tras leer “El guardián entre el centeno”, se volvió loco y salió a matar a John Lennon. Salinger se retiró, pero siguió escribiendo. La suya también fue una decisión muy fácil de tomar cuando, según creo, a la fecha de su muerte ganaba un millón y medio de dólares al año en derechos de autor, sin hacer nada.
– ¿Rodrigo Fresán deja la zona de aventura, de riesgo, para los libros?
– Sí. A mí las vidas aventureras, tan ocurrentes, de algunos escritores, me gusta leerlas, pero no emularlas. Yo aspiro a tener una vida absolutamente aburrida. Aspiro a que nadie tenga que escribir una biografía mía. Me parece que el estadio donde juega un escritor es en los libros, y que eso es lo mejor que le puede ocurrir. Me molesta mucho que se celebren las fechas del nacimiento o de la muerte de los escritores en vez de las fechas de publicación de sus libros. Eso se hace muy pocas veces, con libros emblemáticos como “Cien años de soledad” o “Rayuela”, pero no es lo habitual. El escritor es eso y, además, el libro es el lugar donde el escritor se muestra como quiere y donde ofrece lo mejor de sí mismo. A mí hasta me ponen nervioso las fotos en las solapas o en las contraportadas de los libros. Creo que es algo que no hace falta, salvo que tengas la cara de Beckett, que es la gran cara de escritor de toda la historia de la humanidad. En el caso de Beckett está justificado.
Yo creo que la leyenda de Salinger se ha magnificado. Se habla de Salinger el ermitaño, cuando la verdad es que él dejó de publicar, pero tenía una vida absolutamente normal donde vivía. Iba a las fiestas, animaba actos infantiles, pasaba películas, todo el mundo lo conocía. No es que estuviese a cuatro metros bajo tierra en un búnker, para nada. Se retiró como escritor y eso es perfectamente respetable. Yo creo que lo que le pasó es que tuvo la sensación de que las cosas se le podían escapar de las manos, de que le iban a volver loco.
– El protagonista de “La parte inventada” se plantea dejar de escribir para poder seguir leyendo. ¿Qué harías si tuvieras que optar, también elegirías leer?
– Sí. Yo creo que sí.
– Bueno, en realidad, el escritor tiene mucho que ver contigo, ¿no?
– Podríamos decir que es una versión extrema mía. Yo tenía dos parámetros a la hora de armar al protagonista. Uno era rendir un homenaje a esos personajes catastróficos de la literatura contemporánea judeo-norteamericana, personajes que iban centrifugándolo todo a su alrededor, destruyéndolo todo. Y el otro, ya casi a la manera del actor’s-studio, consistía en imaginar cómo hubiera sido yo, por ejemplo, si no me hubiera casado, si no hubiera tenido un hijo, si no hubiera tenido un anclaje emocional fuera de la literatura y fuera de los libro. Me preguntaba si habría sido como una especie de Quijote moderno, viviendo por y para la literatura, si me habría convertido en otro caballero de la triste figura. Ahí nació mi personaje, un escritor que se quedó en su infancia, en el lugar más aniñado de todos, queriendo dominar a todos sus personajes; un hombre capaz de llevar los asuntos de la literatura a extremos que, en mi opinión, no son necesarios.
– En la novela se plantea la pregunta de si existe el genoma de la ficción. ¿Crees que existe?
– Sí. Yo creo que existe el genoma de la ficción y que lo tenemos todos. Creo que todos somos escritores; que todos alguna vez quisimos serlo, al menos durante cinco minutos. Cuando tú eras niña y te contaban una historia y se acababa, seguro que inmediatamente te ponías a pensar en cómo seguiría, en qué le podría acabar pasando al malo. La práctica de la literatura, a diferencia de otras disciplinas artísticas, si hemos tenido más o menos suerte en la vida, nos permite, a los cinco o seis años, tener a nuestra disposición todas las herramientas para escribir un libro, mientras que el arquitecto, el pintor, el músico, necesitan unos conocimientos añadidos, sofisticados y muchas veces caros. Yo siempre digo que debe ser tremendo tener vocación de director de cine porque necesitas a tu alrededor una cantidad de ayudas y de apoyos que en la literatura no se requieren. Bueno, has de tener un editor finalmente, pero se puede escribir una obra maestra y mantenerla guardada; tarde o temprano las obras maestras siempre se encuentran, a no ser que se destruyan. Lo que pasa es que muchísima gente, en un momento dado, se da cuenta de que, aunque se sepa leer y escribir, el ejercicio de la ficción no es tan fácil, como tampoco lo es leer. Yo siempre que me encuentro con un neurólogo, con alguien que estudia el cerebro, le pido que, por favor, intente explicarme cuál es el proceso químico o fisiológico por el cual treinta manchitas negras sobre un papel se te meten por los ojos, llegan al cerebro y ya ahí te producen todas esas experiencias y sensaciones. Siempre se anda buscando las zonas del cerebro donde se instala la culpa, la sexualidad, el sentimiento religioso, pero nunca se encuentra la parte de la ficción. ¿Dónde está eso, cómo es eso? Incluso los que no son escritores o nunca quisieron hacerlo, en algún momento perciben destellos de esa parte; por ejemplo, a la hora de excusarse para no ir a algún lado, cuando le mienten a alguien o en casos puntuales. Hace unos días, sin ir más lejos, cuando venía en el tren, por los altavoces se oyó una voz que decía: “se recuerda a todos los pasajeros que está terminantemente prohibido fumar en este tren, especialmente en el baño del coche ocho”. Yo saqué la libreta y lo anoté. Me pareció perfecto.
– ¿Vas tomando notas todo el rato de lo que te llama la atención?
– Sí. Suelo hacerlo. Pero esto me pareció formidable. Quien lo dijo, una voz masculina, en ese momento me pareció un genio.
– Cuando en la novela se cuestiona la crisis de la novela, la crisis de la literatura, la falta de lectores, se plantea que puede llegar un momento en el que se escriban novelas por encargo para un solo destinatario que sea capaz de pagar un precio muy alto.
– Sí, la idea de comprar un artículo de lujo de un escritor para consumo propio. Es lo mismo que pasaba con los compositores en el siglo XVIII. Mozart y Beethoven escribieron muchas obras por encargo de la nobleza. “Las variaciones Goldberg” surgieron del encargo de un noble que no podía dormir y que pidió a Bach que le compusiese algo para conciliar el sueño. Es una idea muy atractiva, siempre y cuando consigas un noble que te mantenga, claro. (risas).
– En el tramo final de la novela está la conferencia que da el escritor y que es una crítica encendida al panorama actual: a la comodidad del lector, a la búsqueda de lo fácil y breve, a las redes sociales, en las que los autores se han convertido en “expertos cortesanos y conspiradores”. Pero, ¿es posible ser escritor hoy y mantenerse al margen de las redes?
– Bueno, la conferencia es una crítica encendida contra el panorama actual, sí, pero lo más perverso es que son los artífices de ese panorama quienes le encargan la conferencia al escritor y quienes le contratan para que la imparta. En cuanto a Internet y las redes sociales, es posible quedarse fuera. Yo no tengo nada, ni siquiera llevo el blog que se nutre de mis artículos. Mantenerse al margen es conveniente, porque lo contrario es como tener a todos los lectores dentro de tu casa. Te conviertes más que en un escritor en un lectorizador y, además, puede resultar bastante tóxico. Siempre pongo un caso que, además, sale en el libro. En los supuestos blogs literarios las entradas elogiosas apenas reclaman la atención de los lectores, pero cuando se defenestra a alguien conocido, público, los comentarios se multiplican, salen 400 personas con múltiples anónimos, como hienas y buitres, a regocijarse y a revolverse en la carnicería. Lo que esa gente no sabe es que muchas veces el destinatario ni se entera. Yo no comparto la idea de la supuesta democratización, la apología de la libre expresión en Internet. A mí me parece que hay gente que, no es que no deba expresarse, sino que no tiene nada que expresar, salvo una cantidad de cuestiones bastante oscuras, de catarsis, de fluidos espesos y negros. Yo pienso que tal vez esa gente que se descarga ahí luego no traslada esa agresividad a su entorno cercano. Tal vez eso sea positivo y haga que desciendan los índices de criminalidad y de psicosis violentas, pero también puede suceder que las estimule. No sé.
En los supuestos blogs literarios las entradas elogiosas apenas reclaman la atención de los lectores, pero cuando se defenestra a alguien conocido, público, los comentarios se multiplican, salen 400 personas con múltiples anónimos, como hienas y buitres, a regocijarse y a revolverse en la carnicería. Lo que esa gente no sabe es que muchas veces el destinatario ni se entera.
– Se está dibujando un nuevo panorama, aunque no sepamos muy bien qué dirección tomará.
– Bueno, por suerte, yo podré seguir en la resaca del panorama en el que crecí. No creo que pueda llegar a ver cambios radicales, aunque nunca se sabe. Tal vez mañana todo se derrumba, nada funciona, ni siquiera las imprentas, y nos vemos todos, de nuevo, leyendo pergaminos a la luz de las velas.
– Lo que está claro es que el concepto de éxito ha cambiado. Al escritor se le pide, cada vez más, que sea una figura mediática.
– Sí. Yo creo que quien lo supo ver todo, y murió en el momento justo en que el mundo empezaba a parecerse peligrosamente a su originalidad, fue Andy Warhol. Lo vio todo, incluso como actitud. Los reality shows, la idea de la fama para todos, aunque sea sólo durante quince minutos… Todo eso que él activó, ahora se está llevando al mundo real. A mí me interesa mucho Warhol como artista, pero como signo de los tiempos no me parece muy saludable.
• Las fotografías las firma Nacho Goberna.
• “La parte inventada”, de Rodrigo Fresán, ha sido publicada en el sello Literatura Random House.