Por Emma Rodríguez © 2015 / Dice Almudena Ruano, la joven periodista de La regla del oro, el estreno en la novela policiaca de Juana Salabert, que la información de sucesos “no es mal sitio para entender mejor una sociedad, sus conflictos, sus intereses encontrados, su auténtico funcionamiento por debajo de leyes y discursos sonoros de intenciones”. En este caso no nos equivocamos si ponemos las palabras de la protagonista en boca de la autora de una entrega escrita desde la rabia ante lo que estamos viviendo: la crisis y sus trampas y mentiras. Nunca como hasta ahora Salabert había escrito tan cerca de lo inmediato. Nunca como hasta ahora había abierto la ventana para asomarse a los ruidos, a las cercanas conversaciones del exterior, para atrapar un presente que ha puesto al descubierto los males de una sociedad demasiado entregada a las apariencias, a la falsa felicidad, al dinero.
“Detrás de la mayoría de los crímenes está casi siempre el dinero. El ansia de dinero o la falta de dinero”, le dice Ruano al inspector Alarde, quien, en otro momento, mientras camina por la madrileña calle de Francisco Silvela y se encuentra con manifestantes portando pancartas en contra de la privatización de la Sanidad, se pregunta si los políticos viven en el mismo país que el resto de los ciudadanos, si pisan las mismas calles que ellos.
Todo gira en torno a los crímenes de tres compradores de oro, pero en el fondo la trama, la acción, el desenvolvimiento del enigma, nos conducen a reflexionar sobre el engaño de los dogmas neoliberales y sobre la decepción de una Europa cada vez más vacía de valores. La proximidad, el registro de la incertidumbre, de la impotencia ante el derrumbe de los derechos sociales, ante la pobreza y la precariedad crecientes, son los pilares de fondo de una novela, que, como confiesa la escritora partió de su propia angustia, de esa angustia que se deslizaba en sus sueños nocturnos y que la llevó a tomar la firme decisión de no ver noticias antes de irse a dormir.
Todo gira en torno a los crímenes de tres compradores de oro, pero en el fondo la trama, la acción, el desenvolvimiento del enigma, nos conducen a reflexionar sobre el engaño de los dogmas neoliberales y sobre la decepción de una Europa cada vez más vacía de valores.
– ¿Por qué una novela negra en este momento; se trata del cumplimiento de un antiguo deseo? ¿Crees que se trata del género más idóneo para dar cuenta del ahora?
– Siempre he sido muy fan del género. Ana María Matute, quien también lo era, solía preguntarme cuándo me iba a decidir a escribir una policiaca y lo mismo la traductora Luisa Fernanda Garrido, también gran amiga. A ambas les dedico la novela. ¿Por qué me he decidido a hacerlo en este momento? La verdad es que han influido muchos elementos. Por un lado tenía ganas de llegar a lectores de otro tipo, abrir un camino paralelo al de mis otras novelas, poner en pie unas historias y unos personajes a los que me apetece ir viendo crecer, porque esta primera entrega tendrá continuación. Y luego, por supuesto, estaba la necesidad de contar este presente tan horroroso y perturbador que estamos viviendo. Es indudable que no hay género más idóneo para aproximarse a los conflictos que el género negro.
– ¿Hasta qué punto ha sido un desafío para ti?
– Lo ha sido, sin duda. Tenía vagamente la idea, el planteamiento desde el que empezar a trabajar, pero no fue tan fácil. Armar una intriga no resulta muy complicado, pero que la gente se la crea, ya es otro cantar. Partí de lo que a mí más me gustaba como lectora, la indagación psicológica en los personajes, dejando de lado el exceso de sangre, la exhibición gore que tan poco me interesa. Preferí no hablar con policías, no partir de hechos reales, para que el relato fuese más mío. Para nada me atraen esas historias a lo CSI llenas de detalles técnicos. He buscado hacer una novela en la que sus protagonistas no resulten planos. Hasta el joyero Cabezudo, tan grotesco, nos resulta entrañable cuando conocemos el afecto que siente por su hijo menor, en quien ha depositado todo el amor que profesó a su mujer. Siempre, y en esta novela también, he trabajado a fondo las aristas de los personajes. He partido del hecho de que todos somos capaces de querer y de odiar.
– Abrimos la novela y, enseguida, empezamos a ver por escrito muchas de las cosas que escuchamos, que comentamos en las charlas con los amigos, en los lugares que frecuentamos, en las redes sociales. Los personajes de La regla del oro hablan de los desahucios, critican las políticas de austeridad, la corrupción…
– Sí. Lo que he querido es contar la sensación de desconcierto que yo misma he experimentado y que he ido observando a mi alrededor. Es durísimo ser conscientes de que en este momento de globalización ya no podemos depender de nosotros mismos. Las políticas, las maneras de actuar de la UE, cada vez producen más aversión. No podemos comulgar con ese diseño para el beneficio de Alemania. El neoliberalismo depredador en el que estamos inmersos nos está llevando hacia la sociedades de Dickens, con su gran masa de población empobrecida. Ante un futuro de esclavos trabajando para unas cuantas multinacionales, que es a lo que nos dirigen tratados como el TTIP, sólo se puede responder con la crítica más contundente, con el rechazo. Afortunadamente cada vez hay más despertar, más conciencia de la ciudadanía… Algo de todo eso se tenía que filtrar en la novela. Aunque mi pretensión no fue hacer ningún tipo de panfleto, era necesario que entrase la política, que se convirtiese en el telón de fondo de la narración, porque no solemos hablar de política en las épocas tranquilas, sino cuando nos han pegado un puñetazo.
Las políticas, las maneras de actuar de la UE, cada vez producen más aversión. No podemos comulgar con ese diseño para el beneficio de Alemania. El neoliberalismo depredador en el que estamos inmersos nos está llevando hacia la sociedades de Dickens, con su gran masa de población empobrecida.
– Tu inspector es un poli bueno, un hombre muy concienciado, muy reflexivo, algo atormentado por una infancia trágica. ¿Cómo construiste su retrato?
– Tenía que ser alguien que estuviese en el mundo, nada distante. Eso era fundamental. Y tenía que ser alguien reflexivo, a la manera del Wallander de Mankell, alguien que supiera lo que es el dolor. De ahí las marcas de esa infancia tan dura que lo obligan a tirar para adelante desde el miedo y la amargura. El inspector Alarde es un hombre de sensibilidad progresista, curioso, inquieto, preocupado por los demás. Me interesó mucho explorar sus zonas de naufragio, sus tensiones infantiles, su terror al compromiso. Es un poli bueno, sí. El Maigret de Simenon, al que tanto admiro, también lo es. En ambos casos se trata de hombres capaces de ponerse en el lugar de los otros.
– Aunque La regla del oro aborda preocupaciones propias de cualquier ciudadano europeo, sobre todo del Sur de Europa, tiene connotaciones, circunstancias, atmósferas, que la hacen absolutamente española. El trasfondo de este país, sus particularidades, están muy presentes.
– Así es. La novela es el reflejo de una sociedad que no ha resuelto su pasado. Las fosas de los muertos de la Guerra Civil y todo el conflicto que han generado, nos los recuerda con frecuencia. Aquella Transición que nos vendieron como modélica no lo fue en absoluto y en los últimos años se han ido cayendo poco a poco sus mitos. Todo se ha ido desmontando. Algunos de los personajes de la novela son hijos de los poderes fácticos de entonces, sus comportamientos siguen siendo los mismos. Ahí está el foco de la corrupción, endémica en España. Y también se trata el tema de la doble moral, algo que vemos todos los días, en el comportamiento de la derecha. De todo eso se nutre la novela. Y están los ambientes, la atmósfera, claro. El madrileño barrio de Salamanca sale mucho, como imagen de estatus, pero, sobre todo, como símbolo de que la crisis llega a todos los rincones y genera inseguridad. El barrio de Salamanca tampoco se ha salvado del desastre. Igual que otras zonas de Madrid, ahora está lleno de locales, de comercios, a los que se ha echado el cierre.
– Se puede decir que la literatura de Juana Salabert ha ido de atrás hacia adelante. Siempre preocupada por analizar y entender la Historia reciente, ha partido del pasado para acercarse al presente. En Velódromo de invierno fue el tema del Holocausto y la Ocupación; otras obras como Hijas de la ira han afrontado el drama de la Guerra Civil. Ya en la entrega anterior a ésta, La faz de la tierra, hubo un avance hacia la actualidad, hacia la crisis que ha ensombrecido absolutamente el siglo XXI. ¿Se podría decir que ahí está el antecedente de esta primera incursión en el género negro?
– Bueno, en esa novela ya estaba la crisis, la burbuja inmobiliaria, sí. Es cierto que cada día que pasa me interesa más la actualidad. No sabemos hacia dónde vamos ni lo que puede ocurrir y en esas circunstancias la escritura es una herramienta que nos ayuda a indagar, a entender, a hacer preguntas. Hasta hace poco se suponía que los logros de la Europa occidental eran intocables, pero está claro que los desmanes van en aumento. Lo que está sucediendo con Grecia es algo deleznable. A Grecia se le reclama una deuda en gran parte ilegítima, injusta, pero nadie parece reparar en que al país no se le han devuelto las reparaciones de guerras impuestas por los nazis. Y ahí están esos señores y señoras del FMI, que no son ejemplo de nada, dirigiendo tan patética actuación. Nos dicen que “eso es lo que hay” y pretenden que nos lo creamos. Esa frase me parece absolutamente perversa. ¿Es posible un capitalismo de rostro humano? es una pregunta que se plantea mucho y que tiene muy fácil respuesta: “Sí, ya lo hemos tenido, hasta la aparición de Margaret Thatcher”. Ahí empezó el proceso de derrumbamiento al que estamos asistiendo y creo que la literatura es el territorio desde el que dar cuenta de ese proceso. Fuimos muy europeístas, sin leer la letra pequeña, y dentro de nada nos vamos a ver en manos de corporaciones. Vivimos en un mundo en el que todo se reduce al capital, a la acumulación de capital.
– El dinero es el gran tema de la novela. Podríamos decir que el dinero, el afán por poseer más a costa de lo que sea, es el gran tema de nuestra época.
– En efecto. El título de la novela condensa por una parte la imagen de la fiebre del oro, un motor que ha movido a la humanidad y que ahora ha llegado a su extremo, y, por otro lado, hace referencia a la regla de oro constitucional, a la facilidad con que se modificó el artículo 135 de nuestra Constitución para que el pago de la deuda estuviese por encima de nuestros derechos. Esa imposición de Bruselas, de Alemania, marcó un antes y un después. Fue el mejor indicador de que ya no vivíamos en Democracia. Hemos puesto el dinero en el centro de nuestras vidas, de los parlamentos, del universo. Se habla todo el tiempo de dinero y no da vergüenza, como dice la periodista de sucesos en la novela. Es muy significativo que hayamos tenido que ponernos a leer libros de economía para enterarnos del alcance de los hechos. No saber es la mejor manera que tiene el poder de mantenernos dóciles. De ahí el uso de un lenguaje ininteligible, que poco a poco hemos ido descifrando.
El título de la novela condensa por una parte la imagen de la fiebre del oro, un motor que ha movido a la humanidad y que ahora ha llegado a su extremo, y, por otro lado, hace referencia a la regla de oro constitucional, a la facilidad con que se modificó el artículo 135 de nuestra Constitución para que el pago de la deuda estuviese por encima de nuestros derechos. Esa imposición de Bruselas, de Alemania, marcó un antes y un después. Fue el mejor indicador de que ya no vivíamos en Democracia.
– La figura de los “compro-oro”. Qué imagen tan del pasado, de la posguerra, y a la vez tan de ahora mismo.
– Sí. Desde el principio tuve clara la imagen del oro como símbolo de la riqueza y también del poder. De ahí el protagonismo de los “compro-oro”. Ya nos hemos acostumbrado a los repartidores de propaganda que entregan por la calle esos papelitos amarillos animándonos a vender nuestras posibles reliquias. Aparecen en los malos tiempos, son la mejor metáfora de la crisis. Cuántas historias hay en estos días de gente que se ve obligada a vender objetos de alto valor sentimental porque tienen que elegir entre el apego a los recuerdos o llenar la nevera. Siempre hay alguien que se aprovecha de las desgracias ajenas. Y junto a eso está la avaricia, que también ha existido siempre. Esos ricos que disfrutan no gastando, que viven como pordioseros, están representados en la novela por el vendedor de joyas Cabezudo. Parece también alguien propio del pasado, pero sigue siendo muy actual. La avaricia es un síntoma de que las sociedades están enfermas, igual que el síndrome de la aversión a la pobreza. Leemos noticias de mendigos que son apaleados. Es la crueldad, la maldad, la mentalidad fascista.
– ¿No hay nada positivo, algo de luz, en ese cuadro tan negro?
– Sí, claro que lo hay. Paralelamente al “sálvese quien pueda” y al anhelo por acumular, por consumir, estamos asistiendo, como decía antes, al despertar de las conciencias en una parte muy significativa de la población. En España tenemos las plataformas antidesahucios, las mareas, la gente de Cáritas. La crisis nos ha llevado a descubrir el rostro de nuestros vecinos y eso es muy alentador.
[Juana Salabert eligió el café del jardín del Museo del Romanticismo como uno de sus rincones favoritos para leer en Madrid. El día que mantuvimos esta charla llevaba en el bolso “Ostende”, de Volker Weidermann, “un libro hermosísimo que narra y novela la amistad entre Stefan Zweig y Joseph Roth el último verano que pasaron juntos, en 1936, en la belga ciudad playera de Ostende. Un “canto del cisne” muy sutil, el homenaje más inteligente y emotivo que se pueda imaginar”, señalaba con entusiasmo. A partir de ahí empezamos a hablar de sus lecturas, de sus influencias, de esas obras y autores a los que vuelve una y otra vez.]
– ¿Qué primeras lecturas recuerdas?
– Lo primero que recuerdo son los cuentos de hadas, por supuesto, y Andersen, muy especialmente Andersen. Y también a novelistas para niños como Pamela L. Travers, la autora de Mary Poppins, con ese sentido del humor tan extraordinario, y el maravilloso Peter Pan de Barrie. Después llegaron el genial Lewis Carroll, los clásicos Stevenson, Salgari, Hector Malot… Y enseguida Verne, Hugo y Poe, tres pilares fundamentales en mi vida.
– ¿Qué tipo de literatura te ha gustado siempre?
– Me gusta todo tipo de literatura, no tengo manías en ese aspecto. Lo que no llevo bien son las categorizaciones jerárquicas. Si un autor es bueno lo es de todo punto, ya escriba para niños o no, novela de género o no. Aunque confieso que no soy muy de ciencia ficción, por mucho que me gusten Ray Bradbury o Stanislaw Lem.
– ¿Un libro, o algunos libros, transformadores, que hayan modificado tu mirada?
– Las historias extraordinarias y Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe. Los leí ambos a los nueve años, traducidos al francés por Baudelaire, y han marcado mi vida. Fueron la cuenta atrás de mi vocación literaria. Entonces me enamoré sin remedio de Poe. Solía pensar que me hubiera gustado nacer en su misma época para haber llegado a conocerlo. Más tarde, Proust fue el autor esencial. La lectura a los 18 años de los volúmenes de En busca del tiempo perdido cambió mi vida. Siempre vuelvo a Proust, a sus músicas y arquitecturas de claroscuros asombrosos. Vasili Grossman fue también para mí un deslumbramiento, me refiero a su Vida y destino. Leer el diario de la maravillosa Anna Frank también me marcó muchísimo, creo que de su mano aprendí muy pronto, antes de los diez años, lo incomprensible y aterrador de una condición humana capaz de perseguir a familias enteras para asesinarlas… El antisemitismo es un demonio que hoy resurge inquietantemente en el mundo.
– ¿Autores-as que te hayan influido especialmente?
– La lista sería muy larga, interminable. La poesía francesa me inoculó, creo, un profundo sentido del ritmo. Y he aprendido mucho, por lo que se refiere a técnicas novelísticas, leyendo a los grandes. A Flaubert, a Maupassant, a Balzac, a Cervantes, a Matute, a Melville, a Faulkner, a Onetti, a Cortázar, a Dos Passos, a Tolstoi, a Grossman. Y a Patrick Modiano, a Joseph Roth, a Thomas Mann, a Carson McCullers, a Kafka, a Alfred Doblin… Podría seguir, pero la lista es casi infinita. Mejor dejarlo aquí, consciente de que hay seguros e involuntarios olvidos.
La lectura a los 18 años de los volúmenes de “En busca del tiempo perdido” cambió mi vida. Siempre vuelvo a Proust, a sus músicas y arquitecturas de claroscuros asombrosos.
– ¿Qué lecturas recomendarías para afrontar el presente?
– Todos esos grandes autores que he citado nos ayudarán siempre a entendernos mejor. Pero me atrevo a hacer dos recomendaciones muy especiales para tiempos oscuros: la gran obra de Alfred Doblin Noviembre de 1918, espléndidamente traducida del alemán por el escritor y traductor Carlos Fortea, y Trilogía USA, de Dos Passos, donde se afronta la gran crisis del 29, una crisis se parece demasiado a ésta… con las horribles consecuencias que ya conocemos.
– ¿Tienes rituales de lectura: una hora especial, un lugar, alguna manía?
– Ninguno. Puedo leer en cualquier sitio y en cualquier momento.
– ¿Qué libro o libros te llevarías a una isla desierta?
– Qué tortura tener que elegir… La verdad, prefiero no pensarlo. Aunque irían, sí o sí, los de Marcel Proust, el Quijote, Paraíso inhabitado de Ana María Matute… y Nadja, de André Breton. Tampoco dejaría atrás la obra completa de Baudelaire… Pero creo que, mejor, me quedo en tierra. No me gusta nada el concepto “desértico”, ni siquiera para las islas.
“La regla del oro” de Juana Salabert ha sido publicada por Alianza Editorial.
– Todas las fotografías de Juana Salabert fueron tomadas por Karina Beltrán © 2015