Julio Ramón Ribeyro: Un hombre a un cigarrillo pegado

Por Javier Goñi © 2015 / Así lo recuerdo. Un hombre a un cigarrillo pegado. Enflaqueciendo las mejillas. Absorbiendo –con rabia, con convicción, tanto da- el humo de su cigarrillo. Entonces, se fumaba en las librerías, se fumaba en todas partes. Se fumaba. El equipo de TVE –principios de los años ochenta, no había otra televisión-, abundante. Abundante como si fuera el Real Madrid en estado de gracia; dos personas por puesto: el cámara, y su ayudante, y la cámara de cine con su trípode, entonces se rodaba todavía con cámara de cine; el chispas –se encargaba de los focos, dos tres, convenientemente colocados; en ocasiones, si era casa particular donde se rodaba, podían saltar los plomos-; el encargado del sonido, a veces con ayudante, para que se fogueara, para que aprendiera, para que hiciera número; el realizador, ah, el realizador con ínfulas de D. W. Griffith o Cecil B. DeMille, con bombachos y jersey de rombos sin mangas: realizador o ayudante de realizador, éste también con ínfulas; el de producción; y el asesor contratado, la parte más débil de la cadena de producción de TVE, Prado del Rey, si me quieres escribir ya sabes mi paradero: el asesor, éste, el arriba o el abajo firmante –no he visto, a esta altura de redacción del texto dónde va la fe de vida de uno-. El asesor, uno, el único que sabía esa mañana de primavera de 1983, en Madrid, en la librería Antonio Machado, de la calle Fernando VI, quién era el hombre moreno, delgado, delgado: digamos flaco y nos quedamos cortos. Un hombre flaco, que encadenaba un cigarrillo tras otro, esperando: se sabe que no le gustaban mucho las entrevistas, y menos –enflaquecía las mejillas, absorbía, absorbía, y echaba con furia, con decisión, el humo- las de televisión, aquella, con toda la parafernalia de la TVE de Entonces, la Única. Tal vez en esa espera de corredor de la muerte, Él, el hombre a un cigarrillo pegado, el Asesor, el arriba/abajo firmante, la parte más vulnerable de la cadena de producción, y la Editora, la Mítica Editora, Beatriz de Moura, la Mujer más Atractiva de la Edición Española; acaso, en ese momento, viéndolos trajinar, a los de TVE, Beatriz de Moura contó, primavera de 1983, que un equipo de TVE había estado –o iba a estar: me da pereza mirar en Google de cuándo es El amante– en París, en casa de Marguerite Duras, la casera de Enrique Vila-Matas, como todo el mundo sabe; un minúsculo apartamento, el de la Duras, y en el trajinar del abundante equipo de TVE se hizo añicos un valioso jarrón, si no chino, vietnamita, por El amante, por la Conchinchina francesa; valioso, digo, por los desconsolados ayes de la Duras, estos españoles, mondieu. Lo contaba Beatriz de Moura, esa mañana de primavera de 1983, que había ocurrido o que iba a ocurrir, y aquel hombre flaco, flaco, delgado, chupaba su cigarrillo, él tan vecino como la Duras de París, y asentía, escuchaba, y este Asesor, mientras, repasaba/asentía, repasaba/escuchaba sus preguntas. Doce en total, aquí está la cuartilla por ambas caras. A máquina (de escribir: una Lettera 33). Doce preguntas. La primera: “Si no le hubiera sorprendido aquella nevada en Múnich, a comienzos de 1956, ¿habría acabado siendo novelista igualmente?”. El hombre flaco ha apagado el cigarrillo, un enésimo, y contesta: se ha fundido un foco, hay que volver a empezar de nuevo. El ayudante de dirección, Griffith, B. DeMille, grita acción –en la cercana Plaza de Alonso Martínez se espanta una bandada de palomas como si fueran gaviotas con olor a mar- y la cosa sigue. Y, por fin, última pregunta: “Si aquel emperador chino, del que habla en Prosas apátridas hubiera destruido de verdad el alfabeto y todas las huellas de la escritura, ¿qué hubiera hecho usted, cómo habría justificado su vida?”.

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Usted, Julio Ramón Ribeyro, el gran escritor peruano (1929-1994), uno de los mejores autores de cuentos contemporáneos de habla hispana. Como dejó escrito, en su momento, otro peruano ilustre y buen amigo de este, Alfredo Bryce Echenique, “Julio Ramón Ribeyro puede ser fácilmente considerado como nuestro Borges o nuestro Rulfo, es decir un maestro del arte de narrar y hasta un escritor francamente genial”.

Julio Ramón Ribeyro. En 1975: casi 40 años, varios libros publicados ya en editoriales peruanas de corto alcance o de accidentada difusión: manos descuidadas le cambiaban allí en su país, madre-madrastra, sus títulos. Un desconocido en la Madre Patria: en Madrid había estado, con magra beca, pensión, cigarrillos y apenas algo de comer, en los principios de los años cincuenta, como a finales de década vendría otro ilustre paisano suyo, con ambiciones y ganas de triunfar, aunque antes se aposentaría en una modesta pensión de una bocacalle de Menéndez Pelayo y en un bareto esquinado escribiría su novela: éste es Mario Vargas Llosa, el otro Julio Ramón Ribeyro; avatares ideológicos no lograron nunca quebrar la relación que fue amistad durante mucho tiempo. Amigos, Julio Ramón, Vargas y Bryce Echenique, qué tres espadas, cuánta pluma.

Fue, sin duda alguna, por edad y por calidad, el escritor más injustamente excluido de aquel festín de la literatura que se llamó el boom de la narrativa latinoamericana”, dejó escrito de Ribeyro su amigo Alfredo Bryce Echenique.

En 1975, digo, en España, en los añorados y míticos “Cuadernos marginales”, de Tusquets, aparecieron como una rareza –muchas rarezas hay en esos Cuadernos, marginales o ínfimos, unos dorados, otros plateados: de ambos busco desde hace tiempo títulos que me faltan- sus Prosas apátridas, un librito que lleva un esclarecedor e informativo –lo desconocíamos casi todo de él- del entonces prestigioso profesor peruano, afincado en una o varias universidades norteamericanas, José Miguel Oviedo. Para éste, estas Prosas, aquellas, eran un “un autorretrato espiritual”, una suerte de cajón (de)sastre donde cabía todo, y que se iniciaba con este lamento:

“¡Cuántos libros, dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte ¡qué quedará de todo esto!”. Y unas líneas abajo, pasamos página: Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido”.

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Antesala del olvido, sí, pero ¿las librerías, nichos de madera? Me temo que la excavadora de estos tiempos, de estas costumbres, remueven periódicamente esos nichos –frágiles- de madera y echan, en vertederos de olvido, esa fosa común, libros y libros, nombres y nombres, autores y autores, sueños y sueños. Julio Ramón Ribeyro, sí, y qué tenemos ahora. En 1975 –yo ya era lector-, sí, únicamente sus Prosas apátridas. Para entonces ya había publicado en Lima, a mediados de los cincuenta, un libro de cuentos, Los gallinazos sin pluma;  luego vendrían otros libros de cuentos –para él el cuento era un género mayor- y novelas: la primera, Crónica de San Gabriel, la escribe en Múnich, aislado por la nieve en casa de una familia obrera que le acogió: tres meses después, cuando la acabó, había dejado de nevar, asomaba la primavera; otra es Los geniecillos dominicales, de 1965, una novela limeña –quiero decir una novela de noches, bohemias, cigarrillos, alcoholes, sueños-; y otras.

Había publicado en Lima, a mediados de los cincuenta, un libro de cuentos, “Los gallinazos sin pluma”;  luego vendrían otros libros de cuentos y novelas: la primera, “Crónica de San Gabriel”, la escribe en Múnich, aislado por la nieve en casa de una familia obrera que le acogió: tres meses después, cuando la acabó, había dejado de nevar, asomaba la primavera.

Pero aquellos libros, todos, tuvieron un triste y accidentado pasar, o estar, pero no acababan de llegar a todos los lectores. Ribeyro había dejado Lima a comienzos de los cincuenta y tuvo un errático vagabundeo por Europa. En Madrid, ya se ha dicho, y en Bruselas, y en Múnich –sin saber nada de alemán-, y, desde luego, París, a donde llegó por estas cosas del amor. Tras casi una década, la de los cincuenta, (mal)viviendo en Europa con trabajos esporádicos que no le cubrían lo esencial para vivir (cigarrillos y lo demás, en ese orden) decide que es hora de regresar a Perú, a ver qué pasaba, con su vida y con sus libros. El regreso nunca soluciona nada y él no se asentó, por más que probó (otros) mil trabajos.

Casa de malecón Sousa 108, departamento 602, Barranco, julio de 1992. Ribeyro con Jorge Coaguila. Foto: Miguel Carrillo
Casa de malecón Sousa 108, departamento 602, Barranco, julio de 1992. Ribeyro con Jorge Coaguila. Foto: Miguel Carrillo

Desorientado en su propia tierra, recuerda que una vez en Amberes había concertado una cita con una amiga belga delante de Notre-Dame, con día y hora: el 22 de noviembre de 1960 a las seis de la tarde. Nada más y nada menos. Así que decide cumplir y se embarca para Europa. Como quien coge un Cercanías.

Las mujeres, en Julio Ramón Ribeyro. Escribe en Prosas apátridas: “Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién (…). Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar.”

Las mujeres, en Ribeyro. Aquella cita delante de Notre-Dame, por la que regresa a Europa. Es aquella película, ¿no?, Tú y yo, quizás, en la que una pareja queda en volverse a ver, tantos años después, en lo alto del Empire State. Llega a París, uno lo puede contar, pero mejor que sea él: “Llego a la cita y a la hora convenidas y, cosa extraña, la chica está allí. Pasamos una temporada maravillosa, pero de pronto la chica desaparece. Me entero más tarde que ha regresado a Amberes para casarse con un diamantero israelita”.

Desorientado en su propia tierra, recuerda que una vez en Amberes había concertado una cita con una amiga belga delante de Notre-Dame, con día y hora: el 22 de noviembre de 1960 a las seis de la tarde. Nada más y nada menos. Así que decide cumplir y se embarca para Europa. Como quien coge un Cercanías.

Otra vez la zozobra en su vida. París, con aguacero o sin aguacero, pero sin un franco para dormir, para comer y para comprar tabaco, es muy dura, nada de cité de la lumière. Vargas Llosa, el amigo, le consigue un puesto de traductor en la Agencia France-Presse: al final de su vida, se lo he leído a Ramón Chao, un escritor y periodista español que vivió muchos años en París, y que ahora es el padre de Manu Chao, aunque durante mucho tiempo fue Ramón Chao, un gallego muy relacionado con los escritores latinoamericanos y con la cultura francesa, Ribeyro intentó cobrar infructuosamente su pensión y es que la burocracia de la agencia conservaba en un viejo legajo administrativo una nota inquisitorial al uso francés: “Los deberes del periodista son incompatibles con la lectura en horas de oficina de En busca del tiempo perdido. Pues eso.

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Aun así, o por eso, por leer a Proust y por la intercesión de Vargas Llosa se quedó definitivamente en París. Y en París siguió en los años sesenta escribiendo sus libros que iban apareciendo en su país, como los de la década anterior, libros de pequeñas tiradas, algunos con hirientes erratas en los títulos. Ya lo recordaba el profesor José Miguel Oviedo en el texto citado que acompañaba la edición española de Prosas apátridas: en 1964 publicó en Lima un par de libros de cuentos. Uno se titulaba Las botellas y los hombres, aunque el duendecillo de imprenta peruano prefirió que fuese Los hombres y las botellas (y no sería de extrañar que de las dos formas apareciese en las bibliografías). El otro se titulaba Tres historias sublevantes, un adjetivo que le iba muy bien al texto, pues al decir de Oviedo no había página marcada a fuego por una o varias erratas; hubo que esperar mucho tiempo más hasta que una nueva edición restaurara el texto original, convenientemente podado de erratas y desatinos.

En mi opinión de entusiasta lector de Julio Ramón Ribeyro –y este texto me ha dado la ocasión, en el inolvidable por caluroso mes de julio madrileño, de releer muchas cosas suyas, cuentos, ojear sus novelas, conocer algo de su teatro, picotear sus diarios- uno de sus mejores cuentos es La juventud en la otra ribera, que dio título a un libro de relatos aparecidos, una vez más, en Lima por aquellos años y que, como cabe imaginar, apareció allí como La juventud en la otra rivera.  

Afortunadamente, con ese título real, con la ribera, apareció en la primavera de 1983, la primera antología de cuentos de Ribeyro que se publicaba en España. Lo editó la olvidada Bibliotheca del Fenice que por entonces llevaba para la –también olvidada- editorial Argos Vergara esa ave fénix con las plumas agujereadas por el plomo de la (buena o mala) vida que fue, por aquellos años, Carlos Barral. Fue, La juventud en la otra ribera, el primer título de Ribeyro que desembarcó en marzo de 1983. Luego, en abril, se publicaría su novela rural –la única que escribió, él siempre quiso ser un novelista urbano, limeño-, Crónica de San Gabriel y, en mayo, Los geniecillos dominicales, una novela que recreaba sus años estudiantiles, bohemios –humo, alcohol, cafés, amigos, enamoradas, pensiones, libros, sueños-, y que cuando se publicó veinte años antes en Lima constituyó un escándalo (con erratas, claro). Estas dos novelas las editó Tusquets, y de Los geniecillos…, como no podía ser otra forma con ese título, cae revoloteando, en los días de julio, calurosos y madrileños, un billetito de (editora) enamorada, una nota manuscrita de Beatriz de Moura (Tusquets Editores, S. A., Iradier, 24, teléf. 2474170, Barcelona-17), y con su letra estas palabras: “con retraso (por haber introducido cambios el autor en las pruebas), pero por fin llega a tus manos la que, según algunos, es el mejor libro de Julio Ramón… Un abrazo, Beatriz”.

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Fueron, sí, aquellos tres libros, uno de cuentos -22 seleccionados por él de entre el centenar que entonces llevaba escritos, escribiría todavía algunos más en los diez años que le quedaban aún de vida- y las dos novelas, los tres de aquella primavera de 1983, los que nos hicieron ser –a algunos, a algunos muchos: es, sí, insisto, uno de los grandes cuentistas latinoamericanos en un continente que anda sobrado de excelentes autores de cuentos-, nos hicieron ser, digo, ribeyristas para siempre. Aquella primavera de 1983 vino a Madrid a presentar sus libros y fue cuando únicamente lo vi y lo entrevisté para TVE, como ya he contado. Diez años después, entre el 30 de junio y el 3 de junio de 1994,  el Ateneo Americano de Casa de América organizó, moderada por su gran amigo Alfredo Bryce Echenique, una Semana en torno a Julio Ramón Ribeyro, en la que participaron amigos y admiradores españoles y peruanos.

Él ya para entonces estaba en Lima, con nuevos amigos, con una enamorada nueva (gustaba a las mujeres: tuvo toda la vida una mujer, su viuda literaria, con la que tuvo un hijo, una viuda que apacienta la obra de su marido y veta, por ahora, los diarios de sus últimos años, por ser demasiado íntimos o cercanos o, acaso, ¿infieles?). Él ya estaba allí, de vuelta a su país, despidiéndose –la mala salud, las operaciones, los cánceres, las cicatrices ocupan muchas líneas en su cronología vital– de la literatura, de la vida, de Lima, que le había tratado como le había tratado (regresó al Perú de los años noventa, al de la violencia de Sendero Luminoso: hay por ahí un texto casi póstumo en el que presenta un libro entre amigos en una librería y estallan, fuera, bombas que no tenían nada de celebración, ni de fuegos artificiales, aunque sonaran igual).

Regresó al Perú de los años noventa, al de la violencia de Sendero Luminoso: hay por ahí un texto casi póstumo en el que presenta un libro entre amigos en una librería y estallan, fuera, bombas que no tenían nada de celebración, ni de fuegos artificiales, aunque sonaran igual.

Julio Ramón Ribeyro murió en diciembre de ese mismo año 1994 (había nacido en el 29). Antes, tan solo unos meses antes, en su último verano, desde la terraza de su casa limeña desde donde se veía al mar pacífico encolerizarse con olas que iban a romper a esa playa, la que veía desde su ventanal. Antes, Ribeyro escribió un cuento excepcional, Surf, excepcional por su calidad y también por su sabor salado a despedida, a escrito testamentario. Ese cuento, verdaderamente intenso, emotivo, en el que un escritor, él, aunque se llame Bernardo, lucha con las últimas fuerzas, con la vida que se le escapa, por rellenar, una vez más, y otra, y otra (tal vez la última vez), un folio en blanco y enfrente, abajo, entre las olas del colérico mar pacífico ve a los jóvenes hacer olas, surfear. No conocía este cuento y me ha emocionado vivamente, en este verano de cólera de sol, pues me ha recordado una novela corta, donde los chicos hacen olas y cortejan a sus enamoradas: esa pequeña obra maestra que es Los cachorros (Pichula Cuéllar), de Vargas Llosa, ese libro que me marcó tanto un verano aquel, el de los veinte años, pero esa es otra historia, que no hace al caso, y ésta, la de mi pasión por Julio Ramón Ribeyro (su dedicatoria en La juventud en la otra ribera: “Para Javier, con la simpatía de Julio Ramón, Madrid 83”: he tenido mejores dedicatorias, pero esta con el libro no la cambio por nada); esta historia, esta pasión, tiene que terminar.

En su último verano Ribeyro escribió un cuento excepcional, Surf, excepcional por su calidad y también por su sabor salado a despedida, a escrito testamentario. Ese cuento, verdaderamente intenso, emotivo, en el que un escritor, él, aunque se llame Bernardo, lucha con las últimas fuerzas, con la vida que se le escapa, por rellenar, una vez más, y otra, y otra (tal vez la última vez), un folio en blanco y enfrente, abajo, entre las olas del colérico mar pacífico ve a los jóvenes hacer olas, surfear.

Así que enumeremos. Los libros citados, Argos Vergara, Tusquets, inencontrables. Por si hay suerte, muy interesante, por ser muy completa y haber sido seleccionados sus textos por el propio autor: Antología personal (Fondo de Cultura Económica, Perú-México, 1994). Alfaguara editó sus cuentos completos en los años noventa en una colección que el tiempo ha amarilleado, el formato era incomodísimo, molesta su lectura, pero ahí están sus cuentos completos. Lo que vale, lo que pesa.

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La edición más completa (recoge varios cuentos nunca vertidos a libro e incluye esa joya postrera, casi póstuma, que es Surf) es la que se titula (como la edición peruana en varios tomos) La palabra del mudo. Es un tomo impecable, muy manejable, más de mil páginas, absolutamente recomendable, lo editó Seix Barral en 2010. Esta misma editorial había publicado, unos años antes, en 2003, con prólogos de Ramón Chao y del novelista colombiano Santiago Gamboa, su diario personal de 1950 a 1978 (desde entonces, la viuda literaria, Alida, echó el candado). Este libro excepcional (ya no tengo espacio para recomendar sus espléndidos diarios) se titula La tentación del fracaso.

Y no quisiera terminar –ya de verdad- sin citar otra pequeña joyita, que editó José Antonio Zapatero desde su editorial Menoscuarto y con la que inició una pequeña colección, “Entretanto”, de las que caben en un bolsillo. El libro es de 2009 (tal como está el panorama librero, ¿inencontrable?) y reúne en poco más de setenta páginas uno de sus mejores cuentos –si hubiera que recomendar tres relatos largos de Ribeyro, uno sería el citado La juventud en la otra ribera; un segundo sería, Silvio en El Rosedal; el tercero este del que voy a hablar, una vez cierre el inciso; y de coda espléndida, Surf, claro-. El relato, pues, se llama Sólo para fumadores: es un texto muy divertido, tierno en ocasiones, autobiográfico y un perverso y genial alegato sobre el tabaco y sus beneficios. Un relato, este, que debería, si se volviera a editar, llevar como las cajetillas lo de “El tabaco mata”.

Y como aunque a Julio Ramón Ribeyro siempre lo tenía presente, aunque sus libros estuvieran en el nicho de la biblioteca de uno, no quisiera dejar de citar un libro excelente, un magnífico relato periodístico-biográfico –ahora mismo en Latinoamericana se está haciendo un periodismo literario de mucho valor-, el libro cuya lectura, estos meses de atrás, me ha removido el recuerdo del escritor peruano. Se titula Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro, del periodista peruano Daniel Titinger, y que ha publicado en la colección “Vidas ajenas” Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2014: se puede encontrar en las librerías españolas sin problemas. Es un magnífico reportaje-entrevista (con sus allegados) en torno a Ribeyro, hecho de forma itinerante, en París, en Lima, donde pudieran encontrarse huellas de Ribeyro. Es interesante la conversación que mantiene el periodista con Alida, la viuda, en su casa de París. Y este es el tono, por ejemplo: “Alida conoció a Julio Ramón Ribeyro. Se casaron. Tuvieron un hijo. No fueron felices, se dice. Cuando murió su esposo, Alida de Ribeyro se convirtió en el feroz paradigma de la viuda literaria: una mujer dispuesta a cortarle la yugular a quien pretendiera tocar el legado de su marido”.

Son unas líneas tan solo, que no maltratan su testimonio, muy rico en matices, y determinan el estilo. Es un libro absolutamente recomendable que huele, en todas sus páginas, a cigarrillo encendido, a Julio Ramón Ribeyro. Eso fue: un hombre a un cigarrillo pegado.

Ribeyro II


FIRMAS SUMERGIDAS | JAVIER GOÑI

JavierGoñi

Javier Goñi (Zaragoza, 1952) es periodista especializado en temas culturales y crítico literario desde hace 35 años. Ha trabajado y colaborado en vario periódicos y revistas. Fue asesor del programa cultural de TVE, Tiempo de papel. Ha participado en varios libros colectivos, ha coeditado tres libros de relatos de narradores españoles contemporáneos. Es autor del libro de conversaciones Cinco horas con Miguel Delibes (1985). Entre 2009 y 2013 mantuvo el blog literario “El pizarrín”. Del casi del centenar de entradas seleccionó 35 en el libro Milhojas de sentido (La Isla de Siltolá, 2014). Miembro de numerosos jurados literarios, es Vicepresidente de la Asociación Española de Críticos Literarios. Desde 1992 ejerce de forma habitual la crítica de narrativa en español en Babelia (El País). Colabora también en Turia, Mercurio e Insula. Trabaja en el Gabinete de Prensa de la Fundación Juan March.

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