Hablemos de “nobleza de espíritu” con Thomas Mann, Whitman, Goethe, Spinoza, Sócrates…

Por Emma Rodríguez © 2017 / Si algo me gusta es recobrar palabras y propósitos que habitualmente están lejos de las conversaciones y del discurso de los medios, bellas palabras que creo deberían ocupar el primer plano, porque las palabras tienen un efecto contagioso, transformador, porque, a través del lenguaje que utilizamos, nos definimos individual y colectivamente. Si con algo disfruto es descubriendo libros que reivindican conceptos olvidados en un presente dominado por lo material, donde, como decía el filósofo e historiador Tzvetan Todorov términos como “moral” tienen hoy una connotación negativa, retrógrada, pasada de moda.

La moral ha abandonado los discursos, pero no los comportamientos, señalaba, valorando a aquellas personas que aún actúan teniendo en cuenta a los demás, sabedoras de que satisfacer únicamente los propios intereses no conduce a la felicidad. Se trata de personas que “no piensan que todos los valores son de naturaleza económica y dan más valor a las relaciones humanas que a la acumulación de bienes muebles e inmuebles”. Para ellas abro esta Ventana, con el deseo de que se asomen a ella curiosos y voyeurs en busca de secretos o consuelos.

A la búsqueda de esos libros me encontré con un ensayo de Rob Riemen (Países Bajos, 1962), fundador del Nexus Institut, un foro independiente de ámbito internacional que busca fomentar la reflexión y el debate intelectual y cultural. El título de la obra llamó mi atención: Nobleza de espíritu (Una idea olvidada) y una vez abiertas sus páginas puedo aseguraros que disfruté de un recorrido que, efectivamente, recupera conceptos y acciones nobles que, por desgracia, no mueven ni animan nuestras vidas. Por fortuna aún podemos hallar asideros y testimonios como los que se recogen en esta entrega publicada por Taurus que gira fundamentalmente en torno a la lectura y las enseñanzas del escritor alemán Thomas Mann, quien, como indica el filósofo George Steiner en el prólogo “personificó y expresó a la perfección” los valores de la civilización europea, “una civilización en peligro”.

Si algo me gusta es recobrar palabras y propósitos que habitualmente están lejos de las conversaciones y del discurso de los medios, bellas palabras que creo deberían ocupar el primer plano, porque las palabras tienen un efecto contagioso, transformador, porque, a través del lenguaje que utilizamos, nos definimos individual y colectivamente.

El autor de obras como La montaña mágica, bebió, como apunta Steiner, en las fuentes de los clásicos griegos y latinos, la Biblia y la historia de la música y la literatura europeas, pero, además, se alimentó de los “maestros de la ficción y el drama rusos, defendiendo el concepto de “literatura universal”, estableciendo las bases de un peculiar humanismo, un humanismo que seduce a Rob Riemen con sus valores. Es de ahí, de ese hilo, del que tira el ensayista para fraguar esta obra que se centra en una serie de conversaciones altamente enriquecedoras. “Mientras el lenguaje continúe marcando la pauta, mientras podamos seguir hablando los unos con los otros, hay esperanza para la civilidad y la búsqueda de la verdad”, seguimos escuchando a George Steiner, quien alude también a que el elitismo del escritor alemán está en la base de su concepto de “nobleza de espíritu”, que no concuerda del todo con el concepto de igualdad propio de las democracias, y termina haciendo hincapié  en el ensombrecimiento de las humanidades frente a las ciencias naturales y la tecnología.

Emma Rodríguez. Todas las fotografías por Nacho Goberna © 2017

Ante todo ello, entre contradicciones, se mueve Rob Riemen, buscando puntos de luz y ejemplos que ayuden a mejorar el camino de los hombres y mujeres del siglo XXI. Todas las conversaciones, las historias contenidas en este libro son reveladoras, pero admito que me conmovió especialmente la primera, dedicada a un hombre que amó tanto la poesía, los principios de Walt Whitman, que lo situó en el centro de su vida y se agarró a él como tabla de salvación. Riemen rinde un sentido homenaje a ese ser que tanto le enseñó en el breve tiempo en que lo trató, un individuo anónimo al que tuvo oportunidad de conocer a través de una amistad compartida con Elisabeth Mann, la hija menor del autor germano.

Los acontecimientos más importantes de la vida no se planifican sino que nos sobrevienen. Inesperado es el día en el que brota una amistad o un amor; inesperada la hora en que un ser amado abandona este mundo; inesperado el suceso que nos cambia la vida para siempre”, comienza este capítulo de homenaje a una persona muy especial. Nada hacía imaginar al autor cuando emprendió un viaje por distintas ciudades y universidades estadounidenses en noviembre de 2001 que iba a conocer a Joseph Goodman, amigo de juventud de la hija de Mann desde que ambos estudiaron piano con la misma profesora. Es Elisabeth quien le cuenta al ensayista las circunstancias de la vida de Goodman, quien abandonó la música, pese a sus privilegiadas dotes para ella, y abrió una librería de viejo donde se dedicó a mimar con especial celo la colección dedicada a Walt Whitman. Su camino está lleno de obstáculos, de desgracias, pero el autor de Hojas de hierba es para él una compañía luminosa. “Si no me encuentras al principio no te desanimes”, recupero los célebres versos del poeta, pensando que nuestro protagonista consiguió encontrarlo y cómo, a través de él, nuevamente acudía a mí. No quiero revelaros muchos más detalles de esta historia. Os animo a descubrirla por vosotros mismos, a recibirla como un tesoro. Sólo os contaré que, en el River Café de Nueva York esas tres personas hablaron sobre el mal, sobre el reciente atentado de las Torres Gemelas, sobre las contradicciones de EEUU, sobre tantas otras cosas… Y que Joseph Goodman acudió al encuentro llevando bajo el brazo la partitura de una cantata sinfónica titulada Nobleza de espíritu, en honor a las palabras de Whitman, a sus Hojas de hierba, una oda a la democracia, la libertad, Estados Unidos y la poesía.

Los acontecimientos más importantes de la vida no se planifican sino que nos sobrevienen. Inesperado es el día en el que brota una amistad o un amor; inesperada la hora en que un ser amado abandona este mundo; inesperado el suceso que nos cambia la vida para siempre”, señala Rob Riemen en el comienzo de su homenaje a Joseph Goodman, el hombre que convirtió a Walt Whitman en una compañía luminosa.

¡La nobleza de espíritu es el ideal sublime! Es la realización de la verdadera libertad. Sin ese fundamento moral no puede haber democracia ni mundo libre. La obra maestra de Whitman, su visión en general, se fundamenta en la conciencia de que la vida no es sino búsqueda de la verdad, el amor, la belleza, la bondad y la libertad; el arte de ser hombre cultivando el alma humana. Todo ello queda resumido en la “nobleza de espíritu”: la encarnación de la dignidad humana”, le transmitió Goodman a Rob Riemen, animándole a acercarse al poeta, especialmente a sus Perspectivas democráticas, un ensayo “excepcionalmente agudo del abismo que existe entre la idea de Estados Unidos y la realidad americana (…) Whitman ya es consciente de que un sistema, unas instituciones políticas y el derecho de voto no bastan para fundar una democracia genuina (…) No es suficiente la libertad política; se debe promover un nuevo clima espiritual...”

El ensayista guardó en su memoria las palabras, los apasionados comentarios de Goodman que ahora llegan hasta nosotros con toda su carga de fe y de esperanza. El trayecto de este hombre, su sobrecogedora historia, es un ejemplo más de la capacidad transformadora de la literatura y de la sabiduría, del alcance de ciertas vidas que resultan en alto grado inspiradoras. Tan solo por conocer a Joseph Goodman merece la pena sumergirse en las páginas de este ensayo que depara muchas más sorpresas o regalos, como queráis llamar a esos momentos de descubrimiento que nos proporciona la lectura. En el capítulo que os he estado comentando, nos encaminamos hacia otras enseñanzas, las del pensador del siglo XVII, Baruch de Espinoza, autor de obras como Ética, quien se percata de que el “ansia de riqueza, honra y voluptuosidad” que mueven a la sociedad “jamás podrán brindar al alma humana serenidad ni dicha duradera” y se dedica a tratar de comprender si existe algo verdadero y eternamente bueno que sea lo suficientemente accesible para poder vivir en consonancia con ello.

El verdadero pensamiento requiere independencia. El poder y el dinero –por paradójico que pueda parecer– no hacen más que restringir la libertad”, va dando cuenta Rob Riemen de algunas de las convicciones que marcaron la vida del filósofo judeo-neerlandés. “Quien persigue lo verdaderamente bueno no puede mostrarse indiferente ante la desgracia ajena. Es más, toda sociedad que ignora la verdad y la libertad dejará de existir inexorablemente en algún momento”, nos hace partícipes de unas ideas que resultan del todo vigentes, aludiendo a la última parte de la Ética, donde se expone una de las principales conclusiones del trayecto, donde Spinoza “nos revela que la esencia de la libertad no es otra cosa que la propia dignidad humana”, que “solo quien es capaz de prestar oído al llamamiento del hombre a ser hombre, quien en lugar de dejarse guiar por el deseo, la riqueza, la ambición y el temor consigue alcanzar lo duradero y lo verdaderamente bueno, adquirirá la libertad de espíritu y conocerá la verdadera libertad”.

Pero el filósofo del XVII, que dio ejemplo con sus acciones, despreciando puestos de prestigio que podían apartarlo de sus ideales y liberándose de cadenas como la de la ortodoxia religiosa de su tiempo, era consciente de que todo lo excelso es tan difícil como raro”. Quienes lo leemos siglos después corroboramos cuán difícil es cultivar la dignidad y cuán necesario aspirar a ello, tenerlo presente, llevarlo a cabo en la medida de lo posible, aunque sepamos que el entorno no lo favorece. Espinoza influyó en Goethe, enseñó al poeta que esa libertad tan rara, tan difícil de alcanzar, requería “nobleza de espíritu”. Y, a su vez, la lectura de Goethe alimentó a Thomas Mann, quien reunió los ensayos que dedicó a sus maestros (Goethe, por supuesto, y Schopenhauer, Nietzsche, Tolstói, Cervantes, Freud…) bajo el título Nobleza de espíritu. Dieciséis ensayos sobre el problema de la humanidad.

Thomas Mann es para Rob Riemen como Walt Whitman para Joseph Goodman, un guía, una permanente inspiración. Son sus enseñanzas, sus búsquedas vitales, sus hallazgos, muchas veces alcanzados a partir de errores, los que planean en este libro, que en su segundo capítulo nos habla de los retos del escritor alemán, entre ellos la entrega a su obra sin flaquezas, una dedicación sagrada a la escritura que hace que su familia dude si interrumpir sus horas de trabajo cuando el 1 de septiembre de 1939 la radio anunció que ha estallado la II Guerra Mundial.

Riemen parte de esa fecha, de ese momento clave, para acercarnos a un hombre que escribió en sus diarios: “¡Retén el tiempo! ¡Aprovéchalo! ¡Presta atención a cada día, a cada hora! Pues sin vigilancia se deslizan con demasiada facilidad y premura.” El tiempo para Mann, como indica el autor de este ensayo en el que seguimos sumergidos, era, igual que para Goethe, “un regalo que merece ser tratado con todos los honores (…) El tiempo es el espacio en el que uno aspira sin tregua a perfeccionarse con objeto de convertirse en la persona que debería ser”.

Emma Rodríguez.

Resulta muy interesante la aproximación que realiza el ensayista al Premio Nobel, a sus luces y sombras, a sus dudas y sus certezas: su defensa del humanismo, sus ideas elitistas sobre la democracia y sus peligros, su defensa de los valores de la cultura alemana, lo cual no impidió que se convirtiera en ferviente enemigo del nacionalsocialismo desde comienzos de los años 20, viéndose obligado a emprender el camino del exilio en Estados Unidos, y su posterior perfil apolítico, que le valió la crítica y el alejamiento durante años de su hermano Heinrich, también escritor, muy combativo a favor de las libertades y derechos humanos. El autor de Doctor Fausto, como nos cuenta Rob Riemen, consideraba que “la vida humana no se puede moldear a gusto de las autoridades”; que “la política no está facultada para prometernos la felicidad”; que “únicamente la cultura, la ética, la religión y el arte nos pueden indicar el camino a seguir”.

El tiempo para Thomas Mann era, igual que para Goethe, “un regalo que merece ser tratado con todos los honores (…) El tiempo es el espacio en el que uno aspira sin tregua a perfeccionarse con objeto de convertirse en la persona que debería ser”.

Con el tiempo el autor matiza esas ideas, consciente de que los procesos sociales y políticos son una parte más, a la que no dar la espalda, en el total de la existencia humana. A través de la evolución de su querido escritor, Riemen reflexiona ampliamente sobre cuestiones que este ya se planteó, por ejemplo, hasta qué punto la trascendencia, lo duradero, lo inmortal, tendrán cabida en el mundo moderno, aludiendo a un hoy que ya atisbaba con preocupación Mann, un hoy que rinde culto, por encima de todo, a “la novedad, la velocidad y el progreso”.

Rob Riemen recorre la vida, las vicisitudes, las circunstancias del tiempo convulso que le tocó vivir al escritor. La preocupación por el sentido de la existencia y la constante defensa del humanismo son los pilares de una obra grandiosa que también bebe en las fuentes del autor ruso Antón Chéjov, de quien tan cerca se sintió Thomas Mann en la etapa final de su vida, una etapa de melancolía, tras ser testigo de que “la violencia y el poder triunfaban sobre la verdad y la libertad”. En Chéjov Mann reconoció “su propia ética del trabajo, su escepticismo humano, su ironía y la idea de que el principal deber moral consiste en transformarse a sí mismo”, señala el autor de Nobleza de espíritu, quien prosigue el recorrido con unas estimulantes conversaciones atemporales sobre temas urgentes en las que primeramente nos devuelve las enseñanzas de Sócrates a sus discípulos en torno a una pregunta trascendente: “¿Cómo hemos de vivir?”

El hombre verdaderamente justo no pretende parecer bueno, sino ser bueno. No le interesan las recompensas ni la reputación. Sócrates deberá tratar de persuadir a sus amigos de que la justicia es un bien, en cuanto que la injusticia es un mal, por lo que, al final, el justo será siempre el más feliz”, vamos leyendo. Y más adelante: “El mejor Estado es el que garantiza la dignidad de cuantas personas residan en él. Reinarán la sabiduría, el coraje y la templanza. Y también habrá justicia, pues todos poseerán lo que les corresponda y convenga”.

Muchos de los principios de Sócrates, su idea de la mejor gobernanza de filósofos e intelectuales, no se cumplieron, pero sus enseñanzas sobre la dignidad, me atrevo a decir que, en cierto modo, llegan a resultar hoy, por su alejamiento de los resortes que mueven nuestro mundo, tan revolucionarias como en su época. En el ensayo que tengo entre las manos, que leí con entusiasta agradecimiento durante algunos soleados días de comienzos de invierno (como se refleja en las fotografías que ilustran esta “Ventana”, realizadas por Nacho Goberna), pasado y presente se superponen a través del legado de las ideas, del amplio río de la cultura. A partir de Sócrates, de Mann, de tantos otros protagonistas y conversaciones recreadas, que funcionan como puestas en escena, Rob Riemen reflexiona sobre la civilización, la democracia, la violencia…, desembocando en un reciente acontecimiento histórico que modificó nuestra manera de enfrentarnos a la realidad: los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York.

Si una sociedad centra toda su atención en la seguridad se convierte en un Estado policial desprovisto de la libertad que nutre la civilización. Tampoco conocerá la civilización una sociedad que asigne un valor absoluto a la prosperidad y el dinero, ya que caerá presa de la decadencia”, argumenta el ensayista, haciendo hincapié en que nunca hay que recurrir a la violencia para promover cambios políticos; constatando que la sociedad actual atraviesa “una profunda crisis”.

Empezaba este texto hablando de la necesidad de recuperar palabras olvidadas, de introducir en la conversación ejemplos de acciones, de vidas que poco tienen que ver con la idea de éxito que venden los medios de comunicación (no hay nada que me produzca más rechazo que esas listas de personajes del año donde se valoran los logros materiales por encima de los humanos, solidarios). Libros como Nobleza de espíritu contribuyen a hacer posible el cambio de modelos, de lenguajes. Os animo a descubrir vuestros propios hallazgos en su lectura. Os animo a que asistáis a un último encuentro, recreado por el autor entre Malraux, Arthur Koestler, Manès Sperber, Sartre y Camus, en el que el autor de El extranjero pregunta a sus compañeros si no son todos responsables de la falta de valores en la sociedad. Es especialmente estimulante, os lo aseguro, como todo el trayecto.

Un trayecto que culmina con Sócrates, nuevamente Sócrates y el cruel juicio tras el que fue condenado a muerte bajo la acusación de “corromper a la juventud y de inventarse divinidades nuevas en vez de creer en los dioses reconocidos por el Estado”. La transmisión de principios entre el maestro y Platón, su discípulo, a quien mostró el camino del cuestionamiento, de  la duda, del cultivo del criterio propio; el hermoso relato del discurso final de Sócrates ante el pueblo ateniense, que se siente vilipendiado cuando el pensador apunta a la necesidad de hallar otra forma de vida correcta, no basada en la primacía de la riqueza, de la fama y del poder, sirve de colofón al ensayo y nos recuerda que las ideas de cambio hacia sociedades y vidas más plenas, más dignas, siempre deben enfrentarse a las presiones de lo instituido.

El trayecto que culmina con Sócrates y el cruel juicio tras el que fue condenado a muerte bajo la acusación de “corromper a la juventud y de inventarse divinidades nuevas en vez de creer en los dioses reconocidos por el Estado”.

Tan pronto como tú devolviste a las palabras su significado salió a la luz el engaño de toda una sociedad (…) Has hecho ver a todos que una vida exigente tiene mucho más sentido que una existencia acomodada. Por eso tienes que morir y, además, caer en el olvido. Por eso, viejo amigo mío, dedicaré el resto de mi vida, –¡que los dioses me amparen!– a mantener viva tu memoria...”, pone Rob Riemen en boca de Platón estas bellas palabras, trazando un nuevo puente con otro protagonista que, muchos siglos, después hubo de enfrentarse, en la Italia fascista de Mussolini, a la condena por sus ideas de izquierda en defensa de la libertad y la democracia. Se trata de Leone Ginzburg, escritor, editor y marido de la también escritora Natalia Ginzburg, quien en su obra da cuenta del tortuoso camino que hubo de seguir el hombre al que amó, un hombre que aprendió de los griegos que “el cultivo del alma humana constituye la esencia de la cultura”; que trabajó en facilitar a los demás “el acceso a lo mejor del patrimonio espiritual europeo” y que creyó en la dignidad del ser humano, en la posibilidad de cambiar el mundo, entregando su vida por ello. Murió en 1944, en la prisión estatal de Roma, “torturado hasta la muerte por los verdugos nazis”, cuando parecía que el final de la pesadilla estaba cerca y podía reunirse de nuevo con su familia.

Nobleza de espíritu (Una idea olvidada) de Rob Riemen, con prólogo de George Steiner, ha sido publicado por Taurus, con traducción de Goedele de Sterck.

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