Emma Rodríguez © 2021 /
“Visité a Frances Steloff (…) que desempeñó para nosotros la misma función que Sylvia Beach había desempeñado en París. Se ha hecho amiga de nuestras obras, y me recibe con una sonrisa amable y cálida. Está ocupada entre sus libros, jactándose no del saber que hayan podido darle, sino de su amor por ellos. Acoge a quienes pasan horas rebuscando en los estantes, acoge las revistas desconocidas, los poetas desconocidos. La Sociedad James Joyce se reúne en su librería. Ofrece tés para los autores con motivo de la publicación de sus obras. El lugar está lleno de fotografías: Virginia Woof, James Joyce, Whitman, Dreiser, Hemingway, O’Neill, D. H. Lawrence, Ezra Pound”.
Fue la escritora Anaïs Nin quien trazó este perfil de la artífice de la mítica Gotham Book Mart, un lugar inolvidable del Nueva York de los años 20 y décadas posteriores del pasado siglo, símbolo de momentos dinámicos y efervescentes culturalmente. En el volumen de su Diario, que recoge el período de 1939 a 1944, Nin también señala sobre Steloff: “Tiene antenas, y posee el don de la amistad. Abraza lo poco común, lo no comercial, lo vanguardista…”
El testimonio de Nin es recogido por la destinataria de los elogios en las páginas de sus memorias, una obra que ha rescatado Trama editorial bajo el título La librera y los genios, con el acertado subtítulo de Una historia de Nueva York, ya que, en efecto, el libro se convierte en un recorrido muy particular por la ciudad, una especie de viaje en el tiempo que nos traslada a escenarios ya desaparecidos, a relatos en los que la literatura, los recitales poéticos, los encuentros con grandes autores, despertaban los sueños y agitaban las conciencias.

Mucho después de que Anaïs Nin dejase registro de su proximidad y complicidad con Steloff, en el verano de 1983, el autor y traductor español José Manuel de Prada-Samper visitó el legendario local, situado por entonces en pleno centro de Manhattan, a pocos pasos de Time Square. Responsable de la presentación y de la traducción de la entrega, expresa muy bien en su texto el impacto que el lugar ejerció durante mucho tiempo en los amantes de los libros
“Jamás había visto bajo un mismo techo tantos libros que me apetecieran”, declaró el escritor británico Cyril Connolly en su día, palabras que hace suyas el prologuista al recuperar su encantamiento ante los abarrotados estantes con la mejor literatura contemporánea; al descubrir el mueble especial lleno con los libros de Joyce. El visitante, según cuenta, reparó en “una viejecita que con envidiable vitalidad, circulaba de un lado a otro del local, con aspecto de, a pesar de su avanzada edad, llevar las riendas de todo aquello”.
“Tiene antenas, y posee el don de la amistad. Abraza lo poco común, lo no comercial, lo vanguardista”, Escribió Anaïs Nin en sus “Diarios” sobre la fundadora de la Gotham Book Mart.
Entonces no pudo identificarla, pero investigaciones posteriores le llevaron a confirmar que la anciana era Frances Steloff en la última etapa de su vida, cuando ya había vendido el negocio a un librero de viejo del sur de California, Andreas Brown, sin dejar de implicarse en su destino. Un año después de la primera visita al lugar de Prada-Samper, en 1984, empezó a trabajar en Gotham Matthew Tannenbaum, quien pasados los años abriría su propia librería en Lenox, Massachusetts.
Nuestra protagonista tenía entonces 84 años y, “aunque ya no era la dueña, a diario seguía bajando las escaleras para trabajar allí. Vivía en el tercer piso de la casa con fachada de ladrillo que poseía en el número 41 de la calle 47 Oeste, también conocida como la calle del Diamante (…) El atuendo que la señorita Steloff usaba durante la jornada –por lo general algo simple y cómodo, como por ejemplo unas pantuflas– incluía siempre un delantal que debía servir como bolso de mano...”, relata Tannenbaum en el epílogo de la obra que nos ocupa.
Un bello texto donde repasa la biografía de la librera que tantos secretos y habilidades del oficio le enseñó. Nacida en Saratoga Springs, Nueva York, en 1887, Steloff “tuvo una de esas infancias de Charles Dickens: padres pobres, muerte prematura de la madre, madrastra malvada, venta de flores a los turistas en el hipódromo durante la corta temporada estival de carreras, para por fin en su adolescencia mudarse a la gran ciudad a abrirse un hueco en el mundo. Vivió en Brooklyn y tuvo varios empleos antes de conseguir uno en unos grandes almacenes. Un brusco supervisor la llamó un día y le dijo que se acercara al revistero y viera lo que podía hacer al respecto”, va contando.
Ahí, en la sección de libros y revistas, a la que llegó por azar, se convenció de sus dotes de vendedora. Había descubierto su gran vocación y a principios de enero de 1920, a la edad de 37 años, se atrevió a abrir su propio negocio. “La Guerra para terminar todas las guerras había tocado a su fin, el viejo orden estaba en ruinas, y la señorita Steloff abrió su salón literario en medio de la ciudad de Nueva York en el momento más maravilloso de su propia historia”, seguimos leyendo a Matthew Tannenbaum.
Su narración está salpicada de jugosos recuerdos y anécdotas, como la del día que tuvo ante sus narices, sin reconocerlo, al escurridizo J. D. Salinger, sentado en el suelo de la librería, hojeando los libros sufíes que acababan de llegar y aún no habían sido colocados en los estantes. La librera y los genios, como su título indica, es una historia coral, pues está llena de nombres, de testimonios. Fue el escritor Thornton Wilder quien animó a Frances Steloff a escribir sobre sus experiencias en la Gotham Book Mart.
Acabó haciéndole caso y comenzó a escribir sobre la aventura que ocuparía toda su vida. Las memorias de Steloff son un conjunto de piezas dispersas, de fragmentos de memoria, recogidos sin respetar la linealidad. Publicadas por primera vez en 1975 ,en la revista “Journal of Modern Literature”, recogen sus desvelos y afanes, sus mudanzas, descubrimientos y atrevimientos, pero, sobre todo, sus encuentros con las grandes figuras de las letras y la cultura de su tiempo, con muchas de las cuales entabló relaciones de profunda amistad y complicidad.
LAS MEMORIAS DE STELOFF RECOGEN SUS DESVELOS Y AFANES, SUS MUDANZAS, DESCUBRIMIENTOS Y ATREVIMIENTOS, PERO, SOBRE TODO, SUS ENCUENTROS CON LAS GRANDES FIGURAS DE LAS LETRAS Y LA CULTURA DE SU TIEMPO, con muchas de las cuales entabló relaciones de profunda amistad y complicidad
Su trayecto al frente de la GBM está atravesado por grandes turbulencias sociales y políticas. La Gran Depresión y la II Guerra Mundial ocuparon un gran trecho del camino, pero también el estimulante viento de lo nuevo, de las vanguardias. Si algo destaca en estas páginas es la energía, el estímulo de una mujer en sintonía con un tiempo de derrumbe y renacer. En el arranque asistimos a la realización de un sueño. Steloff cuenta como un día de finales de diciembre de 1919, mientras paseaba se encontró con el cartel de un local en alquiler y al visitarlo sintió que la dominaba la sensación de atreverse, de ir “adelante” con ello. Contaba con escasos recursos económicos: cien dólares en efectivo y un Bono Liberty de igual valor [tipo de bono de guerra emitido en EEUU durante la I Guerra Mundial], pero también “con una estantería repleta de libros agotados” y con mucha pasión y convencimiento.

Las dificultades a la hora de pagar el alquiler del local aparecen repetidamente en el relato, pero asimismo la suerte, la casualidad, factores que parecen obrar el milagro. Una y otra vez, en los peores momentos, surge la ayuda inesperada de gente dispuesta a echar una mano y salvar la librería. De ahí que la obra que nos ocupa, además de repasar las vicisitudes de la librera, se convierte en el relato de una comunidad unida en torno a la creación, a la cultura.
La historia que nos cuenta Frances Steloff con sencillez y sobriedad, resulta interesante y encantadora porque, como decía al principio, nos traslada a un tiempo ya ido, un tiempo en el que la cultura importaba. Y, al mismo tiempo, nos acerca al romanticismo que siempre ha rodeado a las librerías. En las sociedades de la prisa y el ruido; incapaces de asimilar la catástrofe de una pandemia que aún nos sigue superando y que ha impuesto nuevas reglas y ritmos; mientras nos acostumbramos a vivir entre incertidumbres, como señala Edgar Morin, las librerías atraviesan dificultades, pero siguen siendo lugares inspiradores, recintos de calma y de diálogo. Por ello esta Ventana de “Lecturas Sumergidas“, siempre abierta, quiere ser también una reivindicación de esos lugares que permanecen en la memoria colectiva asociados a búsquedas, a impulsos, a descubrimientos.
“Las buenas librerías son preguntas sin respuesta. Son lugares que te provocan intelectualmente, que cifran enigmas, que te sorprenden y te plantean retos…”, señala Jorge Carrión en Contra Amazon, un libro que es todo un manifiesto a favor del tiempo dilatado, de la cercanía, de la desconexión, de la capacidad de elección y de conversación, que esperan a quienes se adentran en una librería. Muchos devotos de la lectura han soñado con ser libreros, motivados por el inevitable halo romántico que rodea a un oficio centrado en la venta de un producto único, placentero, enriquecedor, incluso transformador. Pero no hay que olvidar el otro lado, el menos idílico. Como dice el escritor francés Baptiste-Marrey en una de sus obras, “un librero es alguien que trabaja doce horas al día, lee por la noche y nunca se enriquece”.
Todo esto, por supuesto, se palpa en La librera y los genios. Nuestra protagonista siempre fue consciente de las dificultades de su trabajo, pero nunca se amilanó. Asumió retos y riesgos constantemente. Disfrutó ideando estrategias y maneras de cautivar a su público. Sorteó, como mejor pudo los obstáculos, y salió adelante, encontrando sentido a su vida en el descubrimiento y apuesta por nuevas voces.
Como os decía, estas memorias están llenas de nombres propios. Por sus páginas desfilan Henry Miller, Anaïs Nin, Marta Graham, Jean Cocteau, E. E. Cummings, Katherine Anne Porter, William Carlos Williams, Cyril Connolly, Edmund Wilson, Peggy Guggenheim, Gertrude Stein, Marianne Moore, Dylan Thomas, Allen Ginsberg, Tennessee Williams y un largo etcétera. La librería se convirtió en la sede de la Sociedad James Joyce, ya en la época en la que se había trasladado a su penúltimo local, en el número 41 de la calle 47 Oeste, hecho que aconteció en 1946.
Con anterioridad, en 1938, en el 51 de la misma calle, ubicación famosa por las celebraciones en el jardín, tuvo lugar la famosa fiesta de Finnegans Wake, con la ingeniosa idea de un velatorio en honor del libro. El espíritu y la obra del escritor irlandés estuvo muy presente en la Gotham Book Mart. Frances Steloff no llegó a conocerlo personalmente, pero, tras su muerte, entabló una amistosa relación con su hermana, May Monagham, con la que compartió homenajes y aniversarios en recuerdo del autor.
Steloff introduce cartas reveladoras y fragmentos de noticias y artículos en las páginas de sus memorias. Por las misivas sabemos lo mucho que esta mujer dinámica y comprometida ayudó a creadores como Henry Miller, realizando recaudaciones entre sus clientes cuando este regresó de Grecia durante la II Guerra Mundial. Contribuyó a salvar revistas en ruina. Encontró la manera de que Anaïs Nin pudiera imprimir por sí misma Invierno de artificio, ante la falta de editores dispuestos a hacerlo. En un momento dado se decidió incluso a crear un fondo de emergencia para que escritores “jóvenes y prometedores” pudieran realizar su obra, una iniciativa que tuvo poco recorrido por la escasez de mecenas.

En las páginas de La librera y los genios hay muchos gestos de generosidad y anécdotas vibrantes. En ellas encontramos, asimismo, interesantes apuntes sobre el oficio, especialmente en un momento de choque entre lo viejo y lo nuevo. Como señala José Manuel de Prada-Samper en la presentación, la GBM acabó encontrando su rumbo definitivo cuando se especializó en “la literatura de vanguardia que, entonces, con no poco esfuerzo, venían gestando escritores como Henry Miller, William Carlos Williams o Gertrude Stein”.
“Hoy en día todos estos autores están perfectamente asimilados. Sus obras figuran en los planes de estudios académicos, y se encuentran en cualquier librería. Pero no así en los años de 1920, cuando se les conocía con el apelativo de “the nuts” (“los chalados”) y eran desdeñados y marginados por críticos y editores”, argumenta el prologuista, apreciando “lo arriesgado del camino emprendido por Frances Steloff cuando decidió dar su apoyo incondicional a unos escritores poco conocidos, apenas leídos, y, en muchos casos, plagados de problemas de todo tipo”.
a Gotham acabó encontrando su rumbo definitivo cuando se especializó en “la literatura de vanguardia que, entonces, con no poco esfuerzo, venían gestando escritores como Henry Miller, William Carlos Williams o Gertrude Stein”.
El camino no resultó fácil. Nuestra librera hubo de vérselas en más de una ocasión con los censores, fue llamada a los juzgados, se enfrentó a jurados e incluso llegó a ser arrestada por editar la autobiografía de André Gide, aunque el abogado de Random House la salvó de la cárcel. Además del caso citado, tuvo problemas con obras tan célebres como el Ulises de Joyce; El amante de Lady Chatterley, de Lawrence, o los Trópicos de Henry Miller.
El capítulo dedicado a las memorias de Gide, tituladas Si la semilla no muere, resulta especialmente interesante por el dictamen del juez Perlman, que se ocupó del caso y que leyó durante 20 minutos un texto previamente escrito en defensa de la publicación. Parte del mismo es recogido por Steloff en sus páginas y resulta toda una defensa de la libertad de expresión de los creadores, un asunto que a día de hoy sigue provocando conflictos y encendidos debates.
No me resisto a transcribir una pequeña parte del dictamen histórico de un magistrado con capacidad de visión más allá de la pacatería del orden establecido, siempre obstaculizador de los avances, de la apertura de miras: “En cuestiones morales, las formas de pensar no son inmutables. La heroína de la novela americana ya no es la muchachita con delantal rosa que hace galletitas en la cocina. “Hamlet” escandalizó a los puritanos de Cromwell, y hoy día no escandaliza a nadie (…) El concepto de lo que constituye la moralidad literaria varía no solo según la época, sino también según el país (…) A los libros, como a los amigos, deben elegirlos los propios lectores…”
Hablando de censura, otro momento estelar acaeció por un montaje de Marcel Duchamp y André Bretón en el escaparate de la Gotham Book Mart, con motivo de la salida de un nuevo libro del segundo. Ajeno a las provocaciones y agitaciones del surrealismo, el censor John Sumner pidió la retirada de una figura considerada obscena. La rebelde librera no acató la orden, sino que optó por una salida más ocurrente, colocar una tarjeta de Sumner sobre el objeto señalado con el rótulo de “censurado” debajo, lo cual atrajo a mucha más gente, y durante más tiempo, a contemplar la escena.
El camino no resultó fácil. Nuestra librera hubo de vérselas en más de una ocasión con los censores, fue llamada a los juzgados, se enfrentó a jurados e incluso llegó a ser arrestada por editar la autobiografía de André Gide.
“Para entonces estaba resuelta a dar la cara respecto a aquello por lo que estaba dispuesta a ir a la cárcel. ¿Dónde debía trazar la línea? ¿qué es obsceno? Si dejáramos que eso lo decidieran las Sociedades Antivicio , piénsese en todos los tesoros que perderíamos permanentemente: Joyce, D. H Lawrence, Henry Miller, Theodore Dreiser, Edmund Wilson, Norman Douglas, Cabell, Faulkner, Steinbeck; Mark Twain, Benjamin Franklin, Chaucer, Shakespeare, así como un sinfín de otros autores de igual importancia…”, argumenta Steloff.

El escaparate de la Gotham Book Mart que diseñó Marcel Duchamp con motivo del estreno de un nuevo libro de André Breton titulado Arcane 17 (1945). Al montaje lo llamaron “Lazy Hardware”
En otro momento, refiriéndose a todos los jóvenes autores a los que apoyaba y cuyos primeros escritos aparecían en revistas literarias independientes, de vanguardia, que siempre encontraron cabida en Gotham, confiesa que jamás pudo resistir la tentación de ponerse a “especular sobre cuáles de esos escritores llegarían a ser genios y cuáles cabezas de chorlito”. Y también reconoce que su entusiasmo por ciertos libros era “incontrolable” y la llevaba a mostrarlos y difundirlos con afán, aunque muchas veces no había demanda. “Nuestros bajos”, escribe al respecto, “se hicieron famosos por guardar libros que ninguna otra librería tenía”.
refiriéndose a todos los jóvenes autores a los que apoyaba, STELOFF confiesa que jamás pudo resistir la tentación de “especular sobre cuáles de esos escritores llegarían a ser genios y cuáles cabezas de chorlito”.
Steloff nunca ocultó que no leía a la mayoría de los autores que defendía. Le bastaba su olfato y la confianza en críticos amigos, en lectores sagaces y atentos. Matthew Tannenbaum señala en su epílogo que la razón estaba en que prefería ocupar su tiempo en sumergirse en lecturas sobre el sentido de la vida, libros de teosofía de autores como Madame Blavatsky, Joel Goldsmith, Ernest Holmes y Emmet Fox, entre otros. A sus obras favoritas, de cariz espiritual, les tenía dedicado un espacio en su librería con forma de nave de iglesia medieval. Fue ahí, precisamente, donde el aprendiz de librero se cruzó un día con Salinger, sentado en el suelo hojeando obras sufíes.
Testigo privilegiada de los movimientos literarios de avanzadilla, impulsora y dinamizadora, pionera en la celebración de actividades diversas e ingeniosas en las distintas sedes que tuvo la librería a lo largo de los años (no solo presentaciones de libros, sino montajes atrevidos en los escaparates, conferencias innovadoras, fiestas con presencia de figuras destacadas de las letras y otros ámbitos de la creación…), Frances Steloff estuvo en el centro de la agitación cultural de su tiempo, convirtiendo a la Gotham Book Mart “en el templo sagrado que llegó a ser, un lugar imprescindible para autores, lectores, editores y críticos”, como indica José Manuel de Prada-Samper.

En el célebre catálogo “We Moderns”, la mejor tarjeta de presentación de la librería, el crítico norteamericano Samuel Putnam se refiere a las razones del éxito de la misma, haciendo hincapié en la sutil sintonía de su fundadora con “el periodo literario que vivió”, en su apertura a todo tipo de búsquedas, en su actitud “resueltamente valerosa, tanto en lo financiero como en lo estético”. Su retrato de la Gotham lo dice todo: “Era un buen batiburrillo literario de todos con todos , siendo requisito único el que un escritor perteneciese a su época y, al menos intentara desesperadamente decirle algo a su época”.
Es mucho lo que nos ofrece esta obra que, como decía al comienzo, nos regala un viaje a un Nueva York lleno de vibraciones, de despertares. En un momento dado, Steloff apunta a lo que, a finales de la década de los 40, observaba como el comienzo de una desgraciada tendencia de futuro. “Las verdaderas librerías estaban desapareciendo rápidamente, y no pasaría mucho tiempo antes de que los puntos de venta para los editores fueran los grandes almacenes y las cadenas de librerías, con su atmósfera de supermercado”, nos detenemos en sus palabras tanto tiempo después. “Lo lamento por las futuras generaciones, que no conocerán nunca la atmósfera y la charla amistosa de las verdaderas librerías…”, seguimos leyendo.
En una época tan tecnologizada como la nuestra, encontramos absolutamente vigentes sus opiniones; sentimos que las librerías son espacios de búsqueda, de calma y de encuentro que no debemos perder, aunque todo ha cambiado tanto que ya no somos capaces de acercarnos a ellas con la misma curiosidad, pasión y espíritu de aventura con que lo hacían los lectores de antaño, en esos tiempos en los que Frances Steloff era capaz de ponerse a bailar alrededor de una mesa cuando hacía una venta tan buena que le permitía seguir adelante.
La librera y los genios. Una historia de Nueva York, memorias de Frances Steloff, ha sido publicado por Trama Editorial. Con presentación y traducción de José Manuel de Prada-Samper y epílogo a cargo de Matthew Tannenbaum