Emma Rodríguez © 2021 / Foto tomada de RAI CULTURA
Un hombre camina una media de tres kilómetros al día descifrando las señales que definen el lugar en el que se asienta. Deambula por las calles, entra en los bares, observa con atención los alrededores, tanto los paisajes geográficos como los humanos, e intenta comprender el presente, fijar el momento en el que todas sus convicciones sobre el mundo dieron un vuelco que lo situaron ante una realidad diferente, difusa, carente de ideales, de sentidos.
De la mano de ese hombre, a través de lo que ve cuando mira desde el séptimo piso del edificio que habita, nos acercamos a un enclave urbano en el que reconocemos rincones que nos hacen pensar en Roma, pero el lugar atiende al nombre de La Ciudad de Dios y de sus fondos, de sus ruinas, van emergiendo las sucesivas capas de la historia de un país, de una colectividad cada vez más atrofiada.
El hombre del que os estoy hablando es el protagonista de La avenida, título tomado del nombre de la calle donde vive. Sus pensamientos, sus indagaciones, el relato de sus pérdidas, que define a toda una generación de hijos e hijas del siglo XX que no acaban de adaptarse a las transformaciones del XXI, conforman una deslumbrante novela del escritor italiano Francesco Pecoraro (Roma, 1945), publicada en castellano por la editorial Periférica.
Se trata de un autor que debutó tardíamente en la novela, con más de 60 años, sorprendiendo a la crítica y a los lectores más exigentes con una ópera prima, La vida en tiempo de paz, en la que también repasaba la historia de Italia para detectar los signos que marcaron el nacimiento de una nueva época, la que estamos viviendo. Con anterioridad a esa gesta, el autor, de formación urbanista y arquitecto, había forjado su trayectoria vital en esos campos, con incursiones creativas en el terreno de la poesía y el relato breve y una gran curiosidad por el desarrollo de las nuevas tecnologías y las redes sociales. De hecho, como ha indicado en distintas entrevistas, en Internet encontró un territorio para la experimentación que le proporcionó el arrojo y la seguridad necesaria antes de dar el salto hacia la narrativa de larga distancia.
No es fácil condensar todo lo que nos encontramos en La Avenida, una entrega abarcadora, una historia intensa, apasionada, demoledora, capaz de atrapar el espíritu del ahora, la aceleración de un tiempo cuya velocidad somos incapaces de seguir, en el que vivimos a tientas, a través de una adaptación continua, sometidos a los vaivenes de un sistema depredador que amenaza con destruir el futuro del planeta.
A través de su narrador, del que no llegamos a saber el nombre en ningún momento, Pecoraro nos habla de una ciudad, de un trozo de geografía que refleja el trayecto, el sentir global. El lugar del que nos habla está en Italia, pero podría ubicarse en cualquier otro rincón del mundo desarrollado. No estamos ante una obra convencional ni lineal. Las tramas argumentales se superponen, del mismo modo que los tiempos históricos. La ficción, centrada en los aconteceres del protagonista, en la rememoración de las distintas etapas de su vida desde su condición de jubilado, avanza a la vez que los análisis sociológicos, los informes sobre hechos del pasado, los apuntes para posibles estudios y libros que le hubiera gustado escribir a nuestro hombre.
Los pensamientos, las indagaciones, del protagonista de “La Avenida” definen a toda una generación de hijos e hijas del siglo XX que no acaban de adaptarse a las transformaciones del XXI. Pecoraro construye otra deslumbrante novela después de su debut con “La vida en tiempo de paz”.
No estamos ante una novela complaciente, para nada. Pecoraro consigue enfrentar a sus lectores con las contradicciones e inconsistencias de la sociedad capitalista. Retrata a una población que se ha rendido ante la banalidad y el consumo, que se ha resignado, que ha abandonado las utopías. La mirada crítica del protagonista es tan afilada que incomoda. Su lucidez desarma, desnuda, porque en ella nos reconocemos, identificando modos y maneras de un ahora que nos hiere con sus dosis de locura, de ansiedad, de insatisfacción.
Confieso que dentro de esta novela me he sentido agitada, revuelta por momentos. Maestro de los registros y de los contrastes, Pecoraro es capaz de hacernos reír y de angustiarnos. Nos puede emocionar y enfadar, según los distintos tramos del recorrido, tramos de una corriente narrativa que si bien nos encanta e impacta, también llega a desbordarnos en ocasiones, en esos pasajes que se adensan tanto que desearíamos que la obra tuviese menos páginas. Pero seguimos adelante y percibimos que el autor nos ofrece un fresco histórico; nos da herramientas para la reflexión; nos ofrece un mirador desde el que observar en silencio; en el que poder detenernos para simplemente comprender y comprendernos.
Poco escapa a la disección que realiza el escritor a través de la mirada y las reflexiones de su protagonista, por medio de un monólogo totalizador que no da respiro, que se va rompiendo, fragmentando, con la inclusión de distintos materiales a los que antes me he referido. Ficción y ensayo se dan la mano en una novela que, como os decía, sigue los pasos, los pulsos, de un individuo en el que se ve retratada la colectividad. los escalones de la historia de una ciudad reflejan el mundo que vamos edificando, siguiendo los mapas, las plantillas usadas por quienes nos antecedieron; dejando rastros, signos, diseños, planos, destrozos, para los que han de venir.
“La ciudad que construimos es un producto colectivo. La ciudad física es la concha deforme que la ciudad social construye para sí misma como un gigantesco molusco semideficiente, y así se muestra. La ciudad de mierda es una puesta en escena incierta y de autobombo de la gente de mierda que la habita y la construye. Nada más y nada menos ”, seguimos las palabras de un narrador airado, que se mueve entre la aceptación, la depresión y la rebeldía interior, expresada a su manera. Un hombre consciente de sus grietas, de sus heridas, capaz de adentrarse en su propia vulnerabilidad y en la de sus semejantes; de ir hacia atrás en busca de los hombres y mujeres que con anterioridad pisaron los territorios de una zona denominada El Cuadrante, que abarca La Cavidad y otras áreas, por la que él ahora se mueve, con otras pisadas, con otros dolores y horizontes.

El sentido de continuidad queda al descubierto desde las primeras páginas. Se convierte, de hecho, en un sólido pilar sobre el que se articula una obra en la que el lenguaje arquitectónico, de construcción, de edificación, adquiere importancia, mezclado con otros de los más diversos ámbitos, entre ellos el habla coloquial que utilizan en el bar los lugareños, los habitantes de los alrededores. “Todos padecen la ciudad que han contribuido a construir y todos, directa o indirectamente, la han construido y es la que ahora nos toca vivir; es el “hardware” que estamos dejando a nuestros hijos, que tienen su propio software mental, diferente al nuestro, y en ciertos casos incomprensible. Pensarán de otro modo, aunque vivirán en nuestras mismas estancias, por supuesto renovadas, reamuebladas y reestructuradas, pero éstas permanecerán por mucho tiempo todavía: décadas, tal vez siglos”, va reflexionando el protagonista.
“Con todo, aquí en la Cavidad, han vivido hombres y mujeres que creían verdaderamente en un mundo diferente y comunista: esto no lo supe a bote pronto, sino tras años de dedicación creciente al desciframiento de las señales…”, prosigue con su monólogo, dándonos ya una clave de la novela: la mirada hacia el mundo obrero, hacia los trabajadores que desempeñaban duras faenas en las fábricas y los hornos de ladrillos propios de la zona, soñando con el día en el que pudieran disfrutar de mejores salarios, de condiciones más dignas. El sueño del comunismo, de la revolución, que acabó fracasando en manos de indeseables dignatarios, pero que dejó rescoldos de utopía en no pocos corazones, ”coletazos residuales” de aquella ilusión de antaño, llena muchas de las páginas de una novela que nos lleva a pensar en qué sueños abrazar ahora que las ideologías se han desplomado; hoy que la lucha obrera y sindical parece un cuento de tiempos remotos.
Ficción y ensayo se dan la mano en una novela que sigue los pasos, los pulsos, de un individuo en el que se ve retratada la colectividad. Los escalones de la historia de una ciudad reflejan el mundo que vamos edificando siguiendo los mapas, las plantillas usadas por quienes nos antecedieron; dejando rastros, signos, diseños, planos, destrozos, para los que han de venir.
Hablando de comunismo, en cuyas filas llegó a militar el protagonista de la novela, no puedo pasar por alto que Lenin es un personaje muy especial en el recorrido, pues partiendo de un viaje que el líder revolucionario realizó a Italia, el escritor imagina, construye la leyenda de un acercamiento del mismo a la Cavidad para visitar a los trabajadores, para darles ánimos y pautas de organización. Según vamos sabiendo, a la zona se la denominó “La Pequeña Rusia” y se convirtió en su momento en un bastión contra el fascismo.
Hablando de comunismo y derrotas históricas, asunto que Pecoraro aborda en toda su complejidad, con todos sus matices, no me resisto a transcribir un pasaje que me resulta especialmente lúcido: “En realidad, a aquella cosa política, colectivista, la combatían por todos los medios desde el momento mismo en que intentaba nacer, porque, en todos sitios, era modelo y promesa de un futuro mejor para las masas subalternas de Occidente que, gracias a la presencia del potente bloque comunista al otro lado del telón de acero, se atribuyeron derechos y servicios que antes eran prerrogativas exclusivas de los ricos. Derechos y servicios, que hoy, muerto y enterrado el comunismo, o transformado en su contrario, el Capital aspira a recuperar por todos los medios”.
Nuestro hombre sigue percibiendo el latido de la lucha obrera en los lugares que atraviesa, rememora la caída del Partido comunista, tan combativo en su día, y siente la pérdida del sentido de comunidad, la derrota de una colectividad incapaz de levantar zonas para la vida en compañía, alentada por deseos de mejora, de igualdad, de justicia social, valores claramente en declive en sociedades orientadas por el “capitalismo más agresivo, voraz y criminal”. Hay historia, filosofía, sociología y política, mucha política, en esta novela que nos lleva a pensar en nuestros límites para el cambio, para la transformación.
“Hubo un tiempo en que el entramado de la sociedad estaba caracterizado por profundas fracturas y fuertes tensiones entre las clases; en cambio, hoy en día, parece un Gran Relleno donde todos están mezclados”, considera el protagonista, consciente de que es la cantidad de dinero y el grado de explotación de unos sobre otros lo que define el lugar que se ocupa en el conglomerado social.
Todos, proletarios, empleados, comerciantes, pequeñoburgueses, trabajadores por cuenta propia… “anestesiados por una aspiración común a la seguridad física y económica, por un obedecimiento ambiguo y superficial de las reglas”, vamos leyendo. “Las tensiones entre las clases sociales casi han desaparecido, las clases han vuelto a su anterior estado gremial, las ideologías políticas que prometían una variedad de futuros posibles están muertas y su vacío ha sido llenado por una especie de presente torpe y amnésico de los dramáticos desafíos que nos esperan, concentrado en el consumo, la vida social y el fitness, en ganar un poco de dinero, ver porno a veces, comer una pizza de vez en cuando, pagar la hipoteca, criar a los niños o tatuarse el gemelo o el antebrazo”.
“Las ideologías políticas que prometían una variedad de futuros posibles están muertas y su vacío ha sido llenado por una especie de presente torpe y amnésico de los dramáticos desafíos que nos esperan, concentrado en el consumo, la vida social y el fitness”, reflexiona el protagonista de “La Avenida”.
El tono ensayístico, de análisis sociológico, domina gran parte de esta obra torrencial, totalizadora, en la que poco importan al autor las fronteras entre los géneros. Son los pensamientos y las observaciones del narrador los que lo llenan todo. En su discurrir vamos siguiendo gran parte de los capítulos que han definido la historia italiana reciente. Su propia biografía va saliendo a la luz y a través de ella vemos avanzar el destino de todo un país, atravesado por su trasfondo mafioso, en manos de una clase política llena de arribistas, marcado por la corrupción, por la especulación inmobiliaria.
Los entornos de la universidad, del funcionariado, son descritos con una mirada de desmitificadora crudeza. El hombre de La Avenida los conoce de primera mano. Él también se dejó corromper, siguió la corriente, entró en el juego de los suculentos pagos de empresarios a cambio de la concesión de obras públicas; acabó con sus huesos en la cárcel. Su historia nos lleva a pensar en casos reales de políticos, de trabajadores públicos, en Italia, también, por supuesto, en España, y en otros países.

El narrador, que adopta un tono distante, no resulta nada complaciente. Lúcido, irónico y nostálgico en muchos tramos, se muestra en otros descarado, incorrecto, provocador, incómodo. La suya es la voz de un jubilado que afronta la etapa final de su trayecto sin perder la curiosidad, la capacidad de criticar a su generación, partiendo de un “estado interior de continuo desacuerdo con el presente”, de una larga perspectiva que abarca lo ya pasado, lo ya vivido, y que lo instala en la desesperanza ante lo que atisba que ha de venir.
El merodeo constante a los conceptos de verdad y falsedad, que lo invade y lo confunde todo, empezando por los estadios de la vida (obsesión por el rejuvenecimiento y las operaciones estéticas), y la noción recurrente al Estancamiento, son claves importantes en la obra. “El pasado permanece con toda su consistencia en el Estancamiento, esto es, a la espera de un cambio que no llegará nunca o que será para peor, y que para nosotros, habitantes del Cuadrante, se asemeja bastante a una espera hipnótica de la muerte”.
Ese jubilado pasea, observa, percibe los cambios experimentados en el barrio (en los negocios, en las vestimentas, en las costumbres de los vecinos, casi todos jubilados como él) y visita cada día el bar Porcacci, donde accede a las vidas de los otros, con sus banalidades, sus prejuicios, sus preocupaciones (resulta muy interesante el contrapunto de los fragmentos de conversación, las frases que se van insertando en la narración). Algo fue mal, los principios básicos de la socialdemocracia, el derecho al trabajo, a la salud, a la educación, fueron traicionados y las nuevas generaciones ya no hablan de derechos sino de cosas, de privilegios. Sobre todo ello medita el protagonista.
Las experiencias laborales, los fracasos continuados de quien no vio cumplidas sus expectativas de vida, sus ambiciones, van jalonando esta historia donde también entran las distintas relaciones amorosas que ha mantenido, el sexo, la vejez, la enfermedad; donde se abordan conflictos como el racismo, la emigración, el yihadismo, el sexismo, la crisis climática… Nada, como os decía, escapa al bisturí de Francesco Pecoraro, quien lanza su mirada fulminante sobre la ética y la estética del mundo desarrollado .
En ocasiones, mientras vamos pasando las páginas, tenemos la sensación de estar dentro de un relato de ciencia ficción, ambientado en el futuro, y nos sentimos alarmados al constatar que no, que lo que se está retratando es el presente, ese presente con tintes distópicos del acelerado y tecnologizado siglo XXI. No resulta fácil dar cuenta de todo lo que abarca esta novela de más de 500 páginas que lanza sobre el ahora una mirada desoladora; que hace recuento de lo acontecido y nos estimula a hacerlo, con el mensaje de fondo de la importancia de la memoria, de la Historia; que no nos deja indemnes y nos lleva a plantearnos hasta qué punto nosotros, lectores, lectoras, formamos parte de esa masa de anestesiados, incapaces de soñar, de ese gran relleno que nombra el narrador.
Mientras vamos pasando las páginas de la novela, tenemos la sensación de estar dentro de un relato de ciencia ficción, ambientado en el futuro, y nos sentimos alarmados al constatar que no, que lo que se está retratando es el presente, ese presente con tintes distópicos del acelerado y tecnologizado siglo XXI.
La Avenida es una obra que agita y que no se puede leer de un tirón. Conviene ir absorbiéndola despacio, deteniéndose en sus capítulos, con tiempo, con la mente limpia. Conviene dejarse llevar por su intenso fluir, por sus ritmos, por ese monólogo interior que no cesa. Llegada a este punto opto por reproducir algunos fragmentos que me parecen significativos y que os pueden dar una idea mejor de todo lo que os estoy contando sobre el tono, los registros, la voz, el fondo, el alcance de una obra profunda e irreverente, que tan bien retrata el cambio de época, de paradigmas, que estamos viviendo. Os digo que si os animáis a adentraros en sus páginas, seguramente encontraréis vuestros propios tramos esenciales, vuestras singulares lecturas, identificaciones, puntos de atracción, de interés.
– “Nada será ya como antes, ahora lo sabemos incluso los que llevamos décadas viviendo en El Cuadrante. Así nos hemos despojado y deshecho de toda basura ideológica para acabar desnudos e indefensos, aunque también ligeros y despreocupados como niños, pidiendo una pensión que ha llegado todos los meses. Que venga la crisis ambiental planetaria, el calentamiento global –bastará con no volver a hacer el cambio de armario–, el derrumbe de la economía mundial, la Tercera Guerra Mundial. Que ocurra todo esto: nosotros solo necesitamos diez años más, a lo sumo quince, de calma aunque sea relativa, y de paz aunque sea falsa y parcial, aunque sea de Estancamiento, después de los cuales estaremos casi todos muertos y el destino del mundo no podrá importarnos menos. El mundo no era mejorable por vía política: lo hemos entendido tarde, pero lo hemos entendido. Mientras tanto, la pensión que no nos falte”.
– “Como en otros sitios, aquí el chándal gana por goleada a todas las demás vestimentas: esto vale para grandes y pequeños, hombres y mujeres, treintañeros, cuarentones, y para los de sesenta y tantos. Nada me proporciona mayor sensación del cambio de época que la preponderancia del chándal, nada me indica con mayor precisión el final de la cultura del decoro, que hasta hace treinta años era la típica de este área de no-ciudad, de la que se había apropiado una pequeña burguesía alrededor de la cual todo se derrumbó después. Yo también percibo esta catástrofe silenciosa, pero ya casi me da lo mismo. Bueno, no: ni mucho menos me da lo mismo, pero cuando la nostalgia se cultiva, se comparte, o, peor aún, se exhibe en público, es el más obsceno de los sentimientos. ¿Qué todo se ha derrumbado? Pues vale, a tomar por culo, me importa una mierda. Haced del mundo lo que os dé la gana”.
– “Mientras iba caminando pensaba en los libros que he leído y en lo que hemos conseguido durante nuestras vidas, y me di cuenta de que, ante la presencia de este hombre, que no sé quién es, lo único que importa es nuestro fracaso político, nuestra derrota histórica, nuestra incapacidad actual, como hombres y mujeres del siglo XX, de comunicar a los perdedores el estado de sumisión en que se hallan e indicarles el enemigo político al que hay que combatir, organizarlos en una fuerza política capaz de llevar a cabo una lucha eficaz contra el desinterés, el abandono, la pobreza, la explotación, el esclavismo, la prostitución y el envilecimiento de millones de seres humanos”.

De Francisco Pecoraro se ha dicho que lanza sobre el mundo, sobre esa Roma en decadencia que retrata lo global, una mirada de arquitecto. El lenguaje de la arquitectura, de la construcción, está muy presente, de hecho, como ya he señalado, en la novela que nos ocupa. Diseños, planos, mapas, ladrillos, medidas, cálculos, escalas, cuadraturas, dibujos, estimaciones… Herramientas con las que trazar un universo literario, con las que planificar un recorrido totalizador. La ciudad importa, se analiza, se busca la belleza oculta en sus rincones y se ahonda en el concepto de fealdad, la fealdad de la ciudad mal hecha, falta de armonía, de coherencia, descuidada, deteriorada, desarticulada.
Hay un pasaje de la novela al que regreso ahora: “La Avenida, más que una distopía de sí misma, es una distopía del Renacimiento, de la ciudad renacentista concebida sobre la perspectiva pura, y que deberíamos partir de aquí, es decir, de nuestra manera de construir las ciudades, para entender un poco mejor la historia reciente de la Península, y tal vez, de este Occidente que se mira el ombligo de un vientre viejo y flácido“.
A Francesco Pecoraro se le ha comparado, entre otros, con W. G. Sebald, Claudio Magris y Carlo Emilio Gadda. La influencia del último ha sido reconocida por el propio escritor. En ambos se da la necesidad de atrapar el caos del mundo; captar las inconsistencias del ser humano en relación con las circunstancias de su tiempo; reflejar la decadencia de una Italia de grandezas y de ruinas. Como detalle a tener en cuenta, decir que en esta novela hay un homenaje a otro gran nombre de las letras italianas, Pier Paolo Pasolini, de cuya obra Una ciudad violenta, concretamente de uno de sus capítulos, toma Pecoraro el nombre de La Ciudad de Dios.
La transición, la transformación, la aceleración, marcarán las próximas décadas, ha señalado el autor, centrado en analizar ese proceso y en mirar hacia atrás, hacia los rescoldos de un tiempo en el que existieron ideales, utopías. Cultivar la escritura, según ha declarado en distintas entrevistas, ha sido para él una alegría, una especie de salvación frente a las malas experiencias que ha tenido en los entornos laborales, experiencias que, sin duda, ha transmitido a sus protagonistas. Con La Avenida ha obtenido el Premio Selezione Campiello en 2019, un reconocimiento a una obra que no puede, no debe, pasar desapercibida.
La Avenida, de Francesco Pecoraro, ha sido publicada en castellano por la editorial Periférica, sello que apostó por el escritor desde su primera novela, La vida en tiempo de paz. La traducción la firman Paula Caballero Sánchez y Carmen Torres García.