Lobo Antunes, el hombre que no se sienta en el hielo

Por Emma Rodríguez© 2014 / Cuando António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) participó en la guerra de Angola se dedicaba a enviar cartas, cartas en las que hablaba de muchas cosas y que nacían de su necesidad de comunicar que estaba vivo. Para el escritor portugués las novelas que escribe también parten de ese deseo. Lo que hace es ponerse junto al lector y decirle: “estoy aquí, contigo, delante de este misterio que no comprendemos, un misterio que nos sobrepasa y que, como decía Lorca, nos hace vivir”. Así me lo contaba en una conversación que mantuvimos con motivo de la publicación de “El archipiélago del insomnio”. Ahora, unos cuantos años después y unos cuantos títulos por medio, regresa a las librerías españolas con “Sobre los ríos que van” (Random House), una novela que enlaza con aquella en la pervivencia de la memoria, en los rumores de un pasado que no acaba de desaparecer, que se torna presente mientras exista alguien que siga atesorando sus recuerdos.

Apenas inicié el nuevo recorrido fui consciente de que las atmósferas del viejo caserón de ese “archipiélago”, un caserón lleno de marcos de fotografías, pero vacío ya de las voces, los gestos, las palabras de quienes lo habitaron, seguían en mí con la fuerza de esa literatura que se posa en el fondo, con un suave e imperceptible aleteo, hasta acabar convirtiéndose en una especie de raíz fértil. António Lobo Antunes ha vuelto a las estancias familiares de su infancia, a su infancia de pueblo, pero esta vez a partir de una circunstancia excepcional, su internamiento en un hospital, donde fue operado de cáncer hace ya algún tiempo, y donde percibió la cercanía de la muerte.

Da la impresión de que afrontar literariamente ese momento, de que buscar el lenguaje capaz de expresar sus emociones extremas, era algo esencial para este hombre que ejerció la psiquiatría antes de dedicarse por entero a las letras y que se ha convertido en un explorador de esas pulsiones y afectos que nos definen y hermanan en el amplio recorrido de la humanidad, esos sentimientos que permanecen inmutables y que nos hacen sentir que no hemos cambiado nada mientras a nuestro alrededor, fuera de la esencia, los planetas han seguido girando y se han forjado sociedades cada vez más complejas, evolucionadas, altamente tecnológicas. “Pero seguimos preguntándonos por el sentido de la vida y sintiéndonos estupefactos ante la muerte”, recurro a otra frase del escritor, a otro encuentro a raíz de la edición de “Mi nombre es Legión”, un libro de cariz diferente, menos biográfico, más colectivo, en el que da voz a los humillados, a los débiles, a los desposeídos. Un libro en el que indaga en la violencia, una de sus obsesiones, y llega a constatar de nuevo lo solos que estamos, lo pequeños que somos, ante la inmensidad del mundo.

“Pero seguimos preguntándonos por el sentido de la vida y sintiéndonos estupefactos ante la muerte”, recurro a otra frase del escritor, a otro encuentro a raíz de la edición de “Mi nombre es Legión”, un libro de cariz diferente, menos biográfico, más colectivo, en el que da voz a los humillados, a los débiles, a los desposeídos. Un libro en el que indaga en la violencia, una de sus obsesiones, y llega a constatar de nuevo lo solos que estamos, lo pequeños que somos, ante la inmensidad del mundo.

Pero quedémonos en “Sobre los ríos que van”, dejémonos arrastrar por sus corrientes, a sabiendas de que el territorio de Lobo Antunes no es un territorio de fácil y cómodo acceso. Nadar en sus aguas es como adentrarse en el océano y sentir la extrañeza del primer momento, ese frío que nos hace tiritar y que nos impulsa a volver a la arena cálida. Pero hay que seguir avanzando, avanzando sin parar hasta el instante en que se llega a percibir la plenitud del contacto con lo profundo, el sonido de la respiración, el azul del cielo envolvente, el ritmo del movimiento, la lejanía de la orilla y de todo lo que no sean los propios latidos. Merece la pena estar ahí y quedarse un tiempo, como merece la pena llamar a la puerta de Lobo Antunes y sentir el privilegio de ser invitado a entrar.

Es cierto. Descoloca un poco a quien se acerca a ella por primera vez una obra tan extraña, inclasificable, rompedora, diferente. Es necesario acostumbrarse a la manera de mirar del escritor, a ese asomarse a la parte irracional, a lo que no puede ser ordenado ni domado. En esta nueva novela Lobo Antunes viaja hacia su centro y se muestra desnudo, sincero, humilde, solo y perdido ante el dolor, ante el miedo, a la búsqueda de esas palabras que, aún no nacidas, aún no dichas de la misma manera ni en el mismo orden nunca antes, le ayuden a entender lo que le está pasando. Como sucede en otros de sus libros, como sucedía en “El archipiélago del insomnio”, todo parece un delirio, un sueño, una alucinación, un desvarío. El hombre en el hospital es consciente de la gravedad de su situación, mira la lluvia caer tras la ventana y viaja al pasado, a la infancia, a los distintos senderos de la vida recorrida. Cuántos destinos, cuántas identidades, cuántos trayectos hasta la desembocadura, hasta llegar a percibir con lucidez lo que ha sido, lo que ha dejado de ser, aquello en lo que se ha convertido.

La enfermedad, el cáncer, es como “un erizo” que se ha metido dentro del cuerpo, como el erizo que de pequeño vio en el árbol. El mecanismo de los recuerdos se ha puesto en marcha, igual que el reloj al que se da cuerda, y todo son asociaciones, imágenes superpuestas. La vida en forma de capas, de sustratos de emociones, de sensaciones, de fragmentos. El hombre que yace en la cama, a expensas de los profesionales que le cuidan, no puede frenar el dolor, del mismo modo que el niño no pudo frenar la bicicleta aquella primera vez que su tío le enseñó a conducirla. Y el olor del pasillo es igual al de la farmacia del pueblo donde escuchaba contar historias de lobos en invierno. Y la interna que se acerca a apagar la luz de la habitación le recuerda a su madre acercándose a su puerta para hacer lo mismo.

En esta nueva novela Lobo Antunes viaja hacia su centro y se muestra desnudo, sincero, humilde, solo y perdido ante el dolor, ante el miedo, a la búsqueda de esas palabras que, aún no nacidas, aún no dichas de la misma manera ni en el mismo orden nunca antes, le ayuden a entender lo que le está pasando. Como sucede en otros de sus libros, como sucedía en “El archipiélago del insomnio”, todo parece un delirio, un sueño, una alucinación, un desvarío.

Lobo Antunes © Ángela Camila Castelo Branco

La oscuridad aparece y el hombre está solo, igual que de pequeño se quedaba solo con sus miedos. Y aparecen los abuelos, el padre, toda esa gente que fue y que sigue siendo en el fondo de su corazón, como parte de él mientras su existencia se prolongue. Todas las sensaciones vuelven, se repiten, porque somos aquello de lo que nos hemos nutrido, porque las primeras experiencias, los primeros descubrimientos, los primeros deseos, están ahí, en el pozo profundo, y emergen siempre, en situaciones similares.

“…Qué misteriosa la vida, lo bañaban en la tina de la cocina y lo incómodo de estar desnudo delante de la criada, pequeño, delgado, sumiso igual que en la enfermería pequeño, delgado, sumiso de nuevo”, subrayo este párrafo estremecedor. “Si su madre pegase la mejilla a la suya, incluso anciana, incluso ciega, la palabra hijo cobraría sentido, no la palabra enfermedad, no la palabra muerte, mientras iba caminando por los ríos sin nada que le estorbase, acompañado del pasodoble de un saxofón remoto, en dirección al mar”, elijo este otro pasaje porque dice mucho de la especial manera de narrar, de contar, de construir, del escritor. Un estilo de enorme plasticidad, no lineal, no acorde a las puntuaciones convencionales, hecho de interrogantes en busca de respuestas, de repeticiones que son como fogonazos de lucidez, a la manera de un poema. Un poema larguísimo que atrapa con la potencia de sus metáforas, de sus imágenes, y ante el que llegamos a percibir que todo cobra sentido, que de algún modo se ha obrado un pequeño milagro que nos conduce hacia un foco de luz capaz de iluminar trozos de verdad que antes éramos incapaces de percibir.

En esta ocasión el lenguaje de la poesía, de lo más íntimo, se entremezcla con el frío vocabulario del hospital: de los quirófanos, las radiografías, las sondas, el suero, las botellas de oxígeno, las pruebas, los análisis, las agujas, los diagnósticos, las terapias. Una mezcla explosiva que funciona, enfrentados todos esos términos a los de otros diccionarios, diccionarios del sentimiento, de la naturaleza: veredas, arbustos, perfume de eucaliptos, líquenes y rocas del río de la infancia… Y el escritor impone sus contrastes, sus ritmos, como quien dirige una orquesta, un todo que nos arrolla, nos envuelve y fascina.

En esta ocasión el lenguaje de la poesía, de lo más íntimo, se entremezcla con el frío vocabulario del hospital: de los quirófanos, las radiografías, las sondas, el suero, las botellas de oxígeno, las pruebas, los análisis, las agujas, los diagnósticos, las terapias. Una mezcla explosiva que funciona, enfrentados todos esos términos a los de otros diccionarios, diccionarios del sentimiento, de la naturaleza: veredas, arbustos, perfume de eucaliptos, líquenes y rocas del río de la infancia…

Caudaloso, salvaje, es el flujo de la memoria de Lobo Antunes. Y la mejor manera de seguirlo es dejarse llevar por el ritmo de las olas que se elevan y acaban siempre por caer, por esa prodigiosa melodía que asciende y desciende por escaleras paralelas, por pensamientos dispares, por una sabia combinación de pausas y de silencios. “Escribir es estructura, poner carne a un delirio”, vuelvo a recuperar una de esas charlas en las que me decía que nunca partía de certidumbres, sólo de preguntas; que muchas veces le parecía que estaba caminando por un sueño; que en ocasiones solía tener la impresión de que los libros estaban en el aire, independientemente del autor que les diese forma; que la mayor parte de las veces la escritura era un oficio de paciencia, pero que cuando encontraba la palabra exacta para expresar una emoción, un sentimiento, él, que no era hombre de lágrimas, no podía evitarlas.

Tampoco quien se acerque a sus narraciones puede evitar las lágrimas, créanme. Lágrimas en cierto modo sanadoras, refrescantes. En el caso de “Sobre los ríos…”, aún partiendo del dolor, de la enfermedad, no es la dureza de lo que se cuenta lo que más estremece y emociona. Son los momentos de belleza que se alcanzan, esa evocación de lo acaecido, nada sensiblera pese a estar teñida de dulzura y de melancolía, esos cauces de comprensión que se abren en medio de un recorrido zigzagueante que en determinados tramos se espesa y bifurca hacia senderos difíciles de descifrar. No queramos entenderlo todo, no busquemos argumentos. ¿Acaso la vida tiene un argumento fijado? ¿Acaso la memoria responde a un guión?

“Intentaba ponerle nombre a las formas y no encontraba los nombres, estaba y no estaba despierto como cuando parece que entendemos el sentido del mundo que en el instante en que lo entendemos se esfuma…”, divaga el protagonista. “… Devuélvanme los pinares, la sierra, la infancia que me he traído al hospital y me pertenece…”, emite su grito mudo. Todo sucede en su interior, un largo monólogo que sólo escuchan los difuntos, los que se han ido. Ellos son más reales que las visitas. Ellos le envían mensajes reveladores, le acompañan por los paisajes en los que aprendió a intuir lo sublime, a descubrir el deseo, la paulatina transformación de su cuerpo, el despertar del sexo. La sonrisa del joven de 16 años que fue está ahí para darle valor.

Parece que no sucede nada en la novela, pero en realidad se están desvelando muchas cosas en ese discurrir de la memoria en la que el protagonista bucea a la busca de sí mismo. “Lo entenderás cuando crezcas”, le decían en su niñez. Parece que no sucede nada, pero en esa inmersión van saliendo a flote los afectos que no se olvidan; las primeras decepciones, por ejemplo la del padre al que descubre engañando a su madre con la criada y al que nunca volverá a querer del mismo modo; los primeros abandonos, así el del tío querido, que se va a España a trabajar y del que nunca más sabrá. Y las muertes de los seres queridos que vuelven a él de nuevo, desde el otro lado, el invisible. Y el recuerdo de ese primer amor que lo abandonó y que sigue siendo importante en el trazado de su biografía, de su ser.

Lobo Antunes © Pedro Loureiro

Son los acontecimientos clave en la vida, más allá de las circunstancias de trabajos, salarios o éxitos, los que realmente tienen valor. Esos momentos capaces de iluminarlo todo. “Tantos secretos, tantos asuntos en suspenso…”,  va pensando el narrador mientras recoge los guijarros de toda una vida arrojados a la orilla. “Qué cosa imposible de entender el tiempo, una llamita aumentando y extinguiéndose…”, le escuchamos decir. “La habitación no cambió, las luces seguían iguales, los enfermeros se ocupaban de él al ritmo de costumbre con las palabras de costumbre y sin embargo la impresión de encontrarse en el centro de lo que no sabía lo que era y de lo que dependía su vida, sin nada que ver con la enfermedad y tan desdibujado por los años que no conseguía encontrarlo, la llave capaz de girar la puerta que conducía a él mismo…”, seguimos su proceso.

Alejado de modas, de listas de más vendidos, de prejuicios, António Lobo Antunes ha ido levantando su particularísimo territorio, su océano, título a título, hallazgo tras hallazgo. Es por eso que puede descender hacia esos fondos en los que anida el temor, la vergüenza, el sentimiento de indignidad, de humillación. Frente a una sociedad que da la espalda a lo que duele, que sigue adelante sin detenerse ante los que sufren, él se atreve a mirar de frente los rostros de la soledad y a atravesar con palabras el puente hacia la muerte. Puede hacerlo porque ha sido tocado con el don de la escritura y, sobre todo, porque apuesta por la vida, por la vida consciente.

Alejado de modas, de listas de más vendidos, de prejuicios, António Lobo Antunes ha ido levantando su particularísimo territorio, su océano, título a título, hallazgo tras hallazgo. Es por eso que puede descender hacia esos fondos en los que anida el temor, la vergüenza, el sentimiento de indignidad, de humillación. Frente a una sociedad que da la espalda a lo que duele, que sigue adelante sin detenerse ante los que sufren, él se atreve a mirar de frente los rostros de la soledad y a atravesar con palabras el puente hacia la muerte.

“Lo que de verdad me inquieta es la resignación. Ese momento en que uno decide parar. Mi padre murió el día en que se paró y se sentó en una silla mirando al mar. Algo dentro de él cambió. Pienso en los esquimales que se sientan en el hielo y pienso que la mayor parte de la gente está sentada en el hielo. Es gente muerta sin saberlo. ¡Qué vidas tan mal empleadas! Somos casas con muchas habitaciones, pero sólo somos capaces de vivir en dos o tres. Tenemos mucho miedo a lo que está dentro de nosotros”, recupero ahora parte de lo que me dijo el escritor en una ya lejana conversación.

¿A qué le tenía miedo él, a qué podía tener miedo un hombre que no se sentaba en el hielo?, recuerdo que le pregunté. Y me contestó que tenía miedo a su violencia interior, una violencia que no supo que existía hasta la guerra, cuando se encontró con tanta gente joven y buena, pero con una enorme capacidad de hacer daño llegado el caso. “Entonces aprendí que la maldad convive con la bondad. Aprendí a ser muy prudente a la hora de emitir juicios sobre los otros”, me dijo. Fueron palabras, apreciaciones que prendieron en mí en un momento en el que percibía que estaba rodeada de gente de hielo, aunque no era capaz de ponerle las palabras justas.

La literatura de Lobo Antunes tiene la capacidad de poner esas palabras justas, iluminadoras, como recién nacidas en sus manos que las juntan y transforman sus sentidos. Sus libros son una apuesta por la vida, sí, un intento de recorrer todas esas habitaciones de las que habla. “… Su vida llena de pasados y no sabía cuál de ellos el verdadero, memorias que se sobreponían, recuerdos contradictorios, imágenes que desconocía y que no soñaba que le perteneciesen…”, leemos en “Sobre los ríos que van”. Una novela en la que nuevamente el escritor avanza por esas estancias sin miedo a ir abriendo puertas. Detrás de esas puertas puede haber monstruos o demonios, pero también la sonrisa franca del chaval de 16 años con todo por descubrir, capaz de infundir el valor necesario para proseguir el camino, andando, avanzando hacia el momento en el que el río abra sus brazos al mar.

“Sobre los ríos que van” ha sido publicada por Random House. La traducción ha corrido a cargo de Antonio Sáez Delgado. 

Las fotos, cedidas por la editorial, las firman: Pedro Loureiro y Ángela Camila Castelo Branco, la del centro.

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