Por Emma Rodríguez © 2013 / Manuel Longares no es de los escritores que se paran a observar en la puerta de entrada. Él se cuela en la sala de estar en la que se desarrolla la vida de sus personajes, toma un café con ellos y discretamente asiste al discurrir de sus anhelos, de sus confidencias. Novela a novela el autor ha ido reconstruyendo la memoria de lo vivido, pero también de lo observado e intuido. Si recordamos sus historias y las juntamos en una sola estancia, amplia y abierta, nos damos cuenta de hasta qué punto ha sido capaz de situarse en distintos planos e ir engarzando las piezas de la reciente historia de un país dormido, atemorizado, oscurecido durante 40 años y que aún no ha logrado resarcirse de las rémoras del pasado. En sus paseos, en su deambular por las calles de Madrid, la ciudad que se encuentra cada día al despertar, la que mejor conoce, a Longares le gusta rememorar lo acaecido, recuperar los colores y sonidos, recobrar el ayer, pero también seguir escuchando y tomando nota de las palabras, de las ilusiones renovadas de los vecinos de hoy. Ráfagas de conversación, suspiros, esperanzas y desesperanzas que se atisban en los huecos de las escaleras, en las esquinas de la existencia.
“Ni con lejía desaparecen de la idiosincrasia de la capital los antecedentes asainetados”, se dice en un momento dado en “Los ingenuos” (Galaxia Gutenberg), su última aventura, una novela donde el escritor nos lleva de la mano al Madrid de la posguerra, nos busca habitación y nos permite convivir con una familia de porteros de la calle Infantas. La ciudad de aluvión que se retrata, esos aledaños de la Gran Vía, donde junto al relumbrón de las luces y los cines, se podía contemplar el gran “desfile de los desposeídos”, de todos aquellos que desde provincias acudían a la capital a labrarse un porvenir, está lejos, pero a la vez la percibimos cercana en sus contrastes, en su cobijo de la miseria. Leer cualquiera de los libros de Manuel Longares es como tomar conciencia de la herencia, de la inutilidad de la indiferencia respecto a lo que nos ha antecedido y nos explica. Es como si pusiéramos un gran foco frente al olvido, un portentoso foco capaz de devolvernos ciertas verdades olvidadas a través de un sanísimo ejercicio de empatía. Todo permanece estancado, quieto, todo transcurre en esta novela en un espacio de tiempo donde no estaba permitido soñar, donde el futuro era un paisaje repetitivo, una llanura infranqueable. Memoria e imaginación se confabulan para llegar hasta allí. Mientras leemos, instalados alrededor de la mesa camilla de la familia protagonista, somos partícipes de la mirada compasiva del autor sobre las debilidades y fortalezas de sus personajes.
La misma mirada, mezcla de comprensión, asombro, modestia y timidez, con la que el escritor parece enfrentarse al mundo. La mirada de un hombre discreto, paciente, que ha ido levantando su obra poco a poco, sin aspavientos. No duda Manuel Longares (Madrid, 1943) en retratarse como un ingenuo y eso me lleva a pensar, una vez finalizada la charla que a continuación se despliega y que tuvo lugar de mañana en un céntrico café madrileño, con vistas a la Gran Vía, que tal vez mantener una cierta inocencia sea el secreto para cumplir años sin que se note. No hay apenas arrugas en el rostro de quien gusta de reír abiertamente, a veces con una carcajada ahogada, volcada hacia dentro. Y, sin embargo, es difícil pensar en él como un chaval capaz de las travesuras propias de la infancia. Manuel Longares tiene aspecto de haber sido un niño bueno, obediente, hábil para hacerse querer y huir de los conflictos. Un niño que aprendió muy pronto, como confirman sus palabras, el camino del silencio, de la introspección que le condujo a adentrarse en los intrincados, también salvadores, territorios de la ficción.
Leer cualquiera de los libros de Manuel Longares es como tomar conciencia de la herencia, de la inutilidad de la indiferencia respecto a lo que nos ha antecedido y nos explica. Es como si pusiéramos un gran foco frente al olvido, un portentoso foco capaz de devolvernos ciertas verdades olvidadas a través de un sanísimo ejercicio de empatía.
– ¿Qué tal si empezamos hablando por el principio, por el título de tu última novela, “Los ingenuos”? En ella la ingenuidad se entiende como una debilidad, pero en cierto modo también puede verse como una especie de protección. ¿Cuántas dosis de ingenuidad son necesarias para sobrevivir?
– Debo decir que ha sido la primera vez que el título me salió según iba escribiendo la novela, normalmente lo tengo claro antes de empezar y para mí suele ser muy importante, pero no sucedió así en este caso. Había otra alternativa, “El candor enamorado”, pero podía sonar un poco a Voltaire y opté por “Los ingenuos”. La ingenuidad en nuestra sociedad es vista como un defecto. A la persona ingenua no se la considera, ni para una conversación, ni para salir de paseo, ni para nada… El ingenuo parece un poco tonto y también está indefenso ante la mínima malicia que puedan tener los demás para complicarle la vida. Mis personajes no buscan ser buenos, inocentes, eso es algo que les sale de forma natural. Se trata de gente abierta, que no espera recibir navajazos y que, sin embargo, se los lleva todos.
– ¿La ingenuidad se hereda? En la novela Goyo la recibe de su padre, incluso hay acciones que los dos realizan de la misma manera en tiempos diferentes. Ambos van anotando sus impresiones en sendos cuadernos, con palabras en clave, algo muy peligroso en plena posguerra.
– ¡Y tanto…! Al padre le cuesta la cárcel… Pero yo no creo que sea cuestión de genes. Lo que pasa es que vives en un ambiente determinado, aprendes a ser así y no concibes que te puede pasar otra cosa. En la novela de pronto el joven Goyo se pone a trabajar en una tienda donde las gentes que aparecen son conspiradores políticos, pero él no acaba de comprenderlo, se cree simplemente que están zumbados. Al ingenuo le pasan estas cosas… Es posible que esto le ayude a sobrevivir, pero yo mas bien creo que no tiene futuro, que acaba castigado inexorablemente. Lo digo sin descartar tampoco que la ingenuidad puede acabar blindando a la persona frente a los otros. Como es tan tonta prefieren dejarla en paz…
– ¿Mira Manuel Longares al mundo con cierta ingenuidad?
– Claro, yo soy un ingenuo de tomo y lomo (estallido de risas). Soy una persona desarmada que en ocasiones habla más de lo conveniente y acaba comportándose de una manera contraria a sus intereses. Los ingenuos no somos conscientes de muchas cosas, o lo somos de una manera difusa. Y eso hace que vayamos por la vida sin calibrar las consecuencias de nuestras acciones. De ese modo podemos hacer daño, podemos provocar graves problemas de tráfico y cosas por el estilo… (más risas).
– En esta novela volvemos a la posguerra y a Madrid. ¿Existe una fijación por esa época y por esa geografía?
– No. Madrid es la ciudad que tengo a mano. Yo salgo por la puerta y me encuentro con Madrid. ¿Para qué voy a buscar otro sitio? No me gusta viajar y Madrid está ahí, me evita pensar en otras cosas, en otras localizaciones. Es así de sencillo. En cuanto a la posguerra, quizás si hay una fijación inconsciente. Se trata del escenario de la niñez y cuando eres niño es cuando aprendes todas las cosas, cuando se te marca el carácter, cuando empieza a aparecer al fondo el escritor, esa persona retraída, que no se comunica con sus contemporáneos, que empieza a crear una figura que de forma inevitable va a desembocar en la cuartilla. Quizás por todo eso la posguerra la tengo especialmente sentida, pero no porque me interese lo que significó, ya que fue una época de mucha crueldad.
– ¿En qué momento te visualizas de niño recreando tus primeros mundos imaginarios?
– Mira, allá como a los seis o siete años, a mí se me sacó un poco del mundo en que estaba con mis compañeros de generación, en el colegio. Se me sacó de ese entorno para ir por las tardes a unas clases de música. De pronto dejé de hacer vida con mis amigos. Mientras el resto de los chicos se iba a su casa después de las clases, yo me iba a otro sitio a aprender solfeo. Yo creo que ahí es cuando empecé a sentirme diferente, cuando pensé que las cosas podían tener otra salida y que no necesariamente tenía que seguir la misma ruta de los otros. Fue eso lo que dio lugar también a una vida solitaria, que me llevaba, por ejemplo, a estar agarrado a un aparato de radio para poder conectarme con el mundo. Todo eso fue creando una personalidad diferente que al final desembocó en un escritor.
La posguerra es para mí el escenario de la niñez y cuando eres niño es cuando aprendes todas las cosas, cuando se te marca el carácter, cuando empieza a aparecer al fondo el escritor, esa persona retraída, que no se comunica con sus contemporáneos, que empieza a crear una figura que de forma inevitable va a desembocar en la cuartilla.
– Entonces, ¿fueron las clases de solfeo las culpables? ¿Podrías haber sido músico en vez de escritor?
– Bueno… fue un factor importante. Me quitaron de la normalidad, de los compañeros, me abocaron a la soledad, y yo creo que esa conciencia de soledad sí es importante para un escritor. El escritor está solo y tiene que estar solo para trabajar. La música me abrió ese espacio y hubo un momento en que pensé que podía estar bien para mí. Empecé con el piano, pero a los 12 años lo dejé. Se murió la profesora y vi que no tenía ningún sentido seguir por ahí. En cierto modo, ahora con distancia, me doy cuenta de que me costó asumir mi vocación de escritor y me fui buscando excusas. Primero fue el piano y a los 17 años me dio por el teatro. Eran coartadas para no ir a lo que verdaderamente tenía que ir, que era la literatura. ¿Por qué? Pues porque se trataba de un ejercicio solitario y por lo tanto aburrido. Te tenías que poner en casa a leer, y leer era muy divertido, pero de alguna manera también suponía un castigo, porque tus compañeros iban por ahí, al cine, conocían a otras personas, y tú te quedabas en casa sin conocer a nadie…
– ¿Cómo superaste esa fase? ¿Recuerdas el momento de la decisión, el impulso que te condujo a convertirte en escritor?
– Recuerdo la influencia que tuvo en esa decisión el círculo cercano, que me iba creando la idea de que tenía que dedicarme a eso, que lo mío era la escritura. Hay cosas que influyen poderosamente, por ejemplo el hecho de que las redacciones que haces en el colegio sean alabadas. De alguna manera sientes que te van orientando por ahí, aunque por otra parte te quiten la idea y te digan que lo primero que debes hacer es acabar una carrera y después dedicarte a escribir en los ratos libres. En mi caso esa orientación se sumaba a las cosas que estaba sintiendo: esa especie de soledad y esa existencia de otros mundos a través de la radio, a través de la música, a los que sólo tenía acceso desde la soledad, que no compartía con otros chicos de mi edad.
– ¿Te contaban cuentos de niño?
– No. Yo la literatura la he aprendido solo. Mi padre tenía una pequeña biblioteca de autores españoles, del XIX fundamentalmente, y es ahí donde me introduje en la literatura. Lo que sí recuerdo con mucha nitidez es que una vez que me ponía a leer no había nada que me quitase de hacerlo. Solo quería estar ahí, frente al libro. Recuerdo los grandes fríos del invierno, con la calefacción encendida, y yo arrimado a ella leyendo obras como “Los Episodios Nacionales”.
– ¿Qué fue lo primero que escribiste?
– Pues un periódico que yo hacía para mi familia. Se trataba de redacciones líricas, hojas de otoño, esas cosas…
– Entonces la vocación de periodista, que después te llevó a trabajar en revistas y a dirigir suplementos culturales, fue muy temprana.
– No, la verdad es que nunca tuve vocación de periodista. Yo terminé la carrera de Derecho y vi que mi única salida era hacer unas oposiciones, ya que no podía abrir un bufete por no tener apellidos ni antecedentes familiares. Sólo podía hacer unas oposiciones y eso suponía cortar con todo el mundo y encerrarme en mi casa durante dos años para terminar siendo registrador de la propiedad o para meterme en el Ayuntamiento, que es lo que hizo Luis Mateo Díez. Frente a ese panorama, el periodismo estaba ahí, pagaban muy poco, pero era otro camino. Muy pronto me di cuenta de que mi carácter me impedía entrevistar a nadie. Lo pasaba fatal cuando tenía que descolgar el teléfono y ponerme a hacer preguntas. Me parecía que era un atentado contra la persona y, además, no tenía conciencia de que mi oficio de periodista sirviera para algo, de que pudiera ilustrar a alguien. A mí lo que me gustaba era ir a la redacción y ponerme a escribir, lo cual tampoco estaba muy bien visto en los ambientes periodísticos de entonces.
– ¿En qué se diferencia el Madrid de Manuel Longares de otros retratos literarios de la ciudad? ¿A quiénes te sientes más cercano?
– Pues no me he parado demasiado a reflexionar sobre esto. Si me pongo a buscar afinidades podría citar a Cela, al Cela de “La colmena”, una novela que me influyó muchísimo. Pero también está el Madrid de Pérez Galdós, el de García Hortelano y el de Juan Eduardo Zúñiga, por supuesto, que coge una circunstancia grave, como es la guerra, y se pone a elucubrar. Ahí está uno de sus grandes cuentos, “Rosa de Madrid”, donde la protagonista no sabe si la persiguen o no, pero termina escondida, aullando de puro terror. Si a Zúñiga lo trasplantas a la actualidad y te preguntas cuál es su Madrid, te das cuenta de que está muy polarizado por el tiempo de la guerra. En mi caso, yo no puedo contar la guerra porque no la viví. Para mí Madrid es un espacio, un acompañante, es como si lo llevase incorporado. Pienso en Umbral y me doy cuenta de que en su caso sí hay una voluntad de retratar el alma de la ciudad, pero yo no llego a eso, no pretendo meterme a fondo en ella y sacarle las entrañas. Umbral tiene más intención de escritor, de ir a la psicología de la ciudad.
– El Madrid de Umbral es más canallesco…
– Sí, él siente una predilección por los barrios canallas, por las casas de putas, que yo no tengo. Incluso las putas que aparecen en mi novela son muy misericordiosas, parecen monjas. Desde el momento en que están viviendo con un cura se ha acabado toda la historia, no hay nada que hacer…
Para mí Madrid es un espacio, un acompañante, es como si lo llevase incorporado. Pienso en Umbral y me doy cuenta de que en su caso sí hay una voluntad de retratar el alma de la ciudad, pero yo no llego a eso, no pretendo meterme a fondo en ella y sacarle las entrañas.
– ¿Hasta qué punto la ciudad de aluvión que se retrata en “Los ingenuos” sigue existiendo, y hasta qué punto podemos seguir vislumbrando en la Gran Vía “el irresistible avance de los desposeídos”?
– Bueno, los de fuera de Madrid han ido avanzando y se han apoderado de la Gran Vía. Es lo bueno que tiene Madrid. Aquí viene un tío, hace un agujero y ya es suyo y nadie le pide explicaciones ni carné de identidad ni nada. Eso define la ciudad. Y de toda la península y territorios adyacentes, como Canarias, Madrid es el único sitio donde tú te puedes ciscar en la ciudad donde estás y nadie te lo va a reprochar. Tú sales ahora de aquí y dices: “Qué asco de Madrid” y nadie se va a volver ni te va decir que te vayas a otra parte. La gente incluso puede estar conforme. Madrid es, en ese sentido, la ciudad que aguanta todo, es la percha de los golpes. Yo no sé si se le tiene cariño por eso o un odio exacerbado. En ciertos sitios tú dices Madrid y parece que te pegan…
– Si en un ejercicio literario humanizamos a la ciudad, podríamos decir que es una ciudad sufridora.
– Uy. ¡Qué bonito suena eso! No. Yo no me puedo imaginar a Madrid sufriendo ni llorando (risas). Yo retrataría a Madrid como un descargador de muelles, como alguien que va con un saco, agobiado, pero que de pronto se lo quita, se queda la mar de ancho y se va a tomar una copa. Y luego está esa otra cara de Madrid que ofreció la Movida y que también es cierta. Esa imagen del Madrid de noche, en el que parece que la población aumenta, que hay más gente que de día…
– Los ambientes de posguerra que se retratan en “Los ingenuos” ya no tienen nada que ver con la actualidad, pero esa sensación de temor, de miseria, se ha acentuado en el presente, en la actual situación de crisis.
– Sí. Y ahora esa gente de aluvión de la que se habla en la novela, esos extranjeros que han venido buscando un mejor destino, se está marchando de la ciudad porque se quedan sin sanidad, sin empleo… Es cierto que la gente se está yendo, pero no es culpa de la ciudad, la ciudad es el escenario donde esas cosas suceden. Son determinados políticos los que propician todo eso y Madrid está ahí de testigo. Lo mismo puede ser tu refugio que puede ser quien te expulsa de sus fronteras.
– El realismo, que ha sido tan denostado, es una corriente caudalosa de la tradición española con infinidad de afluentes. ¿Te sientes cómodo en esa corriente?
– Bueno, yo me siento parte de la tradición española, pero esa corriente se cruza con Kafka y con los maestros clásicos de la novela con mayúsculas. Uno es hijo de una tradición y asume su patrimonio, pero sentirme heredero de Baroja, de Valle o de Cela, no quita que también lo sea de Kafka. Yo no considero herejes a los que reniegan de la tradición española, pero si opino, como Machado, que la ignorancia suele partir de la falta de conocimiento. En mí se da esa disidencia del gusto por la vanguardia, más bien por el experimento. Me gusta enredar. Y novelas aparentemente realistas como “Romanticismo” o “Los ingenuos” tienen un claro componente de enredo. Cualquier lector con ojos sensatos se da cuenta de que hay cosas que no pueden ser ciertas. Hay un toque surrealista y un toque de tío que quiere torcer, joder el realismo (risas…), pero que lo hace sobre todo para que resalte la condición literaria del texto. En “Romanticismo”, por ejemplo, hay tres reuniones en un mismo sitio de tres personas que son representativas de tres épocas diferentes, y esto es imposible, algo que no puede suceder. En la vida de una persona pueden darse hasta dos coincidencias: padre e hijo pudieron estar en el mismo lugar en momentos temporales distintos, pero hasta ahí. Lo que yo intento con esos imposibles es resaltar la condición literaria del texto por encima del realismo, es eso lo que me interesa. El realismo es un tronco y de ahí salen cosas muy distintas. Si me fijo en alguien cercano, por ejemplo en Luis Mateo Díez, él ha derivado hacia un expresionismo que liga más con lo alemán, pero siempre dentro del realismo, claro.
Yo me siento parte de la tradición española, pero esa corriente se cruza con Kafka y con los maestros clásicos de la novela con mayúsculas. Uno es hijo de una tradición y asume su patrimonio, pero sentirme heredero de Baroja, de Valle o de Cela, no quita que también lo sea de Kafka.
– Realismo y costumbrismo suelen confundirse, tal vez ahí radique el problema…
– Sí. El costumbrismo podría entenderse como un realismo más deficiente, razón por la que siempre que leemos un texto costumbrista nos quedamos con ganas de algo más. Pero, por otro lado, a Umbral, sobre todo al de los escritos periodísticos, también se le puede considerar el gran costumbrista. Yo creo que lo que hace falta, seas realista o costumbrista, es que seas bueno. Y Umbral lo es, evidentemente. En su caso, el medio en el que se movía, el de la prensa, agradecía mucho el costumbrismo para hablar de la gente, de los sucesos que acontecían, pero ante todo él es una pluma torrencial que arrasa con todo, un estilista que no puede ser reducido a costumbrista. Es un señor que solo se concibe como escritor, no tiene otra posibilidad.
– Del mismo modo que en “Romanticismo” también en “Los ingenuos” se narran tres momentos distintos, tres cauces generacionales, y también se hace hincapié en las coincidencias.
– Sí. Lo que pasa es que ese aspecto literario en contraposición al puramente realista, que está tan marcado en “Romanticismo”, no se da en “Los ingenuos”. Sí coinciden las dos novelas en la estructura, ya que ambas se dividen en tres partes, en tres actos, pero hasta ahí llegamos. La manera, el modo de la evocación, es muy diferente. En “Romanticismo” el primer tiempo está contado por una señora que se ha muerto. En “Los ingenuos” se suceden tres episodios o tiempos protagonizados por los padres, los hijos y la madre, en solitario, que se impone en la parte final. Hay gente que me ha dicho que todo parece ser lo mismo, que no se distinguen tanto los tres tiempos cronológicos. Puede verse así por lo que hay de estancamiento, de embalse de una situación. La gente parece que no envejece, que no crece, que se queda ahí quieta como producto de una dictadura de 40 años. Todo permanece igual, inamovible: los hombres se colocan el pañuelo blanco cuando salen a la calle y llega Semana Santa y las mujeres se ponen taconazos altos y mantillas. Todo sigue igual año tras año. Es algo demencial.
Me gusta enredar. Y novelas aparentemente realistas como “Romanticismo” o “Los ingenuos” tienen un claro componente de enredo. Cualquier lector con ojos sensatos se da cuenta de que hay cosas que no pueden ser ciertas. Hay un toque surrealista y un toque de tío que quiere torcer, joder el realismo.
– Las mujeres son importantes en las narraciones de Manuel Longares. En “Los ingenuos” se describe de manera estremecedora la sumisión a que estaba abocada la mujer, el despotismo masculino.
– Bueno, el retrato robot de los hombres de esa época era el de un inútil, un zángano, un haragán que quería que se le diesen las cosas hechas a cambio de aportar un dinero, pero nada más. Eran unas figuras aisladas y llenas de poder, que podían golpear sin que la otra parte se quejase porque era lo que estaba dentro de los cánones. Los hombres de entonces tenían que tener una mujer porque si no eran considerados pobres. “Eres tan pobre que no tienes ni una mujer”, se solía decir. Y todo eso era acentuado por una publicidad falangista perniciosa. Estaban los Coros y Danzas, la Sección Femenina… Se fomentaba que la mujer estuviese en su casa, limpia, aseada, y a disposición del varón, se entendía que sexualmente, pero tampoco debemos llevar las cosas ahí porque eran momentos de una pacatería tremenda. La mujer aguantaba, lloraba, sufría mucho y era una gran madre para sus hijos. Todo eso se refleja en la novela. Es la mirada inevitable de la posguerra.
– Hay un relato en “Las cuatro esquinas”, tu libro anterior, que trata de los primeros momentos de reivindicación femenina en los ámbitos universitarios. Aquí, también, Modes, la hija de la familia protagonista, empieza a tomar conciencia, empieza a darse cuenta de que no es justo que ella sea la que tenga que hacerse cargo del cuidado de su hermano…
– Sí. Le fastidia mucho tener que estar al servicio del hermano varón. Pero ese era el papel de una chica joven en aquella época. Estaba anulada desde el principio, mientras que el hombre no se cuestionaba ese rol para nada, lo consideraba algo normal. Todavía se arrastra eso. Las mujeres son las que siguen cuidando a los enfermos y acompañando a sus mayores a los hospitales. Aún existe un machismo larvado, yo creo que incluso más que en mi etapa de juventud, porque entonces estábamos empezando a escuchar a las mujeres, a entender sus reivindicaciones. Yo asistí al momento en que las mujeres empezaron a brotar, como flores, y eso lo tengo muy presente como escritor. Hubo una etapa en la que las mujeres no necesitaban al hombre ni querían estar con él porque sabían que más tarde o más temprano iban a ser perjudicadas. Yo me casé con una periodista que estaba muy volcada en su profesión y eso me hizo aprender a defenderme en las tareas domésticas y a fijar mi mirada sobre el mundo femenino.
El hombre de aquella época era un inútil, un zángano, un haragán que quería que se le diesen las cosas hechas a cambio de aportar un dinero, pero nada más. Eran unas figuras aisladas y llenas de poder, que podían golpear sin que la otra parte se quejase porque era lo que estaba dentro de los cánones.
– Antes citabas “Rosa de Madrid”, un relato de Zúñiga sobre el terror, el miedo, en la guerra. En esta novela ese sentimiento, la posguerra como territorio del miedo, de la delación, está muy presente.
– Sí. Hay miedo, mucho, en esta novela. De hecho, es más probable que hubiera miedo en la posguerra que en la guerra. En plena contienda, por ejemplo, la gente llamaba “churrero” al primer bombardeo de la mañana. Lo tenían ahí, tan directo, que hasta eran capaces de reírse de ello. Pero en la posguerra no se sabía por dónde podía llegar la desgracia. Te podían coger por la calle, bien la policía, bien la panda de falangistas que trotaba por ahí. Había miedo, y hambre, y frío.
– ¿Qué opinas del resurgimiento de determinados símbolos franquistas en los últimos tiempos?
– Creo que son minoritarios como para preocuparse en exceso. Lo que pasa es que cuando la riqueza de la gente empieza a verse en peligro aparecen estos grupos para defender la riqueza de los pocos ricos que hay.
– De eso se habla en “Romanticismo”, de las clases favorecidas por el Régimen que al llegar la Transición se resisten a perder su poder, a aceptar unas nuevas reglas de juego…
– Así es. Nos olvidamos y nos reímos del que recuerda, nos reímos del abuelo que cuenta las batallitas. Y hay cosas que no debemos olvidar, que deberían ser debidamente enseñadas en las escuelas. El ejercicio de la memoria es necesario, es una labor de higiene. Igual que nos dicen que no pasemos por determinadas calles con socavones porque nos podemos romper una pierna, debemos saber que sin aprender las enseñanzas del pasado nos podemos romper la vida.
– La subversión, la resistencia, la clandestinidad, están presentes en “Los ingenuos”, pero hay una cierta desmitificación. No se puede confiar del todo en ciertos héroes…
– Bueno, aquí hay varias partes. Por un lado está la resistencia inconsciente, biológica, la de estar quietos en un sitio y aguantar carros y carretas hasta que te den la oportunidad de vivir mejor. Y luego está la gente que plantó cara desde la clandestinidad, gente que sufrió la persecución y la cárcel y que no siempre fue tan pura como pudiera parecer. Ahí he introducido al personaje de Cárdenas, un histrión, que se convierte un poco en un héroe, en una estrella. Quiere que todo el mundo le mire, que esté pendiente de él, pero cuando aparece Modes en su vida no le hace ni caso. En cierto modo, sí, he querido desmitificar, reflejar a esas personas que quieren transformar el mundo, estar con los desheredados, con los desposeídos, pero que no hacen el menor caso a la gente que está a su lado. Su conducta es ir hacia lo lejano, descubrir mediterráneos, pero no mirar a sus orillas. Es una gran contradicción que me ha interesado explorar literariamente.
– Esta claro que has querido caricaturizar a esas figuras.
– En realidad todo puede entenderse en “Los ingenuos” como una caricatura, porque el narrador tiene que ser malicioso para que los personajes sean cándidos. Si tú como narrador te identificas con la ingenuidad de tus personajes no hay contraste para el lector.
– La agonía del Caudillo resulta esperpéntica… Es increíble el desguace al que lo sometes, la manera en que lo vas narrando.
– Sí, es algo exagerado, pero efectivamente en su día se decía que a Franco no importaba cortarle las piernas o los brazos con tal de que conservase algo de poder. Con un muñón del Caudillo todavía podías dictar decretos leyes y fusilar a terroristas. Mientras hubiera, no ya un hálito de vida, sino un muñón, ya era suficiente para mantener el Régimen. A partir de esa idea yo me imaginé al personaje en el quirófano de El Pardo siendo objeto de un total desguace.
– Hay otras escenas, como la del peregrinaje que acontece por los callejones oscuros de los aledaños de la Gran Vïa, que irremediablemente llevan a Valle, a sus “Luces de bohemia”.
– Hay esperpento en el lenguaje, sí, porque al final el narrador se descara y utiliza un lenguaje esperpéntico. Y también los diálogos entre determinados personajes se asemejan a los diálogos de Latino de Híspalis y Max Estrella… Esa escena a la que haces referencia, y que sucede mientras al Caudillo lo están destrozando, es el contraste entre la muerte y la vida. Y también están las tertulias. La novela está llena de tertulias, primero las de los aragoneses, que cantan jotas y se cuentan la vida, y luego las tertulias socráticas que esconden reuniones clandestinas, donde se habla de Madrid y por debajo se reparten panfletos. Todo se oculta tras las apariencias. Por detrás del ingenuo laten otro tipo de cosas.
En su día se decía que a Franco no importaba cortarle las piernas o los brazos con tal de que conservase algo de poder. Con un muñón del Caudillo todavía podías dictar decretos leyes y fusilar a terroristas. Mientras hubiera, no ya un hálito de vida, sino un muñón, ya era suficiente para mantener el Régimen. A partir de esa idea yo me imaginé al personaje en el quirófano de El Pardo siendo objeto de un total desguace.
– El toque de humor es muy característico de Manuel Longares. No podemos dejar de reír ante la escena de las sillas, que unos van quitando a los otros en la papelería de las conspiraciones, y está esa Biblia libidinosa, casquivana, tan solicitada…
– Sí, el humor está presente en mis libros. Ayer me preguntaron si yo me reía mientras trabajaba y la verdad es que me quedé helado. No soy consciente de estar escribiendo en el ordenador o a mano y empezar a reirme de pronto al imaginar una escena, del mismo modo que no lloro cuando me pongo a describir algo muy triste. Bastante perturbación es la literatura como para que encima te pongas a reír o a llorar. Los episodios graciosos que compongo no me divierten hasta ese punto porque ya me los sé. Son como un chiste que ya te hubieran contado. Lo que tratas es de reunir todos los elementos, todas las piezas de la narración, mejorar la frase, los adjetivos, para que tengan un efecto.
– El humor y la mirada compasiva son señas de identidad intransferibles de Manuel Longares.
– Es que a mí me cuesta tratar mal a la gente y por eso muestro empatía y compasión hacia mis personajes. Hay una cierta ternura, pero procuro no caer excesivamente en ella, intento que no se me note demasiado. En una novela paradigmática para mí como es “La colmena” me parece que hay demasiado ternurismo y que eso la afea.
– Podemos acabar volviendo al principio de la conversación, a la ingenuidad. ¿Nos podemos permitir ser un poco ingenuos y creer que la literatura puede ayudarnos a vivir, a afrontar los malos tiempos?
– La literatura tiene unos límites, que yo creo que se reducen a la esfera personal. Puede modificar un carácter, puede imbuir un modelo de vida, pero no tiene poderes para curar el asma ni para hacerte ganar más dinero. La literatura, insisto, sí te puede enseñar cómo es la vida, aunque en ocasiones tenga el efecto pernicioso de que te creas la literatura y no la vida y entonces te des algunos golpes. Las ficciones, en fin, resultan muy poderosas para crear un carácter, pero no tanto para resolver los problemas de la humanidad.
– Pero que los libros que leamos se conviertan en parte importante de lo que somos ya es muchísimo…
– Los libros tienen una capacidad de seducción tremenda. Te dan modelos de vida, te hacen querer ser como el personaje que te subyuga. Esto pasa también en el cine, y con más propiedad, puesto que te enseña los rostros. En los libros vas como un ciego y todo te lo tienes que imaginar. A lo mejor ahí radica su capacidad de seducción, pero también de descalabro, porque cuando te enfrentas a la realidad, la realidad desmerece. La literatura es el Quijote. El Quijote te enseña la vida. Tú vas por el mundo anacrónicamente y al mismo tiempo vas cambiando la realidad. Ese es su gran poder.
(“Los ingenuos” ha sido publicado por Galaxia Gutenberg).
Las fotografías fueron realizadas por Nacho Goberna en el Hotel de las Letras, en la Gran Vía de Madrid.