Por Alberto Trinidad © 2020 /
Creo que he comentado en más de una ocasión que, a ciertas horas de la vida, me encaramo a la barandilla de mi terraza —suspendida a media altura del mar— y camino sobre ella en equilibrio, mirando la vastedad del cielo nocturno, la vastedad de un universo infinito, lejano e inexistente. Esos momentos, en mí, coinciden peligrosamente con los de la escritura; ahora mismo, mientras dejo que mis dedos se deslicen por el teclado, siento que a un mismo tiempo mis piernas se flexionan y uno de los pies se aúpa sobre la indiferente baranda de la terraza. La perspectiva frente a la pantalla en blanco (moteada de insignificantes asideros de tinta negra) y ante ese firmamento insondable (moteado de insignificantes asideros plateados) es exactamente la misma. Estoy solo, un único paso en falso hará que pierda el equilibrio y me hunda definitivamente en el vacío; empequeñezco ante la inmensidad; estoy condenado, no hay nadie (ni posibilidad alguna de que lo haya) que pueda salvarme… y aun así, permanezco, doy un paso más sobre la barandilla: insisto con mis dedos en dibujar la palabra siguiente. La semilla que soy, que late dentro de mí, solo puede sembrarse en una tierra aún por descubrir, tal vez aún por crear; encaro esa fe como una promesa, y avanzo hacia la nada.
Cuando leí El hombre menguante, de Richard Matheson, sentí una identificación absoluta entre la odisea de Scott Carey, su protagonista, y las sensaciones que acabo de describir; quizá por esa razón hoy me haya sentado a escribir este artículo.

La novela narra las tribulaciones de un individuo que, tras atravesar una extraña niebla transparente durante un viaje en barco, sufre un empequeñecimiento paulatino, constante e imparable. Atendiendo únicamente al argumento, uno podría creer que nos encontramos ante una sencilla y más o menos superficial obra de ciencia ficción, frente al puro entretenimiento con el que nos suele deleitar este género y que nos permitirá, el tiempo que dure la lectura, situarnos en una dimensión inusual y disfrutar sin complejidades intelectuales de este cambio de paradigma. Quien anticipe esta opinión a su lectura cometerá un grave error. La novela de Matheson ofrece, además de lo habitual que se espera de un clásico de la ciencia ficción, una radiografía escalofriantemente íntima de la existencia humana.
No es azaroso, por tanto, que al principio haya empleado el término «odisea» para nombrar el periplo que Carey experimenta durante las doscientas páginas del libro. Y es que su singladura hacia lo infinitesimal tiene mucho que ver con la que efectúa Ulises en busca de la mítica Ítaca. Ambas historias comienzan in media res, cuando los acontecimientos clave han ocurrido ya y se nos muestran, a modo de analepsis que evocan los protagonistas, en diferentes episodios intercalados en la narración principal. Scott Carey no mide más que un insecto, vive en el sótano de su vivienda y es perseguido por una araña. Ulises lleva años desaparecido después de haber destruido Troya y busca la manera de escapar de la isla de la ninfa Calipso para regresar al hogar. A partir de ahí se inician las tribulaciones de los héroes. Un camino iniciático tras la recuperación de una identidad que se considera perdida. Porque, entre otras muchas cosas, El hombre menguante es la historia de alguien a quien han arrebatado su identidad y trata, desesperadamente, de reencontrarla, ya sea en su interior, o a través de experiencias que lo concilien con su humanidad.
Pensó en los que estaban allí arriba, en la mujer y la niña. Su esposa y su hija. ¿Acaso seguían siéndolo? ¿O bien el factor tamaño le había apartado de su esfera? ¿Podía considerarse todavía como parte integrante de su mundo?
Scott Carey vivía felizmente casado con una preciosa mujer con la que compartía una hija; a partir del nefasto día del viaje en barco y a medida que su cuerpo mengua, la separación que se empieza a producir con respecto a su familia será irreversible. Como consecuencia de este hecho se desencadena en él un largo, tortuoso y conmovedor soliloquio acerca de lo que significa ser un hombre, de las carencias que lo atenazan y del sentido de su propia existencia, emulando así los cantos de Odiseo a través de océanos de peligro y desesperación.

No se trata de unas reflexiones que nos sorprendan en la trayectoria literaria de Matheson. El hombre menguante es una obra emparentada existencialmente con la otra gran novela de su bibliografía, Soy leyenda, en la que encontramos de nuevo a un protagonista masculino que se enfrenta a una soledad terrible. En Soy leyenda el personaje principal, Robert Neville, se ve aislado del mundo no por una enigmática enfermedad que lo someta a la diferencia, sino más bien por todo lo contrario: son los demás quienes han caído presos de un mal inexplicable que, en este caso, los ha convertido en vampiros; él es el único humano que queda en el mundo, y debe enfrentarse tanto a esos «monstruos» como a su soledad y a la agonía que significa ser un hombre en un planeta donde la humanidad ha sido extinguida.
Podría afirmarse que ambas premisas argumentales son tan solo el escenario de fondo para dar pie a los monólogos existenciales de sendos personajes. ¿Quién soy aquí y ahora, en estas circunstancias? ¿Qué es, a fin de cuentas, ser una persona, y qué sentido tiene si nadie me observa ni sabe de mí; si nadie me ama; si nadie me acaricia cuando lloro o cuando me excito? Una de las angustias recurrentes de ambos protagonistas es la castración sexual a la que se ven abocados, cierta experiencia edípica en la que ven trasformado su objeto de deseo en seres prohibidos, anatemas al margen de lo accesible tanto moral como físicamente hablando. La esposa de Carey se va convirtiendo poco a poco en un gigante con el que es imposible, y hasta cierto punto reprobable, mantener ningún tipo de contacto carnal.
Apoyó una mejilla en su hombro. «Grave equivocación», le dijo enseguida su mente. Le hizo sentir aún más pequeño, como un niño que se apoya sobre su madre (…)
—Por qué no te vas a dormir —le preguntó Lou en voz baja.
Apretó los labios. Un escalofrío bajó por la espalda.
—No —dijo.
¿Su imaginación otra vez? ¿O bien su voz era tan frágil como le había parecido?, tan desprovista de masculinidad? Se quedó mirando sombríamente el cuello en punta de la bata de ella, el valle de las carnosas paredes entre sus senos, y sus dedos se crisparon a causa del reprimido deseo de tocarla.
En el caso de Soy leyenda, Neville se enfrenta a la certeza de que Kathy, su mujer, se ha convertido en un engendro y, pese a ello, sigue fantaseando con amarla y acostarse con ella. A causa de ese desenfrenado deseo, enloquecido por la esclavitud a la que lo somete no poder saciarlo, sistemáticamente confunde el rostro de su mujer con el de las mujeres-vampiro con las que se tropieza y acaba asesinando.

No es difícil, por muy poco decantado que uno se sienta hacia las teorías psicoanalíticas, observar en estas conductas sexuales capadas una fuerte carga edípica, acompañada de una tensión no resuelta hacia el objeto de deseo, hacia la represión intrínseca que existe en amar, desear algo, que a un mismo tiempo es rechazable.
En El hombre menguante está experiencia erótico-afectiva vive su momento culminante con la narración de una de las historias de amor más conmovedoras de la historia de la literatura. En una de las excursiones que Scott Carey realiza a hurtadillas de su mujer, cuando ya apenas mide setenta centímetros, accede a las inmediaciones de un circo ambulante. Allí conoce a Clarice, una enana de su misma altura con la que enseguida entabla una estrecha amistad. Después de varios meses de percibirse como un monstruo, de que los demás le hagan sentirse como un engendro (tanto la prensa como los equipos científicos que consultó cuando aún albergaba esperanzas de curación, o las personas que lo reconocen por la calle y lo señalan como a un fenómeno de la naturaleza), de pronto, por fin, puede mantener una conversación con alguien a quien considerar una igual. Alguien que después de tanta frustración le haga sentirse de nuevo un «hombre», deseado sexualmente, alguien con quien desahogar esas ansias que había estado reprimiendo. La relación dura poco, el tiempo en que Carey comprende que en pocas semanas Clarice se convertirá, ella también, en un gigante para él. Pero incluso en esos días de ilusionante anagnórisis con Clarice, la represión sigue patente en él; se sabe actor de un drama patético, y la respuesta escandalizada de su esposa cuando se entera de su aventura no hace otra cosa que ahondar en la repulsión que no ha dejado un instante de sentir por sí mismo.
En Soy leyenda, el elemento estabilizador del personaje principal, aquel que lo reconcilia consigo mismo, es mucho más amable, al menos en cuanto a que resulta ser una compañía más duradera y, además, carente por completo de condicionantes negativos. Se trata de un animal, un perro, al que debe seducir durante días para conseguir que se haga su amigo. En un mundo apocalíptico, curiosamente la figura del animal, del perro, es el que otorga a la narración ese cariz de camaradería, de contacto frágil con la humanidad que se desvanece.
Quisiera realizar un aparte antes de abandonar por completo a Robert Neville para hacer alusión a las versiones cinematográficas de ambas novelas. Las adaptaciones clásicas, guionizadas por el propio Matheson, son más que dignas; bajo mi punto de vista pierden parte de su pátina existencialista (en El hombre menguante, por ejemplo, la censura destroza buena parte de su sentido radical), pero sostienen con honor el magnífico texto que las precede. El caso de la aberración dirigida por Francis Lawrence en 2007 con el título de Soy leyenda es un auténtico atropello al libro absolutamente injustificable. Tan solo indicar que transforma de cabo a rabo el final despojando de todo significado al título de la novela.

Pero regresemos con Scott Carey. Decíamos que su viaje hacia lo infinitesimal consistía en una suerte de Odisea aparentemente invertida, aunque en la parte final de la narración, como observaremos, esos polos opuestos acabarán superponiéndose. Mientras tanto, a ambos (Ulises y Carey) los espera una sucesión de peripecias que habrán de superar en pos de ese final que los aguarda. Conforme Carey mengua, los objetos comunes de la vida cotidiana se transforman en fantasmagóricas presencias, en terroríficos peligros acechantes que convierten su vida, poco a poco, en una denodada lucha por la supervivencia.
No es difícil realizar aquí una pertinente analogía con la explicación que Freud realiza de «lo siniestro». El psicólogo austriaco describía este concepto (unheimlich) como aquello de ominoso que albergan los objetos domésticos. Es decir, la experiencia por la cual, a causa de un motivo por definir, aquellos objetos conocidos, familiares, amados e inocuos muestran un cariz desconocido, extraño, siniestro en definitiva, que los transforman en aterradores para el sujeto. Carey ve como su hogar, las cosas con las que se relacionaba cada día y en las que tenía dispuestas su confianza, se transforman en objetos amenazantes. Que unas tijeras, su gato o un libro mal colocado adquieran tintes inquietantes para él puede ser, hasta cierto punto, asimilable; que tanto su mujer como su hija aparezcan en la novela, en ciertos momentos, como seres ominosos e inquietantes, provee de una carga psicológica abrumadora a la historia. Esta carga, en el caso de su esposa, hemos tratado de analizarla líneas más arriba; si además añadiéramos a la niña en la ecuación analítica, el artículo nos conduciría a tesis mucho más prolongadas.
Existen múltiples comparaciones interesantes que se podrían hacer entre nuestro personaje y algunos otros de la literatura universal. El paralelismo entre Gregor Samsa y Carey, por ejemplo, no puede dejar indiferente a nadie. Si bien entre ellos existe una diferencia fundamental (Samsa se transforma en una cucaracha de la noche a la mañana, y el periplo del personaje de Matheson dura varios meses, con las implicaciones narrativas y psicológicas que ello implica), lo cierto es que la sensación de soledad, de deshumanización y de exilio total al que el Universo los aboca es idéntico, así como la absoluta indefensión que los atenaza ante un fenómeno que permanecerá inexplicable en toda la narración. En el Monstruo de Frankenstein también podemos detectar varios de los sentimientos que subsumen a Carey, desde la incomprensión de verse alejado de una humanidad a la que sienten pertenecer, como la mendicidad de un ápice de cariño, incluso de amor carnal, hacia aquello con lo que no pueden ya relacionarse, con lo que es una aberración que se relacionen.

Pero quisiera detenerme en una analogía algo menos obvia y, con ello, dar cuenta de hasta qué punto considero complejo y trascendente al protagonista de El hombre menguante. No pude dejar de pensar mientras leía sus páginas en la concluyente descripción que ofrece Primo Levi, en su obra maestra Si esto es un hombre, acerca de la pérdida del sentido de humanidad que padeció. Durante todo el artículo he hecho hincapié en este aspecto. El hombre menguante es la historia de una persona a la que, de manera aleatoria y por completo injusta, van desproveyendo de su humanidad paulatinamente, día a día, sometiéndolo a vejaciones y humillaciones que ningún ser humano debería haber sufrido nunca. Si fuéramos capaces de abstraernos y considerar ambas narraciones como dos obras de ficción (no nos engañemos, por mucho que Levi describa lo que de verdad le ocurrió en un campo de concentración, al trasladarlo al lenguaje se convierte de inmediato en ficción), analizaríamos hasta qué punto el proceso a través del cual los dos protagonistas son despojados de aquello que los describe como seres humanos hasta convertirse en carcasas que no albergan más que un organismo al que, de manera inercial, tratan de mantener con vida, es el mismo.
Sin embargo, lo que distingue ambos libros es su final. Aquello que, como adelantaba hace unas líneas, emparenta El hombre menguante con la meta de la Odisea de Ulises. Carey, en función de cuántos milímetros decrece cada día, ha calculado el día de su desaparición absoluta. Sabe qué día su cuerpo dejará de existir. Su cometido, su Ítaca particular, es conseguir escapar del sótano en el que está encerrado antes de que eso suceda, y salir afuera. «Afuera». Ser libre y correr bajo el cielo azul. Libre no solo de la prisión del sótano, sino sobre todo de la esperanza que lo unía a la angustia de tener que permanecer vivo a toda costa. En un punto desprovisto de esperanza había encontrado la satisfacción. Sabía que había luchado, y no lamentaba nada. Y aquella era la victoria completa, porque era una victoria sobre sí mismo. «He logrado un gran combate», dijo.
Como Peter Pan alzado a la roca, solo, rodeado de agua y desafiando a la muerte con una sonrisa en los labios. «Morir ha de ser una gran aventura». Es en ese momento, en que uno ya no sabe si verdaderamente ha atravesado cierto muro invisible, en que no distingue si todavía se mantiene en pie sobre la barandilla de la terraza o por fin ha dado el paso que lo aboque al abismo, cuando el ritmo de los dedos tecleando se confunden con el del corazón y no se es consciente de si se escribe o si se ha dejado de hacerlo para siempre; es en ese preciso instante. Cuando Carey comprueba que bajo lo infinitesimal, tras el escaparate de las apariencias, de lo tangible, existe tal vez otro mundo apasionante por descubrir, aún inexistente, en que volver a ser alguien, una Ítaca inesperada que se abre ante sí, resplandeciente e inenarrable.
De repente, echó a correr hacia la luz.
