Foto cabecera por Volker Derlath /
Emma Rodríguez © 2022 /
París Berlín Nueva York, del escritor austríaco Wolfgang Hermann es un interesante e inspirador trayecto que lleva como subtítulo Transformaciones y que parte de la idea de que los lugares que habitamos influyen en nuestra vida, contribuyendo a modificar nuestra forma de ser, de mirar, de sentir, de relacionarnos. Sumergirse en sus páginas es un ejercicio de introspección, pues los caminos que va abriendo el autor, nos conducen a explorar territorios y vivencias propias.
“Soy el resultado de constantes transformaciones. En apariencia son leves, pues sigo siendo el mismo. El hecho de que mis amigos me reconozcan no es aún ninguna prueba en contra”, leemos en las páginas iniciales de esta entrega en la que las tres ciudades que le dan título adquieren un gran protagonismo, cada una con sus peculiaridades, con sus esencias. Son los espacios, los escenarios, en los que el narrador va mostrando sus distintos yoes, sus cambios, en un intento de atrapar las identidades huidizas, frágiles, que conforman su ser. Cada urbe se convierte en acicate para la reflexión sobre el paso del tiempo, sobre las edades, sobre la sensación de perderse, de huir, sobre el deseo de ser otras personas en distintos escenarios, ante lenguas, paisajes y costumbres diferentes.
Hermann (Bregenz, 1961), que cuenta con una vasta obra a sus espaldas, compuesta por novelas, libros de relatos y ensayos, aún poco traducida al castellano, se plantea la cantidad de transformaciones por las que pasa una persona. En el comienzo de este recorrido singular, íntimo, filosófico y contemplativo, que le conduce irremediablemente a la infancia, pasea por calles, plazas y parques de París mientras medita: “Los lugares por los que paso pasan a través de mí; me colman con su gravedad, con su inercia; me dan el vacío, la mudez o la locuacidad, o, en el peor de los casos, la verborrea que me deja triste. En el fondo solo hay dos preguntas: ¿qué son los lugares? y ¿quién soy yo en este, en ese, en aquel lugar?”
En “París Berlín Nueva York” Cada urbe se convierte en acicate para la reflexión sobre el paso del tiempo, sobre las edades, sobre la sensación de perderse, sobre el deseo de ser otras personas ante lenguas, paisajes y costumbres diferentes.
Las observaciones de personas que se va encontrando en distintos sitios y que reclaman su atención, las escenas cotidianas, las conversaciones, son los canales que van abriendo las aguas de la memoria, de la búsqueda y la revelación, en esta obra tan especial que, a trechos, me traslada a lecturas como El paseo de Robert Walser o Solo de August Strindberg. No sé exactamente por qué, aunque tiene que ver con ciertas atmósferas, con la autoexploración, con las rutas que se emprenden, con la visión distanciada del viajero solitario, del caminante que en realidad está intentando comprenderse mejor a sí mismo a la vez que intenta comprender el mundo, despejar un poco el bosque de las incertidumbres, las complejidades y contradicciones con las que ha de enfrentarse en el día a día.
Wolfgang Hermann, como decía antes, vuelve una y otra vez a su infancia, a su vida familiar en Austria, a través de recuerdos que actúan como fogonazos y que acuden a él en geografías ajenas. Cuando se encuentra en París con un grupo de judíos, ataviados con prendas festivas, no puede evitar recobrar sus raíces, el recuerdo de los ritos del pueblo de sus orígenes. Y sucede una y otra vez que las sombras del pasado se proyectan en el presente, en lo que él es en cada momento.

La sensación de pérdida, de inseguridad, de desasosiego y también el entusiasmo, experimentado ante la posibilidad que se inaugura con cada viaje, están muy presentes. El viaje, con sus intensidades, es el hilo conductor de un libro atravesado por las mudanzas, por los tránsitos, que dialoga con otras dos obras que conforman este número de Lecturas Sumergidas: Un malestar indefinido, de Samantha Harvey y La aurora cuando surge, de Manuel Astur. Siendo muy diferentes entre sí, en las dos entregas se trata el tema de las transformaciones; en el caso de Astur, la narración desvela lo que se acaba descubriendo de uno mismo en el proceso de un viaje auténtico, indagador, capaz de cambiarnos; en el de Harvey, s indaga en el proceso de metamorfosis que acompaña las distintas etapas de la vida, acentuado en este caso por las pérdidas en sentido amplio: de seres queridos, de valores, de hábitos rutinarios como el del sueño…
La lectura también implica transformación, pienso mientras sigo asomada a esta nueva Ventana que he abierto en el espacio de calma y reflexión que quiere ser Lecturas Sumergidas. Los paisajes ante mí son amplios, la mirada se expande y atisba, en la lejanía, otro libro hermano, el motivador ensayo de Rebecca Solnit Una guía sobre el arte de perderse, donde leemos: “Los lugares son lo que permanece, lo que podemos poseer, lo que es inmortal. Los lugares que nos han hecho quienes somos se convierten en el paisaje tangible de la memoria, y en cierto modo también nosotros nos convertimos en ellos. Son lo que podemos poseer y lo que al final acaba poseyéndonos”. Y en otro momento del recorrido: “Los lugares que tenemos dentro importan tanto como los de fuera. Es como si, al formar parte de nosotros y despertar nuestro anhelo, los lugares se convirtieran en deidades…”
Por los mismos cauces que Solnit transita Wolfgang Hermann en París Berlin Nueva York. La sensación de perderse, insisto, marca un trayecto que se prolonga en otro libro posterior a éste, de cariz más trágico, Despedida que no cesa, donde el autor narra la muerte de su hijo adolescente, un tramo del camino del que no se puede salir siendo la misma persona, un relato del duelo y de la supervivencia a través de las palabras, de la escritura y los recuerdos (ambos títulos han sido publicados en España por la editorial Periférica).
En la entrega que ahora tengo entre las manos el escritor austríaco aborda la transformación en toda su amplitud, la transformación que supone el viaje y también el amor, la unión con otra persona con la que poder pasear por las calles mudas. “La vida era de pronto infinitamente hermosa, infinitamente rica, y ese par de ojos en el que te reconocías, en el que te reflejabas, era la puerta abierta a esa otra vida tan infinitamente hermosa como vulnerable”, voy leyendo este ensayo tan personal, esta especie de diario filosófico en el que, de fondo, asoma una relación amorosa complicada, hecha de desencuentros, de idas y venidas.
“Me ha transformado no sólo cada una de mis ciudades, sino también cada una de mis calles”, sigo la narración y acude a mí el recuerdo de las veces en que he contemplado, ya desde fuera, un lugar, una esquina, una casa en la que viví, recreando escenas, momentos de un ayer ya lejano, en el que, efectivamente, fui otra persona cuyos pasos me han traído hasta lo que soy hoy, hasta el tramo de la vida que atravieso.
Hermann se pregunta quién ha sido él en las ciudades cambiantes que ha habitado, en qué han acabado convirtiéndolo y reconoce que no se ha resistido a dejarse traspasar por el ritmo, por la forma de caminar, por las tristezas e inevitabilidades de cada una de ellas. Los amaneceres de París, cruzando sus puentes después de haber trasnochado, se han fijado en su memoria, del mismo modo que los encuentros, las conversaciones, los amores surgidos. Todo ello le ha dado una imagen de sí mismo. Una imagen muy distinta a la de quien experimenta una intensa sensación de vacío en“la ciudad-isla de Berlín”, una ciudad para replegarse, para ensimismarse, para sentir, a medida que pasaban las horas de cada día, “el frío enmudecimiento” que lo rodeaba.
WOlfgang Hermann se pregunta quién ha sido él en las ciudades cambiantes que ha habitado, en qué han acabado convirtiéndolo y reconoce que no se ha resistido a dejarse traspasar por el ritmo, por las tristezas e inevitabilidades de cada una de ellas.
El vagabundeo, la ensoñación, acompañan al hombre que se busca, siempre dispuesto a la observación, a la introspección, al cultivo de los recuerdos que le hacen oscilar continuamente entre el pasado y el presente. En un momento dado, nos traslada a la ciudad de Potsdam, que visita dos años después de la caída del muro de Berlín. “Más allá del puente Glienicke, te desplazas como a una época ralentizada (…) El otro Estado había desaparecido del mapa y, sin embargo, su realidad ya extinta seguía presente en todas las cosas, en las caras y en los gestos de las personas, en las calles y en su peculiar luz (…) Me invadió una extraña euforia: el placer de estar al mismo tiempo en todas partes, de ver, vivir y percibir todos esos nuevos comienzos, las transiciones de una época a otra...”

París Berlín Nueva York está lleno de relatos, de historias de gente que es observada en sus diálogos, en sus conductas, en su devenir. Y también de experiencias del viajero que se introduce en las conversaciones de los otros, que participa, que se convierte en parte del paisaje, de la música de cada lugar. Todo cambia con los traslados, con el movimiento, pero hay un territorio que permanece inalterable, el de la infancia, como señalaba al comienzo de este texto. Cuando revive sus callejeos por el Berlín oriental, lejos de las arterias principales, atestadas de rótulos de cadenas comerciales occidentales, el narrador no puede evitar sentir el peso, el dolor, de la Historia reciente y, de repente, visualiza la calidez de una cabaña de esquí en las montañas de Voralberg y siente que le acompaña “el niño que siempre había sido”.
Se trata de un momento revelador del recorrido, como ese otro en el que el autor descubre que el paso del tiempo le ha ido transformando en un ser cada vez más temeroso, al que le resulta difícil encontrar desde su letargo y estancamiento el empuje, la energía, de otras etapas de su vida. “Sin saber cómo, me había convertido en una persona trastornada, vacilante, en alguien que gira en torno a sí mismo (a la vez que se contempla) o, para decirlo con una de esas atinadas expresiones algo trasnochadas, me había convertido en un cagueta (…) El otro que yo quería ser y que estaba a mi lado como un amigo al que se ha descuidado por razones inexplicables, ese otro vivía sin vacilar, existía por entero, colmado de una pasión por la que asumía cualquier riesgo. Ansiaba la vida, iba buscándola en cualquier momento, en todas partes. Yo sentía que el camino hacia ese otro era transitable, pero era incapaz de encontrar la puerta para salir a la luz de esa otra senda”, voy leyendo.
En este trecho del camino, el autor confiesa que el alejamiento de Berlín, la escapada a otros lugares, le hacía recuperar a la persona “más ligera” que había sido, pero el alivio duraba poco. Todo le alejaba de quien tiempo atrás había paseado por las mismas calles de Noto, de Siracusa, de Ámsterdam. “Al regresar a Berlín, me abismaba una y otra vez en esas fauces de inercia y apatía que me convertían en un extraño de mí mismo. No tenía alternativa: solo me quedaba el viaje infinito, de ciudad en ciudad, de una vivienda alquilada rápidamente a otra, de una habitación con corrientes de aire en un hotel miserable a otras más…”
Voy pasando las páginas con la sensación de estar llegando al centro, al núcleo de una obra que, en el fondo, nos habla de la búsqueda de la identidad, y que me traslada a otra lectura reciente, Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea, de David Le Breton. Nos dice el sociólogo y antropólogo francés en este esclarecedor ensayo: “No se trata solamente de ser sí mismo, sino de asumir las facetas exigidas por los distintos papeles que se suceden en la vida cotidiana. Cada contexto alumbra un individuo a la vez idéntico y diferente. Nadie tiene un camino hecho de antemano. Todo individuo es un guardarropa lleno de personajes que se le pegan a la piel pero no de modo aleatorio, pues cada uno de ellos avanza en el seno de un espectro de identidades, de un halo inasible de sentido que solo las circunstancias hacen evidente. No accede nunca al conjunto de sus personajes: no posee más que una vida, y no las infinitas vidas que podría haber podido vivir”.

Le Breton habla de un “estar constantemente en construcción”, una acción que se acentúa en las sociedades actuales, sociedades de la urgencia, la velocidad, la competitividad… “El individuo está siempre en proceso. El curso de una vida no es inamovible, no es un largo río tranquilo sino una continua remodelación de sí mismo ligada a la edad, a los cambios en las condiciones de la existencia. El mundo –tanto el que hay en el interior del yo como el que está afuera– no existe más que a través de los significados que se proyectan a su encuentro. El sentimiento de ser uno mismo, único, sólido, con los pies en la tierra, es una ficción personal que los demás deben sostener con más o menos buena voluntad. El individuo no cesa de renacer nunca. Sus condiciones de vida lo cambian al mismo tiempo que él influye en ellas”, argumenta el ensayista, quien en su entrega analiza la lectura, la escritura, la creación de manera general, y, por supuesto, el caminar, el viaje, la meditación… como refugios que permiten acceder a “una suspensión feliz y gozosa de sí, desvíos que llevan a uno mismo (…) Medios deliberados de reencontrar la vitalidad, la interioridad, las ganas de vivir”.
“Cada contexto alumbra un individuo a la vez idéntico y diferente. Nadie tiene un camino hecho de antemano. Todo individuo es un guardarropa lleno de personajes que se le pegan a la piel”, señala David Le Breton en un ensayo cercano al de Hermann.
Wolfgang Hermann utiliza la escritura y el viaje como cauces de sus búsquedas, como espejos en los que reconocerse, en los que identificar su identidad mutable. Ya en Nueva York sigue tanteando en sus propias orillas, sintiéndose una hormiga en una urbe de altos edificios llena de acentos, de ruidos y culturas diversas. “Cada uno de nosotros se va acercando a una idea sin llegar a alcanzarla nunca. Sientes que entre tanto la vida pasa; sientes que vives una vida, que eres un guijarro en la multitud de piedras. Una voz que en alguna parte dice “¡adelante!”, un misterio diáfano que nadie resuelve. “¿Dónde, en qué rincón está la vida? ¿dónde me espera a mí, a mí, a mí...?”, va reflexionando el viajero.
Y más adelante, tras evocar el goce que le han procurado lugares más pequeños, plazas en provincias francesas, españolas, italianas, donde se llega a percibir el tiempo que se dilata “como por arte de magia”, se pregunta: “¿por qué regresas una y otra vez a las metrópolis, a esas ciénagas del tiempo en las que tu vida se fragmenta y yace irreconocible ante ti como un puzle de inmenso tamaño que jamás llegarás a montar?”
No busquemos respuestas nítidas en esta entrega, pero sí inspiraciones. A través de sus tanteos, Hermann apresa las contradicciones de un presente que nos arrastra con sus prisas, que nos enreda con artefactos tecnológicos en una maraña opaca, hecha de ruidos, de la que resulta difícil escaparse para simplemente disfrutar de una puesta de sol o de una noche estrellada, no para fotografiarlas, sino para sentir su efecto, para maravillarse. Nadie que no esté en proceso de transformación puede entenderla, señala nuestro protagonista. Y yo me atrevo añadir que incluso llegamos a olvidar esos momentos cuando los hemos atravesado, hasta que, por sorpresa, arribamos a otro y recordamos haber pasado por circunstancias similares.
Hay que vivir dentro la transformación para acabar entendiendo que se trata de “un recorrer, en ocasiones también un atravesar a saltos, un cerrar de ojos”, señala el autor. Poco más se puede decir y es tanto… El final de este París Berlín Nueva York, cuando el escritor intenta resumir lo que han provocado en él las tres ciudades y alude a los colores de la vida, resulta hermoso, muy hermoso. Os animo a descubrirlo.
París Berlín Nueva York ha sido publicado por la editorial Periférica. Con traducción de Jorge Seca.
En este artículo se habla también de Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea, editado por Siruela y traducido por Hugo Castignani.
Y de Una guía sobre el arte de perderse, de Rebecca Solnit, al que se ha dedicado otro texto en Lecturas Sumergidas.