Por Javier Plaza © 2017 / Cuando hablé con Emma para escribir un artículo sobre Umbral buscaba tan solo una excusa para releer algunas de sus novelas, para encontrar en las librerías otras que no conociera, y para recorrer, junto al maestro, las calles de Madrid. De ese Madrid del que fue cronista durante tantos años. También quise aprovechar para recordar los años de mi adolescencia, años en los que crecí a la sombra de los libros, de los libros bien escritos, coleccionándolos y aficionándome a las novelas que te pasean por barrios desconocidos, que te hacen escuchar los gritos de los niños e incluso sentir el olor que escapa de cada ventana. Y recordé cómo, leyendo esas novelas, me fui, poco a poco enamorando de las calles de la Barcelona de Juan Marsé y del Madrid de Francisco Umbral. De ese Francisco Umbral, serio, altivo y dandy que me atemorizaba con aquella voz profunda y aquel gesto adusto.
Y ya dispuesto a vivir unos días entre sus libros y artículos resultaba indispensable recordar su vida, que marca toda su obra y se refleja en muchas de las novelas que escribió. Empezando por una infancia, la infancia de Francesillo, que no fue fácil en una España cañí que palmeaba la espalda del galán que tenía hijos fuera del matrimonio, y marginaba a la madre, que quedaba al cargo del niño. Marginaba a la madre y al niño, a ese pequeño Francisco, que nació en el hospicio de Madrid, y que recorría las calles de Valladolid sumido en el matriarcado familiar, sin poder cursar estudios superiores y formándose de una modo autodidacta. Aquella infancia y adolescencia que, años más tarde, recordaría, y reinventaría, en varias de sus novelas como La forja de un ladrón o Los helechos arborescentes, novela preciosa en la que mezcla, cómo tan solo él supo hacer, a los grandes de España con las prostitutas del burdel en el que fue a vivir Francesillo, tras abandonar el hogar familiar. Creo que le cogí cariño a aquella infancia.
Allí, en Valladolid, es donde surgen los primeros escritos de Francisco Pérez Martínez, el Umbral llegaría después, bastante después. Y desde muy joven su prosa no pasaba inadvertida. Por ello pronto tuvo grandes valedores que supieron ver su enorme talento y su gran capacidad de trabajo: Miguel Delibes, primero, y Camilo José Cela, más tarde, le apoyaron para que lograra abrir las puertas, a las que Umbral llamaba, con su arte y su constancia, en Valladolid, en León y más tarde en Madrid, a donde llegó una noche de 1961, al café Gijón.

Y sería en ese Madrid donde viviría el resto de su vida, y el que nos describirá en sus novelas y en sus artículos. Su Madrid, sus madrides, los vividos y los inventados, me cautivaron: el Madrid erudito de muchas de sus crónicas y novelas y el Madrid de antihéroes y perdedores descrito en otras, como El Giocondo. El Madrid de los grandes momentos y el Madrid de sus paseos diarios, recreando siempre las calles y las personas de la ciudad con su prosa preciosa y precisa que mezcla lo divino y lo humano. Umbral se convierte, durante décadas, en parte del paisaje de la ciudad, en personaje imprescindible de sus avenidas, en cronista cotidiano. Y en aquellos años, cercanos, no hubo personaje relevante que no apareciera en sus artículos, descrito en pocas líneas precisas, con su estilo, más barroco y recargado que el de las novelas, y con el dardo certero en cada palabra: De Fernando Fernán Gómez a Lola Flores, de Esperanza Aguirre a la Madre Teresa de Calcuta, de Caballero Bonald a Isabel Pantoja, de Sara Montiel a Mariano Rajoy. Adolfo Marsillach, Ramón Gómez de la Serna,… la lista, desde luego, sería interminable. Y es notorio que en los actos sociales de Madrid muchos se le acercaban buscando aparecer en su crónica del día siguiente, pues si Umbral no había escrito de ti, es que no eras nadie.
Pronto tuvo grandes valedores que supieron ver su enorme talento y su gran capacidad de trabajo: Miguel Delibes, primero, y Camilo José Cela, más tarde, le apoyaron para que lograra abrir las puertas, a las que Umbral llamaba, con su arte y su constancia, en Valladolid, en León y más tarde en Madrid, a donde llegó una noche de 1961, al café Gijón.
Pero Umbral no hablaba tan sólo del Madrid presente, también, en sus novelas, recorría las calles de la ciudad en las décadas anteriores, en numerosas ocasiones lo hacía a través de los ojos de su Francesillo, enamorado siempre de la tía Algadefina. Esas novelas, cotidianas y cultas, delicadas, sensuales, cuidadas y sexuales, novelas de escasa estructura y trama ligera, fueron las que me cautivaron, al tiempo que rompía yo a leer, las que me enseñaron que tan importante como la historia que se describe es cómo se escribe. Novelas en las que Umbral demostraba su vasta cultura y en las que reservaba siempre espacio para los personajes que habían paseado las calles de Madrid, como él, aunque no todos salían bien parados de sus recuerdos imaginados: Rosalía de Castro, Vicente Blasco Ibáñez, Benito Pérez Galdos, Zorrilla, Primo de Rivera, Unamuno, Azorín, etcétera, incluso la mismísima Greta Garbo, que imitaba con descaro a la madre de Francesillo, aparecía en la distancia en varias de esas novelas. Yo he de reconocer que, de entre todos los personajes que asoman entre sus páginas, me quedo, sin duda, con Picasso pintando a las tías de Francesillo desnudas. Porque Las señoritas de Avignon no eran en realidad prostitutas de la calle Avinyó de Barcelona, no, eran sus tías bañándose en el Jarama, y eso tan sólo él lo sabía, ni siquiera Picasso. En las novelas de Umbral siempre se aprende algo.
Esas novelas, cotidianas y cultas, delicadas, sensuales, cuidadas y sexuales, novelas de escasa estructura y trama ligera, fueron las que me cautivaron, al tiempo que rompía yo a leer, las que me enseñaron que tan importante como la historia que se describe es cómo se escribe.
Y es en ese Madrid, que tanto describe, donde se consagra como escritor y como columnista. Es allí donde escribe miles de artículos y la mayoría de su centenar largo de novelas, entre ellas las más conocidas: Las Ninfas, Días felices en Argüelles, Los helechos arborescentes, Un ser de lejanías o La noche que llegué al café Gijón. También allí escribe la que, dicen, es su obra maestra, Mortal y Rosa, que contiene el dolor por la pérdida de su único hijo, con apenas seis años. Creo que por eso no me apasiona esa novela, porque teniendo yo también un hijo al que, como decía él, estoy oyendo crecer, se me hizo desagradable leerla, me dio miedo su dolor. Por el dolor de los niños descubrimos que la vida no es buena, ni noble, ni sagrada, decía allí Umbral, citando a Lorca.

Lo cierto es que no recuerdo ya cual fue la primera novela suya que leí, tal vez fuera Las ánimas del purgatorio. De lo que estoy seguro es de que fue alguna de sus autobiografías, pues esa fue la forma que Umbral escogió para expresar su arte. Pero sí recuerdo que a aquella primera historia de sí mismo le siguió otra y más tarde otra. Y que me confundía ver que aquel Francesillo, casi atemporal, cambiaba de años y de hechos, y se hacía imposible discernir qué había de verdadero y qué de invención en las desventuras de ese niño flacucho y enfermizo que vivía entre tías, madre, abuelas y amores. Y tampoco lograba distinguir cuánto había de falsedad en los recuerdos del Umbral maduro. Aunque discernir la línea que separaba lo cierto de lo ficticio en sus novelas era mi problema, no el suyo que, indiferente a mis dudas, paseaba a aquel Francesillo sensible por los cines y los cafés, por los mercados y por las calles, y que lo recluía en la cama cuando estaba enfermo.
Umbral escribió muchos libros en los que su persona y sus vivencias sirven de hilo conductor, del mismo modo que ocurría en muchas de sus columnas y artículos. Algunos se lo recriminaban, y él se explicaba: Escribo sobre mí porque soy el ser humano que tengo más a mano, dijo. Aunque también tendría algo que ver el ego, no sólo se tenía a mano, también se gustaba.
Me confundía ver que aquel Francesillo, casi atemporal, cambiaba de años y de hechos, y se hacía imposible discernir qué había de verdadero y qué de invención en las desventuras de ese niño flacucho y enfermizo que vivía entre tías, madre, abuelas y amores.
Y yo tardé algún tiempo en comprender que entre tanta autobiografía no solo había verdad, también había algo de máscara tras la que ocultarse. Tardé en entender que esas novelas contaban tan solo una parte, y ni tan siquiera encajaban unas con otras, que olvidaban siempre los mismos episodios, que nunca hablaba de su nacimiento o de aquel padre que no fue tal. Y es que la definición más acertada de esas autobiografías la da, sin duda, María Semilla Durán, en la revista Intramuros, donde dice que son “verdades interiores, divagaciones literarias y estrategias de seducción, más que verdades fácticas”. Umbral contaba tan sólo lo que él quería, y se sentía molesto si se le preguntaba o se quería averiguar el resto.

A mí me atraía la personalidad de ese genio que hablaba casi siempre con frases lapidarias y verdades absolutas, y que se atrevía a expresar cualquier opinión polémica, indiferente a las reacciones que provocara, a las críticas de terceros o a que se convocara una concentración en respuesta a algún desvarío literario suyo. A él le bastaba con las verdades de su universo literario. Me atraía ese joven de Valladolid, de infancia dura, que desde niño tuvo claro que dedicaría su vida a su pasión, la escritura, porque, como él decía, en Las ninfas: La literatura es el único reino donde nadie se muere nunca, donde Cervantes y Quevedo siguen vivos, donde Melibea y Madame Bovary seguirán pecando, adorables e inmortales, por los siglos de los siglos, y debe de ser cierto porque el otro día, iba yo a comprar el pan, por la Gran Vía, y entre el gentío vi cruzar a Francesillo de la mano de la tía Algadefina.
Y la gravitación de aquella remota tarde estaba en ésta, y hasta sentía yo, sin decirle a él nada, que si nos asomásemos al mirador, allí abajo, en la calle de junio o julio, solitaria de gente, populosa de luz, habría un Alejandrito y un Francesillo diminutos, iguales a los que fuimos (Las ánimas del purgatorio. Francisco Umbral).
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Nacido el 31 de Marzo de 1974 en Pamplona (España). Licenciado en Derecho y Diplomado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Zaragoza.
En el mes de noviembre de 2014 publica La urraca en la nieve (Ediciones Hades) de la que se han impreso hasta la fecha tres ediciones. La novela narra un paseo por las calles del París de 1893 a través de los ojos de Camille, un pintor aficionado que convive con los artistas más reconocidos del Impresionismo al tiempo que trata de aclarar su camino en la vida.
El autor está terminando su segunda novela, Canción de otoño, que define como una canción de amor a la vida. Transcurre a principios del Siglo XIX. Narra la reconstrucción personal de Rosa, una mujer que ha regresado al pueblo en el que nació, en las montañas del norte de España, tras haber quedado viuda y haber perdido a su hijo en la guerra que estaba enfrentando en aquellos años a Francia y España.
También ha escrito varios relatos cortos, entre ellos: Visita nocturna, un homenaje a diferentes escritores, y El germen con el que recientemente resultó ganador el III Concurso de Relatos cortos contra la violencia machista convocado por el Ayuntamiento de Terrasa.
Actualmente publica reseñas en el blog literario La boca del libro.