Por Emma Rodríguez © 2013 / “No hay más que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de luz”. Con esta cita de Simone Weil, perteneciente a su obra “La gravedad y la gracia”, descorre Eloy Tizón la cortina de su nuevo libro, “Técnicas de iluminación” (Páginas de Espuma), una entrega que me ha devuelto a las atmósferas, a los colores, a las sensaciones que el autor me descubrió hace ya mucho tiempo, cuando leí “La velocidad de los jardines”. Entonces me sentí muy cerca de ese territorio de paisajes desvaídos, de nubes poéticas que obraban el milagro de añadir prodigio a los detalles, a los andares cotidianos. Aunque lejano, los estímulos, los recuerdos de aquel viaje, nunca me abandonaron, del mismo modo que tiempo después incorporé a mi presente algunas sugerentes imágenes de “La voz cantante”, una novela en la que la figura del diablo se presenta ante el protagonista en diferentes momentos. Aún me veo por esos días en el vagón del metro buscando el extraño rostro del mal entre los pasajeros.
Es ese el efecto que la literatura obra en ocasiones en nuestra vida. Determinadas escenas se pegan a la piel, se vuelven tan vívidas que acaban matizando nuestras percepciones o se convierten en una especie de melodía, de banda sonora, que nos acompaña. Las narraciones de Eloy Tizón me han cautivado por su capacidad de adentrarse, de mimetizarse con mis propias experiencias, pero no desde lo evidente, sino desde lo imperceptible, no desde lo sabido sino desde lo buscado. He leído su nuevo libro, relato a relato, pero al final me he quedado con la impresión de haber recorrido un todo, una corriente fluida que nos arrastra hacia el interrogante de quiénes somos y quiénes queremos ser realmente.
Hay una marea de palabras, de intuiciones, de metáforas que atrapan los movimientos, las quietudes, las vibraciones, lo que soñamos, lo que sentimos. Hay pérdidas, muchas pérdidas, en este volumen en el que el autor demuestra que, evidentemente, ha crecido respecto a “La velocidad de los jardines”, manteniendo la frescura de entonces en el modo de contar, esa inconfundible forma de someter la narración a los hallazgos del magma de la poesía, pero renovándose a través de una mayor hondura y experiencia. “Hay veinte años de diferencia entre ambos libros. Antes no tenía el bagaje vital suficiente para hablar de la pérdida, del dolor. Mi amigo Ángel Zapata me dijo que “Técnicas de iluminación” era mi obra de malestar ante la madurez y creo que es algo que lo define muy bien”, me contó el escritor en un encuentro reciente, mientras hablábamos del paso del tiempo, de las búsquedas, de los aprendizajes. También me confesó que su pretensión fue “ir más allá de lo razonable” y manejarse entre el control y el descontrol, añadiendo a las piezas ciertos elementos caóticos, pero sin llegar al desorden, jugando, en definitiva, a mezclar lo racional con lo irracional.
El autor demuestra que, evidentemente, ha crecido respecto a “La velocidad de los jardines”, manteniendo la frescura de entonces en el modo de contar, esa inconfundible forma de someter la narración a los hallazgos del magma de la poesía, pero renovándose a través de una mayor hondura y experiencia
Hace tiempo que Eloy Tizón (Madrid, 1964) ha dejado de ser una promesa para erigirse en uno de los narradores más originales y atractivos del actual panorama de nuestras letras. Sus relatos tienen un clima propio, nos sumergen en esos fondos marinos en los que descubrimos misteriosas especies y matices desconocidos, fondos en los que las cosas son nombradas con palabras diferentes. Me encantan las asociaciones que establece el autor, su fijación en los pequeños detalles, la plasticidad de sus imágenes, esas conclusiones con las que suele rematar sus cuentos. Por ejemplo: “Sin embargo, en el instante de morir, con nuestro último aliento todos comprenderemos que sin sospecharlo nuestros pies han bordado un tapiz”. O: “Dentro de poco, si hay suerte, estaremos todos perdidos”.
No cree Tizón en los cuentos perfectos a los que no les sobre ni les falte nada. Cree en los cuentos pluscuamperfectos, en los libros de cuentos “excesivos, híbridos, por momentos malogrados en su desinhibición literaria”. Leo un artículo suyo sobre el género publicado en la revista “Quimera”. “Un cuento sólo puede ser perfecto a condición de conformarse con poco; de quedarse corto. A menos ambición, más perfección. Cuanto más ambicioso, arriesgado y emocionante sea un relato, más posibilidades existen de obtener un resultado descompensado o aberrante para la norma social y el gusto establecido, como son gozosamente, hermosamente imperfectas las películas de Godard o Cassavetes”, sigue explicando.
Sobre el proceso de la escritura ofrece algunas claves en la pieza de “Técnicas…” titulada “Horarios cambiados”, donde el protagonista pone de manifiesto, entre otras cosas, que escribir “es estar más despierto de lo normal”, con “un espasmo de lucidez” recorriéndolo todo y sacudiendo “el sistema nervioso con una descarga de vitalidad, de plenitud, de audacia”. Que “no existe nada parecido a un lugar acogedor para escribir”, porque en sí mismo es “lo contrario del hogar: un lugar inhóspito, manicomial, un sótano con poca luz y humedad excesiva”. Y que, sin embargo, si se sabe acudir a ese espacio a hacer visitas breves y se pasa el resto del tiempo fuera y lejos, puede parecerse “un poco a la felicidad”.
Hay, volviendo a las palabras con las que Tizón habla de los cuentos que le gustan, ambición, riesgo y una peligrosa capacidad de provocar emociones en sus propios relatos. En “Técnicas de iluminación” hay ganas de rebeldía, de decir no a las imposiciones, de rozar la autenticidad. Hay poesía y senderos que se abren en múltiples direcciones, senderos que dejan en el lector la sensación de andar sin rumbo, hacia posibilidades inesperadas más allá de lo establecido, de lo pautado, ya sean los horarios del trabajo, los compromisos, las rutinas.
“Uno camina y camina. Camina a la sombra. Camina al sol. No deja de caminar nunca, despacio o rápido dependiendo de los días. Da vueltas en círculo. Se empapa con la lluvia y se seca con la luz. ¿Por qué caminar tanto? No hay respuesta. No hay tiempo para analizarlo. Se trata de caminar, sin más. Adelante, siempre adelante. Por gusto, por hartazgo, por necesidad. A través de puentes y espesuras y concavidades y encrucijadas y lunes. Se atraviesan bosques, conventos. Se empujan masas de aire con las piernas. Se desplazan bolas de humo. Se cruzan ríos parecidos a locomotoras. Se tarda un mar o dos en llegar”, leo el primer párrafo del primer relato, titulado “Fotosíntesis”, que se acompaña de un pequeño y muy significativo subtítulo entre paréntesis, “acompañando a Robert Walser”.
Ahí ya está marcado el sentido del libro: Andar, seguir adelante, perderse, encontrarse, mirar, asombrarse, contentarse, negarse… Hay un aire particular, un ritmo que lo envuelve todo y una búsqueda esencial, la de la luminosidad de ciertos momentos que pueden detenerse o pasar raudos ante nuestros ojos. Se trata de atrapar esas ráfagas de luz, de ser conscientes de la fragilidad de los instantes que merodean alrededor de lo que podría llamarse felicidad. Porque “la felicidad da miedo” y “uno se siente más cómodo y protegido en las afueras de la felicidad -igual que en las afueras de las ciudades o en las afueras de la gente-, sin tanta presión encima, con más espacio libre para moverse y, llegado el caso, bailar…”, seguimos en el mismo relato.
Hay un aire particular, un ritmo que lo envuelve todo y una búsqueda esencial, la de la luminosidad de ciertos momentos que pueden detenerse o pasar raudos ante nuestros ojos. Se trata de atrapar esas ráfagas de luz, de ser conscientes de la fragilidad de los instantes que merodean alrededor de lo que podría llamarse felicidad.
La voz de “Técnicas de iluminación” es una voz que sale de dentro, una voz reflexiva, existencial, que se desborda, que indaga, que va construyendo un discurso, un sentido, un poema. Muchas de las piezas no tienen apenas argumento, solo esa voz que habla consigo misma y a la vez se dirige a interlocutores desconocidos. Esa voz que avanza a ciegas contándose, contándonos lo que anhela, lo que teme, lo que persigue, lo que le gustaría hacer y ser. Hay inmediatez y hay palpitaciones en esas piezas que conviven en armonía con otras más convencionales en el sentido de relatar una historia con episodios, personajes y circunstancias concretas.
Lo único que necesitamos para adentrarnos en las llanuras, en los parques narrativos que nos propone Tizón, es calzarnos con zapatillas cómodas y ligeras y asumir que con ellas todo es posible, incluido sobrevolar por encima de los tejados como si estuviésemos dentro de un cuadro de Chagall. No puede ser de otro modo si queremos alejarnos de lo sabido, de las ciudades de las prisas que se habitan, de los oficios aburridos que se ejercen, de las convenciones que se aceptan. “Caminando, caminando, nos fuimos alejando cada vez más, hasta salirnos del mundo”, leo en “Merecía ser domingo”, que nos conduce hacia un bosque de cuento más allá del cual habitan los sueños.
En ese relato Eloy Tizón escribe sobre el silencio y sobre los besos negados. “Los besos son importantes. Por culpa de un beso de buenas noches denegado por su madre cuando era niño, Proust teje toda una neurosis familiar en forma de novelón asmático, policromado, que en el fondo es todo él una indagación detectivesca alrededor de los besos furtivos o fantasmales…”, subrayo en la página 24 este original paréntesis que va al hilo del discurso reflexivo, lo rompe y lo construye, dando idea de la libertad con la que el autor se mueve por la cuartilla, se deja llevar sin ataduras, sin pautas fijadas de antemano.
Mientras leía este relato en concreto, que alude “al perfume solitario de las cosas”, mientras repasaba otras piezas en las que los objetos parecen adquirir vida propia; por ejemplo las maletas de “Los horarios cambiados” o las casas de “La calidad del aire”, incómodas porque aún no se han acostumbrado al color amarillo con el que han sido pintadas, me acordé de “El pensamiento del corazón” (Siruela), del psicólogo estadounidense James Hillman, quien habla del alma de las cosas. “El mundo se presenta con formas, colores, atmósferas, estructuras: un despliegue de formas que se muestran a sí mismas. Todas las cosas tienen un rostro, y el mundo no es sólo un conjunto de signos codificado que hay que descifrar, sino también una fisonomía que hay que contemplar…”, señala Hillman, quien se refiere a la súbita iluminación de las cosas a través de la imaginación y del modo en que el alma de las mismas “concuerda con la nuestra o se funde con ella”.
Los cuentos de “Técnicas de iluminación” nos llevan hasta ahí y nos conducen a los deseos e impulsos inconfesables, a lo que pensamos y dejamos guardado en nuestro cofre interior. ¿Quién no ha querido perderse y aparecer en otra parte, con otra vida, con una identidad diferente? En “La calidad del aire” el personaje que cuenta es capaz de hacerlo realidad, de ir más allá de la tentativa para saber lo que se siente tras arrojar por la rendija de una alcantarilla las llaves, el dinero, la documentación. Sabe que “acaba de traspasar un límite”, que ha pasado a otro lado donde se encuentra con una mujer que parece perseguirlo, una mujer extraña, que perfectamente podría haber sido dibujada por cualquier pintor surrealista.
Extraño, absurdo, repulsivo, resulta el jefe que pide a una empleada que haga desaparecer una caja misteriosa con algo -¿tal vez un monstruo?- que se mueve dentro. Sucede en “Ciudad dormitorio”, un relato que ahonda en la fascinación de la locura. Cruel resulta la relación que se narra en “El cielo en casa”, una impactante historia en la que una mujer ejerce su poder sobre otra, la convierte en su amante y la humilla hasta llevarla al desequilibrio. Hay relatos sobre parejas que se separan, sobre el abandono, sobre la pérdida y la capacidad del ser humano para superarla y seguir adelante aunque, irremediablemente, algo se haya roto en su interior. En todos ellos hay pequeños huecos por los que se cuela la luz y una clara intención de llegar hasta los bordes de las cosas, de las situaciones, y traspasarlos. Pero también hay resignación ante el transcurso de la existencia, ante los miedos que el ser humano experimenta y ha experimentado siempre.
“Sigues sin saber para qué vives. Nadie lo sabe. Todos tenemos dudas, todos tenemos miedos, todos estamos muy solos. Uno intenta vivir, mejor o peor, eso es todo. Salir del atolladero sin demasiadas magulladuras. Hay que vivir sin estar realmente preparados para la vida, improvisando sobre la marcha, como quien toca de oído, a ver qué sale”, subrayo este fragmento de “Manchas solares”. Una historia que nos habla de la vulnerabilidad.
Hay relatos sobre parejas que se separan, sobre el abandono, sobre la pérdida y la capacidad del ser humano para superarla y seguir adelante aunque, irremediablemente, algo se haya roto en su interior. En todos ellos hay pequeños huecos por los que se cuela la luz y una clara intención de llegar hasta los bordes de las cosas, de las situaciones, y traspasarlos.
Los relatos de Tizón son contemporáneos, pero no hay marcos temporales o espaciales concretos. Hay ciudades asfixiantes, arrabales desoladores y campos a los que huir, pero por encima de todo ello está esa sensación de pérdida, esa cierta fragilidad propia de una época en la que hemos olvidado lo que es la seguridad, la permanencia. Hay un momento en el “Cielo en casa” en que se alude a los conflictos, al desempleo y las bancarrotas en una especie de murmullo que escucha la protagonista mientras se recupera en un centro de rehabilitación. Hay otro, en el cuento que cierra el volumen, “Nautilus”, donde se ridiculizan los concursos de todo tipo, se habla del avance hacia “la cretinización total de la especie”, del lavado de cerebro de los mensajes subliminales de la publicidad y se llega a decir: “Hay días en que entras en una sucursal bancaria y todo huele a caca (…) Ni aún tapándote la nariz consigues eliminar del todo el hedor. Lo llevas impregnado en la garganta, en los pliegues de la ropa, en la conciencia, no sale ni restregándote las manos con un cepillo de uñas”.
Somos seres a la deriva en un mundo que ha perdido sus referencias, parecen exclamar los personajes de Eloy Tizón. “Está claro que la vulnerabilidad que todos experimentamos, ese sentimiento anímico, emocional, de falta de estabilidad, se cuela en mis relatos”, recuerdo sus palabras. “Técnicas de iluminación”, un libro que ha de proporcionar, seguro, experiencias de lecturas infinitas, tantas como miradas se acerquen a sus orillas abiertas, a sus amplios horizontes y atardeceres insólitos, consigue sacarnos de la comodidad, sacudirnos y dejarnos con un cierto halo de tristeza, pero es otro tipo de tristeza, una tristeza no exenta de esperanza, la esperanza de la luz. Porque “la luz está de nuestra parte”, se dice en un momento dado. Porque “la meta siempre está más allá, al doblar la esquina”…
(“Técnicas de iluminación” está publicado en Páginas de Espuma)
Las fotografías fueron realizadas por Karina Beltrán en la librería Tipos Infames de Madrid.