Por Óscar Carrascosa © 2014 / Hace mucho tiempo solía anotar, en las páginas iniciales de los libros, la fecha en la que comenzaba a leerlos. Abandoné la costumbre cuando, con el paso de los años, concluí que la vida debe estar alejada de hábitos contables y entregada a la somnolienta nebulosa del recuerdo, siempre indulgente. Compruebo por mi antiguo proceder que las obras completas de Wilde que tradujo Julio Gómez de la Serna para Aguilar llegaron a mis manos en 1993. Compré este ejemplar tras varias incursiones anteriores en la prosa wildeana, por lo que supongo que comencé a leer al autor entre los catorce y quince años, tal vez antes, en realidad con las adaptaciones infantiles de algunos de sus cuentos, que conocí en lecturas precoces y cuya impronta aún conservo en la memoria. Mientras escribo estas líneas, otras ediciones se amontonan sobre mi mesa. Especialmente reseñable es la recentísima Óscar Wilde en prisión, editada por Confluencias y traducida por Andrés Arenas y Enrique Girón, con un exquisito prólogo de Alfredo Taján.
Catalogado el volumen de Obras Completas como libros que deben ser releídos, con imaginarias marcas presentes en tantos anaqueles, las variopintas circunstancias de la vida no siempre permiten que se vuelva a ellos con la frecuencia deseada. Pero sí al menos lo suficiente como para haber redescubierto a varios Oscar Wilde, ese hallazgo regalado por la relectura. Así he podido enfrentarme en diversos momentos al Wilde más brillante, esa efigie de Wilde en cuyo reverso áureo aparece la palabra Arte y, no podía ser de otra manera, al Wilde profundamente trágico sobre el que nos advirtió Borges, señalando la veracidad de sus múltiples paradojas.
El rayo de luna sobre Salomé, en la oscuridad de la escena, ilumina la voz de quien en segundos morirá por indicación de Herodes: “He besado tu boca, Yokanaán, he besado tu boca. Había un sabor acre en tus labios. ¿Era el sabor de la sangre?… Quizá era el del amor”. Es una de las escenas del imaginario decadente que han estado presentes en mi memoria durante todos estos años en los que me he alejado de Wilde y en los que he vuelto a él. Las dos artes supremas son “la vida y la literatura”, escribió en un recomendable diálogo, sólo unas páginas después de aquello de “En literatura, el egoísmo puro es delicioso”. El arte por el arte y la vida por la vida: Oscar Wilde es un vitalista acongojado por el abismo, es un expósito del destierro paradisíaco de su adorable Milton. El Yo como obra de arte no es más que una huida donde estética, brillantez y tragedia se aúnan. El yo es un refugio, la belleza también lo es y la fusión de ambos levanta su torre de marfil edificada en el borde del precipicio. Cuando pierde su eficiencia, Wilde, desprovisto de amparo, escribe de manera descarnada: “He puesto el genio en mi vida, y solo el talento en la literatura”.
Las variopintas circunstancias de la vida me han permitido redescubrir a varios Oscar Wilde, ese hallazgo regalado por la relectura. Así he podido enfrentarme en diversos momentos al Wilde más brillante, esa efigie de Wilde en cuyo reverso áureo aparece la palabra Arte y, no podía ser de otra manera, al Wilde profundamente trágico sobre el que nos advirtió Borges, señalando la veracidad de sus múltiples paradojas.
Una sola frase puede bastar para contemplar muchos recovecos de la literatura y la personalidad, y una recopilación de aforismos que merece ser citada la hallamos en Oscariana, publicado por Hermida Editores y prologado por Luis Antonio de Villena. Así, por ejemplo, el aforismo quinto de las Frases y filosofías para uso de los jóvenes publicado en la revista The Chamaleon en 1894 expresa: “Nada de lo que actualmente sucede tiene la menor importancia”. En estas palabras se aúnan la frivolidad como escape del dolor finisecular, la esencia antimoderna de los fundadores de la Modernidad (siguiendo a Nietzsche a partir de la relectura de Antoine Compagnon), y una llamada de auxilio hacia sí mismo como artista: sus lamentos por haberse desoído los plasmará en las cartas escritas desde la prisión. Porque si “amarse a sí mismo es el comienzo de un idilio de larga duración” Wilde se abandonó, cesó de amar su soledad, dejó de levantar el templo estético que cimentó para rendirse culto a sí mismo, abandonó las liturgias inmanentes al creador, para luego comprender que fue éste su error último. De todo ello hizo memoria en Reading, con la desesperanzadora visión de no volver a reencontrarse en esa Torre del Hambre inglesa, ni después de ella. Como esgrime A. Taján en su prólogo a la edición antes citada, el prestigio recobrado por obras como La balada de la cárcel de Reading poseen carácter póstumo, se trata “de la obra de un hombre cuyo legado pertenecía al pasado”.
En Reading dictaminó devorar su propio futuro y así devorarse a sí mismo. Un revenant como trasunto de lo que fue es el único reflejo que obtuvo de su cronología (“Y leo a Dante, hago extractos y anotaciones, por el gusto de utilizar la pluma y la tinta”). La soledad productiva, la que no respetaron quienes pululaban a su alrededor, le permitió entonces observar el mundo tal como era en vez de tal como él lo construyó palabra tras palabra: “Son los seres de fuera los que están engañados por las ilusiones de una vida en movimiento constante. Giran con la vida y coadyuvan a la irrealidad. Nosotros, los que estamos inmóviles, vemos y comprendemos”. Es el Wilde ultrajado que descubre que no hay dolor más profundo que el infligido por quien sentía cercano a él, que el llevado a cabo por la persona a la que había abierto las puertas de su frágil refugio de belleza y egolatría: “Me censuro por haber permitido que una amistad no intelectual, una amistad cuyo primordial objetivo no fue la creación y la contemplación de bellas cosas, dominase por completo mi vida”. En la tragedia de las circunstancias confluye la del alma, acallada innumerables noches en el rojo de tantos manteles parisinos. Todas las frivolidades no eran más que augurios de lo fatal. El príncipe ajado contempló a sus pies el pájaro muerto del destino.
La soledad productiva, la que no respetaron quienes pululaban a su alrededor, permitió entonces a Wilde observar el mundo tal como era en vez de tal como él lo construyó palabra tras palabra: “Son los seres de fuera los que están engañados por las ilusiones de una vida en movimiento constante. Giran con la vida y coadyuvan a la irrealidad. Nosotros, los que estamos inmóviles, vemos y comprendemos”, escribió el hombre ultrajado al descubrir que no hay dolor más profundo que el infligido por quien sentía cercano a él, que el llevado a cabo por la persona a la que había abierto las puertas de su frágil refugio de belleza y egolatría.
Al margen de la tragedia finisecular, sobre la que se dibujaron mis primeros caminos de reflexión y producción literaria, releer a Wilde siempre me ha supuesto volver a todas las aristas de la literatura. Recuerdo la temprana lectura de un opúsculo cuyo título se ha traducido como “Hay que leer o no leer”, en el que clasificaba los libros en tres grupos: libros que hay que leer, aquéllos que hay que releer y, el más importante de todos, los volúmenes que no hay que leer nunca. Partiendo de su afirmación de que la literatura es cuestión de temperamento y no de enseñanza, las recomendaciones de los libros que no deben ser leídos las defendía como especialmente admirables. Había enterrado en mi memoria esta cándida provocación, pero no puedo negar que durante mis años dedicados a la enseñanza de la Literatura he comprobado cómo en alguna ocasión estas palabras han salido de mi boca. Volviendo a Wilde recuerdo de donde vinieron. Volviendo a Wilde me recuerdo. Me divierte contraponer sus frases con las invectivas contramodernistas de finales del XIX y principios del XX. Con agrado (sobre todo por el bajo precio por el que adquirí el volumen) abro entre mis manos la Catilinaria contramodernista publicada en Tipográfica Zambrana en 1920 por Carlos Valverde López, a quien se le había encargado el homenaje nacional a Zorrilla, y entre otros versos, leo: “¿Queréis saber lo que es un modernista?/ Es un tonto, que de hombre tiene traza;/ un soberbio, que en todo mete baza; /un jockey, que se sale de la pista, /un infeliz, con humos de anarquista;/ (…)”. El uso del sustantivo jockey me pareció tan wildeano… que volví a sus páginas. Evidentemente, un sujeto es brillante, o no será…
La reflexión con la que introducía el artículo sobre la lectura parece haber sido escrita esta misma mañana en vez de a finales del siglo XIX: “Realmente, es una de las necesidades que se dejan sentir, sobre todo en este siglo en que vivimos, en un siglo en que se lee tanto, que ya no tiene tiempo uno de admirar, y en que se escribe tanto, que ya no tiene uno tiempo que pensar”. Releyendo a Wilde he descubierto que mi indiferencia ante los escritos efímeros tan encumbrados hoy en día no es producto de una reflexión madura, sino, también y como en tantas otras ocasiones, un olvidado recuerdo de lejanas lecturas que dejaron en mí un legado que, aunque la vanidad pretende olvidar, los volúmenes que habitan mi casa me lo impiden en las sobremesas de lecturas azarosas. Volver a Wilde es volver a mí en todas las ocasiones en las que he leído a Wilde. Sus páginas me dicen que la relectura es un ejercicio de reencuentro del lector consigo mismo.
Releyendo a Wilde he descubierto que mi indiferencia ante los escritos efímeros tan encumbrados hoy en día no es producto de una reflexión madura, sino, también y como en tantas otras ocasiones, un olvidado recuerdo de lejanas lecturas que dejaron en mí un legado que, aunque la vanidad pretende olvidar, los volúmenes que habitan mi casa me lo impiden en las sobremesas de lecturas azarosas. Volver a Wilde es volver a mí en todas las ocasiones en las que he leído a Wilde. Sus páginas me dicen que la relectura es un ejercicio de reencuentro del lector consigo mismo.
Me atrevo a realizar estas y otras reflexiones subjetivas tras releer que la obra de arte sirve al crítico para sugerirle otra obra nueva, personal, tal vez diferente a la que ha suscitado sus palabras (El crítico artista). Pero la materia de la que están hechos los cánones, como agujeros negros del universo estético, además de atracción suponen la condena a la nada. Mientras más se leen los libros que hay que releer más angustiosa es la escritura. Y Wilde nos recordó que “ningún crimen es vulgar, pero toda vulgaridad es un crimen”. Releo. Vuelvo a mí. Los caminos del reencuentro íntimo están trazados con tinta impresa en papeles que amarillean.
FIRMAS SUMERGIDAS | OSCAR CARRASCOSA
J. Óscar Carrascosa es investigador, profesor y escritor. Ha sido reconocido con diversos galardones, entre ellos el Premio Extraordinario de Doctorado o el Premio de Investigaciones Históricas Vázquez Clavel. Es autor de varias monografías y ensayos (La utopía de la eternidad, Spicum, 2006), además de cerca de cien títulos entre artículos de revistas (Litoral, Cuadernos Hispanoamericanos…), ediciones literarias (Cuentos completos de M. de Unamuno, Páginas de Espuma, 2011), catálogos de arte (Cristino de Vera: a zaga de tu huella) y capítulos de libros. Desarrolla una intensa labor de gestión cultural en diferentes ámbitos.