Lo que cuentan los caminos (A pie con Robert Macfarlane)

Por Emma Rodríguez © 2018 / “Los caminos conectan; esta es su principal misión y su razón de ser. Relacionan unos lugares con otros en el sentido literal de la palabra y, por extensión, relacionan a las personas”. Quien lo dice es Robert Macfarlane (Nottinghamshire, Reino Unido, 1976), en la actualidad uno de los grandes expertos en veredas, naturaleza y paisajes, en el ensayo Las viejas sendas (Pre-Textos), una bella entrega, llena de recorridos y de pensamientos inspiradores, que abre un diálogo con el pasado, a través del seguimiento de huellas y rastros, y nos habla de la filosofía de los caminos, contagiándonos las ganas de abandonar el sedentarismo y descubriéndonos interesantísimos personajes imbuidos de la magia de las rutas a pie.

Llevo años caminando por senderos y años leyendo sobre ellos. La literatura sobre caminos es abundante, y aparece en forma de poemas, canciones, relatos, tratados, guías de viaje, novela o ensayos. La correspondencia entre escribir y caminar es casi tan antigua como la literatura; cualquier excursión está a un paso de convertirse en historia, y todos los caminos nos cuentan algo”, señala el autor, invitándonos a conocer muchas de esas historias, a ser sus compañeros en una intensa aventura que podría dar para muchos libros, pero que se concentra en este único volumen que arranca y culmina en Inglaterra, después de atravesar territorio escocés, y de abrirse a España, Palestina y el Tíbet.

Son pues, muchos los kilómetros andados, muchas las experiencias y emociones que este viajero comparte con quienes, a su lado, también creemos que los recorridos auténticos, ya sean a lejanas geografías o a proximidades aún sin explorar, son los que se realizan con el corazón, con el ánimo dispuesto a agradecer la poesía y la belleza de los entornos naturales que tantas veces son agredidos. La conciencia ecológica, el peligro del cambio climático laten en un trayecto que nos incita a comprometernos en la defensa de nuestros recursos naturales y a asumir que vivimos en un entorno cambiante, sujeto a transformaciones.

«La correspondencia entre escribir y caminar es casi tan antigua como la literatura; cualquier excursión está a un paso de convertirse en historia, y todos los caminos nos cuentan algo”, señala Robert Macfarlane, invitándonos a compartir las marchas que emprende en «Las viejas sendas».

En un momento dado, recorriendo el sendero del Broomway (en el tramo de costa que va desde el río Crouch hasta el Támesis), un sendero de reminiscencias góticas, ”el más mortífero de Gran Bretaña”, pues es borrado dos veces al día por la marea, y debido a ello se ha cobrado la vida de más de cien personas, el autor retrocede en el tiempo a muchos miles de años atrás, cuando el incremento de las temperaturas dio lugar a un deshielo que hizo que esa región en la que se encuentra, la región del Doggerland, se inundase gradualmente, mientras sus pobladores se iban adaptando al fenómeno. “La retirada del Doggerland durante el Mesolítico constituye una de las primeras reacciones del hombre al cambio climático sostenido en el tiempo”, cuenta el autor. “Tomando el Doggerland como ejemplo es difícil no pensar en el futuro tanto como en el pasado; sus tierras sumergidas muestran a los habitantes de la vulnerable costa este de Inglaterra el panorama de lo que está por venir. El océano ya ha comenzado a reclamar terrenos de las costas de Norfolk y de Suffolk. Algunos cementerios están viendo sus huesos y sus lápidas sepultados por el mar. Poblaciones que se encontraban a millas de la orilla están ahora prácticamente abandonadas y al borde de un acantilado…”  

Llegados hasta aquí, después de esta parada en el enigmático camino que nuestro protagonista emprende con precaución en compañía de un amigo, atentos a los espejismos e “ilusiones ópticas de distancia y profundidad” que pueden entretenerlos demasiado, confundirlos, os animo a colgaros la mochila del “cultivador de alturas”, como decía Thoreau, porque este libro es capaz de transportarnos a paisajes deslumbrantes y, sobre todo, a estados emocionales absolutamente enriquecedores. Buscad el calzado más cómodo, desnudad vuestros pies para sentir las texturas de la tierra, la arena mojada, la hierba, como recomienda el caminante en un momento dado, y emprended la lectura, o la marcha sobre el terreno, en la medida de vuestras posibilidades. En mi caso, pasar las páginas de estas “viejas sendas”, subrayar a lápiz frases sobre sus hojas, a la manera de mojones de reconocimiento, ya fue un gozoso ejercicio de exploración que me descubrió nuevos paisajes, activó en mí los anhelos de emprender rutas desconocidas, y me trasladó, como al propio Macfarlane, a caminos de la infancia, en mi caso en el norte de la isla canaria de Tenerife, caminos de las primeras contemplaciones y despertares.

Estamos ante una obra sobre los caminos y los relatos que narran los caminos; ante un ensayo que se convierte en homenaje y  agradecimiento a los muchos caminantes-escritores modernos que han influido e inspirado sobremanera al autor. Muy al principio del recorrido nos encontramos con George Borrow, quien impulsó en la Europa del siglo XIXel nacimiento de la pasión por el excursionismo y la fascinación por las rutas legendarias”. Carismático, de temperamento inestable y tendente a la depresión, este hombre que exploró durante cuarenta años Inglaterra, Gales y el resto de Europa a pie, encontró en sus desplazamientos una manera eficaz de luchar contra la melancolía y a él se debe la formulación de un credo de los caminantes.

Borrow, sin embargo, “conoció la cara áspera del camino tanto como la amable”, ya que “era consciente del dilema moral que suponía la exaltación de la vida en la carretera cuando para muchos (aquellos sin trabajo ni hogar, los nómadas, los vagabundos, los explotados, los inadaptados, los errantes, los desheredados) aquella era su única y miserable alternativa”, nos cuenta Macfarlane, para quien, sin duda, su gran maestro, el faro, el espíritu que late en todo el libro, es Edward Thomas, nacido en Londres de padres galeses en 1878, “ensayista, soldado, cantante ocasional y uno de los más preeminentes poetas ingleses modernos”, quien desde muy pronto cultivó su pasión por los caminos y la escritura.

El autor de Las viejas sendas reconoce que fue él quien le traspasó la devoción por los caminos y que, siguiendo sus huellas, decidió en su día emprender y recrear sus mismas rutas a pie por Inglaterra. Del mismo modo que Borrow, también Thomas “era tendente a la depresión y también para él caminar suponía una de las pocas actividades que lograban sacarlo de su torpor”, vamos leyendo, acercándonos a la complicidad del viajero con un creador de personalidad compleja en cuya obra y vivencias se sumerge hasta llegar a entender que “la verdadera esencia de su obra poética es la desconexión, la discrepancia, el desarraigo”, aunque siempre se le haya interpretado como un poeta pastoril que ensalza la tierra y la sensación de pertenencia a un lugar.

Para Thomas, los senderos conectaban lugares reales, pero también se dirigían al exterior, hacia la metafísica; al pasado, hacia la historia; y hacia el interior de uno mismo. Dichas conexiones entre lo conceptual, lo espectral y lo personal aparecen frecuentemente en sus poemas –a menudo de forma inesperada- y son una de sus características definitorias”, indica el ensayista. Y más adelante: “Thomas no sólo pensó en los caminos, y sobre los caminos, sino también con ellos. Pues, de igual modo que cruzaban los lugares, los caminos, sin duda atravesaban también a las personas”.

Leyendo estos párrafos, impregnados de reflexión, de búsqueda, entendemos las enseñanzas que de Edward Thomas ha recibido Robert Macfarlane y apreciamos la transmisión de un legado. “Tal y como yo lo entiendo, los paisajes se proyectan en nosotros, no como penínsulas o como escolleras –finitas, de contornos definidos– sino, por el contrario, como una especie de luz, imposible de cartografiar debido a su mutabilidad intrínseca, pero que nos inspira y nos estimula”, explica. Con ese convencimiento, con ese ánimo, emprende el camino y nos invita a seguirle: primero, por la ruta más antigua de Gran Bretaña, el Icknield Way, siguiendo el rastro dejado por Edward Thomas (que dejó constancia de su andadura en un relato en prosa).

El poeta Edward Thomas, quien inspira en todo momento al viajero, «no sólo pensó en los caminos, y sobre los caminos, sino también con ellos. Pues, de igual modo que cruzaban los lugares, los caminos, sin duda atravesaban también a las personas”.

He ahí la iniciación de Macfarlane en el senderismo, el arranque de sucesivos itinerarios por las geografías más ancestrales y salvajes de su tierra de origen, aventuras por tierra y también por mar. De hecho resulta interesantísimo su relato de las rutas marítimas, a raíz de la travesía que emprende por las feroces corrientes del Minch, el profundo fiordo que separa la isla de Skye y las Hébridas Exteriores del resto de Escocia en compañía de Ian Stephen, un curioso isleño, profundo conocedor de la zona y experto navegante. Son muchos los atractivos, las curiosidades, de este capítulo, pero me quedo con el argumento de que “existen ciertas formas de sentir y de pensar inspiradas y moldeadas por el hecho de vivir al borde de un océano”. Me quedo con las palabras tomadas del poeta escocés Kenneth White sobre esos “sucesos del pensamiento” que sólo podrán haber ocurrido en las costas que ocupan al viajero, las atlánticas, en las que “soplan extraños vientos del alma”. De ahí la idea de “identidad cultural compartida”, las afinidades entre celtas, bretones, gallegos y los pobladores de las Islas Hébridas, mucho más intensas entre ellos que con sus propios compatriotas del interior.

Sigue viajando Macfarlane hacia las islas de Sula Sgeir y North Rona, entre Escocia e Islandia, tan llenas de leyendas; hacia la costa atlántica de las islas de Lewis y Harris. Hay encuentros, llenos de revelaciones, con pobladores devotos de esos territorios y hay una parte especialmente emotiva, esencial, porque en ella ofrece muchas claves sobre sí mismo. Se trata del capítulo en el que emprende la ruta secular del macizo de los montes Cairngorms en memoria de su abuelo, Edward Peck, un diplomático y montañero que, tras una vida intensa (entre otros muchos destinos, estuvo en la Barcelona de los últimos meses de la Guerra Civil y en Viena cuando Hitler se anexionó Austria), que acababa de morir al otro lado de esas montañas que eligió para retirarse en compañía de su mujer, y a las que el ensayista se refiere como “el Ártico británico”.

Fueron la influencia de mi abuelo y de mis padres lo que de niño me acercó a las montañas. Fue mi abuelo el que instiló en mí  mente el poderoso embrujo de los lugares salvajes y remotos”, confiesa, estableciendo un puente con otra gran amante de la zona, la escritora Anna Nan Shepherd, autora de The Living Mountain, que definió como un “tráfico de amor” entre ella y las montañas, y donde reflexiona sobre la manera en que, en ocasiones, la naturaleza puede acabar representando al ser humano, dando forma a los pensamientos y moldeando los recuerdos. En estrecha conexión con estas ideas, Macfarlane corrobora que precisamente eso sucedió con sus abuelos, quienes “lograron dicha intimidad con las Cairngorms de forma paulatina y sin ningún esfuerzo”.

La evocación del abuelo activa la memoria del caminante, quien nos regala fragmentos como el siguiente: “Tendemos a pensar que los lugares nos afectan de forma más intensa cuando nos encontramos en ellos, cuando las sensaciones directas del tacto y de la vista son posibles. Pero también están aquellos lugares que llevamos en nuestro interior y los que perviven en nuestra memoria mucho tiempo después de que los hayamos abandonado físicamente, y esos lugares –a los que normalmente volvemos con mayor frecuencia cuanto más lejos están de nosotros– se cuentan entre nuestras posesiones más valiosas”.

En «The Living Mountain», que definió como un “tráfico de amor” entre ella y las montañas, la escritora Anna Nan Shepherd reflexiona sobre la manera en que, en ocasiones, la naturaleza puede acabar representando al ser humano, dando forma a los pensamientos y moldeando los recuerdos.

A partir de ahí el viaje se ensancha hacia geografías que están mucho más lejos de casa y se enriquece con renovados matices. El relato que más contraste proporciona al libro es, sin duda, el de Palestina. La invitación de un amigo, Raja Shehadeh, defensor de los derechos humanos y apasionado senderista, que ha acompañado al autor en caminatas por Inglaterra, le anima a tomar un vuelo rumbo a un país donde recorrer los senderos no resultaba tan fácil. “Para un palestino”, le había contado Shehaded, “era desaconsejable aventurarse fuera de las grandes ciudades” y, en caso de hacerlo, “era mejor no llevar mapa ni cámara fotográfica, ni brújula, porque una patrulla israelí podía controlar tales objetos sospechosos”, confiscarlos y acabar deteniendo a su dueño.

Robert Macfarlane puede comprobar por sí mismo el peligro que supone recorrer los alrededores de Ramala, las sendas y montes que su amigo tan bien conoce y que, desde la ocupación en 1967 de los territorios palestinos por parte de Israel, se han convertido en zonas bajo control. “Encontrar cerca de su casa un sendero que no estuviese cortado por una carretera de acceso a un asentamiento de colonos judíos, o que no pasase junto a una zona de prácticas militares o a un puesto de control del ejército le ha sido cada vez más complicado. La estrategia política de Israel en los asentamientos en Cisjordania ha supuesto la creación de una extensa red de carreteras, protegidas por el ejército, cuyo uso está habitualmente restringido a los israelíes…”, vamos leyendo. Para el amigo caminar en calma, sin prisas, sin miedo, se ha convertido en algo cada vez más complicado, casi imposible, que le obliga a aguzar el ingenio, a realizar largos desvíos para llegar allí donde quiere llegar. “Lugares que para él antes significaban libertad ahora equivalen a amenaza y a desaparición”.

Aún así, pese a todos los obstáculos, los dos caminantes se las arreglan para realizar juntos una ruta, no exenta de inquietud y cierto temor (no quiero desvelaros más detalles), que les hace recobrar la esencia del paisaje palestino, recuperar la memoria de un territorio ahora amordazado. Inevitable no pensar en el poeta Mahmud Darwish, en su afán por mantener a salvo las palabras, los olores, las historias, las raíces, la memoria de su tierra de origen (mientras pervivan habrá esperanza, no todo estará perdido), al saber que en su libro Palestinian Walks Raja Shehadeh recupera los senderos tradicionales y equipara la acción a “un acto político y caminar a un gesto de resistencia”.

Pero andar también le resulta importante porque le permite realizar viajes interiores. Para él, estar en la naturaleza es una experiencia íntimamente privada, a la vez que abiertamente política. Los accidentes del paisaje  –las depresiones del mar Muerto y del valle del Rift, las elevaciones de los montes de Ramala– son susceptibles de provocar profundas alteraciones en su ánimo”, nos cuenta Robert Macfarlane, a quien en otro trecho del viaje vemos en un paisaje completamente diferente, en España, reflexionando sobre el camino de Santiago y andando por una de sus ramificaciones, tras visitar en Madrid la Biblioteca del Bosque, un hermoso proyecto de Miguel Ángel Blanco, que con paciencia y pasión, ha ido componiendo sus libros de la naturaleza, libros que son cajas, cofres, relicarios, pequeñas piezas-tesoro realizadas con objetos encontrados en sus muchos paseos a pie, una creación que también tiene mucho que ver con la memoria, con el deseo de preservar los paisajes, su latido y las emociones que transmiten.

En su paso por España, Macfarlane reflexiona sobre el camino de Santiago y anda por una de sus ramificaciones, tras visitar en Madrid la Biblioteca del Bosque, un hermoso proyecto de Miguel Ángel Blanco, que con paciencia y pasión, ha ido componiendo sus libros-caja de la naturaleza.

Cada uno de mis libros se ocupa de una excursión real, pero también de un viaje interior”, le dice Blanco al ensayista. Es él quien firma la introducción de la edición española de Las viejas sendas y quien sugirió a nuestro caminante la ruta a seguir, la calzada romana que atraviesa la sierra de Guadarrama y los bosques de Valsaín para llegar a Segovia. Ambos realizan juntos un primer tramo de la ruta (Cercedilla, la entrada al valle de la Fuenfría) y Macfarlane registra el amor de su nuevo amigo por los árboles, a quienes reconoce por el camino y saluda. Justo leí esas páginas en el parque madrileño del Retiro, donde Nacho Goberna realizó las fotografías que ilustran esta “Ventana propia”, y os aseguro que en ese momento yo también me sentí, como los protagonistas de mi lectura, en comunicación con los árboles, con el entorno.

Recuerda el autor a Thoreau –imposible no recordarlo a cada momento–, quien “no dudaba en recorrer trece kilómetros para ir a saludar a un árbol”. Nos habla, más adelante, de que el paisaje no es algo que pueda mirarse “como un fresco, o como un cuadro en su marco”, de que no es “el objeto pasivo de nuestra mirada, sino un volátil participante de la acción, otro sujeto activo que se arquea y que se eriza, que se encrespa ante nosotros”. Más que como un sustantivo que denota fijación, inmovilidad pictórica, nuestro hombre prefiere “pensar en la palabra paisaje como un sustantivo que contiene oculto en él un verbo: un paisaje que escapa, que es dinámico y que causa conmoción, que nos esculpe y que nos transforma, no sólo en el transcurso de nuestras vidas, sino en cada instante de la experiencia, en cada ocasión”.

Es este el espíritu que anima este libro y que hermana a Robert Macfarlane con otros grandes caminantes, con esos caminantes filósofos, poetas, que tanto nos cautivan y que en la calma de los caminos son capaces de iluminar los sentidos más profundos de la vida, de devolvernos a lo esencial… Ya en la parte final del recorrido acompañamos a Macfarlane al Tíbet en un capítulo que, indudablemente, se convierte en un despertar hacia lo sagrado. Nuevos personajes, paisajes de extraordinaria belleza, anhelos, descubrimientos entre la altura, la nieve, el frío glacial… Y de nuevo vuelta a Escocia, a Inglaterra, donde el círculo se cierra con la recreación de la biografía y circunstancias de Edward Thomas (nada de lo narrado en este libro habría acaecido sin su presencia, sin el deseo del autor de ir tras sus pasos).

Thomas se adelantó a su tiempo al percibir uno de los conflictos inherentes a la modernidad: la tensión entre movilidad y desplazamiento, por un lado, y arraigo y pertenencia por el otro”, señala el autor, volviendo a las palabras pronunciadas al respecto por el propio Thomas: “Es complicado alcanzar una tregua entre estos dos deseos incompatibles (…) Uno de ellos en favor de continuar avanzando sobre la tierra, el otro por establecerse para siempre en un lugar, como en una tumba, y olvidarse por completo de los cambios”.

Mapas geográficos y mapas personales y emocionales se cruzan en estas “viejas sendas” que ya he hecho mías. El autor emprendió la ruta con el deseo de conocer mejor a su admirado caminante y poeta, recreando sus pasos y ahondando en sus escritos. Sin embargo, reconoce, que no ha dejado de ser una figura todavía enigmática para él, el puente que le llevó a otras gentes, a las muchas que ha conocido en sus viajes, y para las que, “como para el mismo Thomas, el paisaje estaba relacionado íntimamente con ellos mismos”.

Los largos caminos blancos (…) son una tentación ¡A qué expediciones nos invitan! Nos conducen hasta el impredecible futuro, o hasta el inframundo pasado”, escribió Edward Thomas en 1909. A través de las rutas de las que da cuenta en Las viejas sendas Robert Macfarlane hace suyas las palabras y nos demuestra, paso a paso, la gran verdad que encierran.

«Las viejas sendas», de Robert Macfarlane, con introducción de Miguel Ángel Blanco y traducido por Juan de Dios León Gómez, ha sido publicado por Pre-Textos.

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