Walt Whitman: “Si no me encuentras al principio no te desanimes”

Me canto a mí mismo, / y lo que yo acepto tú aceptarás, / pues cada átomo de mí también es parte de ti.

Por Emma Rodríguez © 2015 / Así comienza el poema que abre Hojas de hierba, de Walt Whitman, uno de esos libros célebres por su capacidad de transformación, de renovación, de marcada influencia en el devenir de la literatura. Despreciada en su día, criticada y mal entendida, nada volvió a ser igual en los senderos poéticos tras esta entrega del poeta vagabundo. ¿Qué se puede aportar sobre un autor del que tanto se ha dicho, de qué manera acercarse a una obra y a una figura míticas? Son preguntas que acuden a mí ahora que me propongo profundizar en una experiencia de lectura absolutamente gozosa.

Whitman era un murmullo lejano, un recorrido dejado atrás, nunca repetido. Whitman y sus Hojas de hierba eran una lectura distante, pero recordada, a la que ahora he regresado gracias a la publicación de Crónica de mí mismo, un volumen de cartas, en errata naturae, un sello con una capacidad especial para traer al presente textos y nombres de la literatura que nos ayudan a recuperar las brújulas, los ritmos perdidos. Ha sido ese ramillete de epístolas el que me ha impulsado a recobrar los versos y a sentirme partícipe del diálogo que Whitman abrió para sus lectores hace ya más de un siglo.

Ser partícipe de ese diálogo e intentar compartirlo desde la más absoluta humildad. He ahí la respuesta a mis preguntas. Cuando leemos a este hombre que fue capaz de crear una poesía nueva para un pueblo nuevo, para esos Estados Unidos, nación de naciones, que tantos sueños prometía, sentimos que no ha pasado el tiempo. Si dejamos atrás las referencias concretas a la época, las circunstancias políticas, que evidentemente son importantes y hay que tener en cuenta, resulta que estamos ante alguien que nos habla directamente, que nos mira a los ojos, que nombra con palabras cristalinas lo que sentimos, que nos abraza y nos sonríe, que nos hace ser conscientes de nuestra pequeñez y, al mismo tiempo, de nuestra grandeza, de nuestra capacidad para construir, en compañía de otros, sociedades más justas.

Whitman puede salir a nuestro encuentro en el parque por el que paseamos habitualmente; puede dirigir nuestra mirada hacia la belleza o el dolor que nos suelen pasar desapercibidos en el día a día. Es como si hubiese sabido que algún día íbamos a encontrarlo e íbamos a abrir las páginas de su libro, un libro que fue la obra de toda su vida, una obra en proceso, que creció con él y fue dando cuenta de sus distintas etapas, de su evolución como creador y como ser humano. Al final de ese primer poema de Hojas de hierba, titulado como el arranque de su verso inicial, Canto a mí mismo, lo dejó claro: “Si no me encuentras al principio no te desanimes, / si me pierdes en un lugar busca en otro, / me detendré en algún lugar a esperar por ti.

Whitman puede salir a nuestro encuentro en el parque por el que paseamos habitualmente; puede dirigir nuestra mirada hacia la belleza o el dolor que nos suelen pasar desapercibidos en el día a día. Es como si hubiese sabido que algún día íbamos a encontrarlo e íbamos a abrir las páginas de un libro que fue la obra de toda su vida, una obra en proceso, que creció con él y fue dando cuenta de sus distintas etapas.

Pocas veces un poema nos produce tal estado de embriaguez y exaltación como éste en el que percibimos que nos hemos encontrado con alguien afín, alguien que supo que sus compañeros de viaje le aguardaban más allá de sus días, en el futuro, a través de espesas capas de tiempo, de generaciones. Cuando leemos a Walt Whitman apreciamos su cercanía, apreciamos su eternidad y su modernidad. Son las suyas hojas perennes que tomamos entre las manos como un legado. En ese canto a sí mismo, el poeta se retrata, se define, se siente un ser individual y a la vez se transforma en todos los seres que le rodean. Ese canto nos dice mucho de su capacidad de empatía, nos traslada al ayer y nos explica el ahora con tal lucidez que nos sobrecoge.

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¿Los hombres y mujeres de a pie a los que se refiere Whitman no somos acaso los hombres y mujeres de estos comienzos del siglo XXI? ¿Cuándo habla de los esclavos fugitivos que acoge en su casa, de los inmigrantes, amontonados en el muelle o el embarcadero, que llegaban a América desde la empobrecida Europa para emprender una nueva vida, no nos está hablando acaso de tanta gente que hoy se ve obligada a dejar atrás sus países de origen, de los refugiados, de los exiliados, de los errantes?

Poeta de la democracia se ha dicho muchas veces de Whitman y, ciertamente, las ideas de libertad y de igualdad, tan en entredicho en las actuales democracias, planean sobre sus poemas. “Digo la contraseña primitiva… doy la señal de la democracia: / ¡Por Dios! no aceptaré nada de lo que todos los demás no puedan tener su contrapartida en condiciones de igualdad”, dejó constancia en ese extenso y ancho poema del que os sigo hablando y en el que el autor da entrada a “muchas voces largo tiempo calladas”, las voces de los desposeídos, de los débiles, de los marginados; las voces de la gente corriente. Porque la poesía de Whitman es un canto, un mensaje dirigido a la gente corriente.

“… El genio de los Estados Unidos no se manifiesta en todo su vigor en sus gobernantes y parlamentos, ni en sus embajadores o autores o colegios o iglesias o salones, ni siquiera en sus periódicos o en sus inventores… sino siempre en la gente corriente (…) La grandeza de la naturaleza o de la nación serían monstruosas si no se correspondieran con la grandeza y la generosidad de espíritu de los ciudadanos”, escribió el autor en el prólogo a la primera edición de Hojas de Hierba (Leaves of Grass), aparecida en 1855, un texto fundamental para comprender los retos que se marcó, el espíritu de una obra que, como decía antes, si la despojamos de su entorno, del marco en el que surgió, hoy nos habla de conceptos como soberanía ciudadana y nos conduce hacia la percepción de nuevas formas de articular las relaciones de convivencia, las ayudas y cuidados compartidos.

Por eso Walt Whitman es moderno y eterno. Su modernidad está en el lenguaje que utilizó, en sus construcciones métricas, en sus ritmos y cadencias, en sus temas. Qué escándalo supuso en su día la falta de rima, la innovación del poema narrativo, del verso libre. Qué escándalo la utilización de usos coloquiales, el cultivo de temas menos elevados, el tratamiento abierto del sexo, sin distinción de géneros; esa manera de amar, de la que dejó constancia en sus versos, a hombres y mujeres por igual… Todo eso, que en su día llevó a la gente de orden, a los críticos convencionales, a subestimarlo, es lo que ahora lo tornan tan cercano y, a la vez, aún tan lejano para mentalidades pacatas.

Porque es evidente que Whitman se adelantó a su tiempo de tal manera que, tal vez, todavía no estamos preparados del todo para ponernos a la par. Todavía no abrazamos como colectividad su visión cosmológica de la existencia. Todavía no nos sentimos responsables del maltrato a la naturaleza y sus devastadores efectos, cada vez más inminentes. Todavía no hemos sido capaces de sentirnos en la piel de los otros hasta el punto de defender, por encima de los propios privilegios, los de la humanidad en su conjunto. Por eso leer a Whitman es un baño de concienciación y una alegría.

Qué escándalo la utilización de usos coloquiales, el cultivo de temas menos elevados, el tratamiento abierto del sexo, sin distinción de géneros; esa manera de amar, de la que dejó constancia en sus versos, a hombres y mujeres por igual… Todo eso, que en su día llevó a la gente de orden, a los críticos convencionales, a subestimarlo, es lo que ahora lo tornan tan cercano.

Todo progresa y se expande… y nada se destruye, / y morir es distinto de lo que todo el mundo suponía, / y más afortunado”, seguimos leyendo Canto a mí mismo, donde el poeta se mira en el espejo interior para entenderse y entender el mundo. Se contempla a sí mismo y se explica. Nos mira a los ojos y nos hace preguntas que él mismo responde: “¿Te han dicho que era bueno vencer? / Digo, también, que es bueno caer… las batallas se pierden / con el mismo espíritu con que se ganan”.

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Nos convertimos en cómplices de Whitman por su capacidad para interpelarnos con sabiduría, sin distancias de por medio. Nos atrapa el poeta con sus imágenes, con sus paralelismos y repeticiones. Sus palabras vibrantes, juguetonas, contundentes, luminosas, salvajes, no han perdido frescura y sentimos que podemos tocar la hierba y los árboles de los que nos habla; que podemos subir a su lado en los transbordadores que lo conducían de Brooklyn a Nueva York y que tanto le gustaban. Son muchas las zonas de sombra, los interrogantes, sobre la biografía de este creador que mantienen a los especialistas entretenidos. ¿Fue homosexual o bisexual? es una de las incógnitas por resolver. Un asunto que ha hecho correr ríos de tinta, sobre el que el autor siempre jugó a mantener la ambigüedad.

El volumen de cartas que acaba de llegar a las librerías españolas de la mano de errata naturae nos hace ver claramente lo mucho que valoraba y frecuentaba Whitman las amistades masculinas, así como la intimidad que nunca ocultó con hombres como Peter George Doyle, un conductor de ómnibus de Nueva York, con el que mantuvo una larga relación, o con el jovencísimo Harry L. Stafford, hijo de un matrimonio amigo, a quien le confiesa en una misiva que no pasa un día o una noche sin pensar en él; a quien, en su papel de mentor, aconseja y anima a dejar atrás sus frecuentes estados de melancolía.

Transbordador Fulton Ferry, julio 1890, que unía Brooklyn y New York.
Transbordador Fulton Ferry, julio 1890, que unía Brooklyn y New York.

Pero también hay mujeres que se enamoraron del poeta, caso de la londinense Anne Burrows Gilchrist, crítica literaria y biógrafa de William Blake, que tras leer Hojas de hierba no sólo se convirtió en una de sus mayores defensoras sino en una entusiasta de su autor, al que envió apasionadas cartas. Son interesantes estas escenas de una vida. Son curiosas estas circulares que nos acercan aún más al poeta, a sus emociones, pero, realmente, todo es secundario ante el sobrecogimiento que nos provoca una obra en la que se defiende un amor libre y universal, capaz de abrazar por igual a hombres y mujeres en medio de un universo cargado de misterios.

Son muchas las zonas de sombra, los interrogantes, sobre la biografía de este creador que mantienen a los especialistas entretenidos. ¿Fue homosexual o bisexual? es una de las incógnitas por resolver.

No deja de ser un ejercicio muy estimulante recorrer las piezas poéticas de Walt Whitman e irlas contrastando con su correspondencia, una correspondencia, que, como bien se indica, en el prólogo de la edición no fue escrita para la posteridad sino “para sus amigos, sus amantes, sus familiares y, ocasionalmente, para sus contados editores”, porque el autor “estaba convencido de que las cartas eran parte de la vida presente y no de los archivos y de los museos futuros”.

El sentido épico de la poesía de Whitman, su patriotismo, sus terribles vivencias junto a los soldados heridos en la Guerra de Secesión, su convicción de la necesidad de la contienda, pese al terror, su lucha por la abolición de la esclavitud… Todo está en su literatura y todo se expresa de otra manera en el diálogo urgente que, a través del correo, mantuvo el poeta con sus próximos. Pero no hay cartas excesivamente literarias ni explicaciones sobre el milagro de una obra salida de las manos de un autodidacta, de alguien que para nada fue un intelectual al uso. Hay retazos de una vida vivida con intensidad por un ser que se definía poeta de la bondad y de la perversidad al mismo tiempo. “¿Qué tanto parlotear sobre vicio y sobre virtud? / Me impulsa el mal, y me impulsa la transformación del / mal… no tomo partido, / mi talante no es el del que saca defectos o el del que nunca / está de acuerdo, / humedezco las raíces de todo lo que existe.”, seguimos escuchándole en su Canto.

La correspondencia va construyendo un mapa vital, una guía que permite un rápido recorrido por las distintas etapas y facetas del escritor. Aciertan los editores al separar los periodos temporales con breves resúmenes biográficos. A través de las cartas vemos al Whitman más joven, docente, periodista (a los dieciocho años llegó a fundar su propio periódico, The Long Islander) y editor en distintas publicaciones. Observamos hasta qué punto una pequeña y cerrada localidad como Woodbury, donde impartió clases, le resultaba asfixiante con su monotonía, con el afán de sus gentes por trabajar y por hacer dinero, sin otra altura de miras.

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Poco convencional, amigo de la bohemia, ajeno a los prejuicios y reglas de su tiempo, altamente sensible y cultivador de emociones, fue la poesía el medio de expresión capaz de dar sentido a su visión, a su comprensión de la vida. Hojas de hierba fue una obra precoz, que fue conformándose y madurando a largo de todo un trayecto. La primera edición, costeada y vendida por el propio autor, apareció en 1855, cuando tenía 36 años, y, a partir de ahí se fueron sucediendo otras ocho más, hasta conformar un total de nueve, nueve puestas en escena (la última conocida como Edición del lecho de muerte). Un recorrido contado poéticamente, trecho a trecho, con sus variaciones, actualizaciones, añadidos.

Suele acompañar a todo precursor una falta de entendimiento de la sociedad de su tiempo. Suele suceder que a quienes son capaces de remover los cimientos en cualquier ámbito les acompaña el cuestionamiento feroz, la reticencia, el desprecio, de quienes se afanan en preservar el orden existente. Así sucedió con Walt Whitman, quien, como constata el catedrático José Antonio Gurpegui, en la interesantísima introducción de Hojas de hierba (Austral, 2011), estaba convencido de que no bastaba con la independencia política, de que Norteamérica tenía que luchar también por su independencia cultural, a través de una literatura nueva, diferente, capaz de ensalzar sus propios valores y romper con la hegemonía de los prestigiosos modelos ingleses.

Suele acompañar a todo precursor una falta de entendimiento de la sociedad de su tiempo. Suele suceder que a quienes son capaces de remover los cimientos en cualquier ámbito les acompaña el cuestionamiento feroz, la reticencia, el desprecio, de quienes se afanan en preservar el orden existente. Así sucedió con Walt Whitman.

“No podemos achacar a la simple casualidad”, explica Gurpegui, “que en un plazo de cinco años, entre 1850 y 1855, se publiquen cuatro de las obras seminales en la literatura norteamericana: La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne; Moby Dick, de Herman Melville; Walden, de Henry David Thoreau y Hojas de Hierba de Walt Whitman. La independencia cultural era el claro objetivo de estos autores; no en vano, las cuatro obras citadas fueron entendidas de muy distintas maneras a lo largo de la historia: Hawthorne debió escribir una introducción a La letra escarlata explicando su teoría del romance; Moby Dick estuvo catalogado en la sección de zoología en la Universidad de Yale hasta muy entrado el siglo XX; el Walden de Thoreau lo estudian sociólogos, historiadores y literatos, reclamando cada uno de ellos la pertenencia del escrito a su campo de investigación, y respecto a Whitman, para algunos la suya sería la gran pieza poética de los Estados Unidos, en tanto que otros rechazan la calificación de poesía y aducen que se trataría de una obra artísticamente mediocre, de carácter autobiográfico y de escaso valor literario, a no ser por el oportunismo, en el mejor de los sentidos, al aparecer en un momento crítico de la historia literaria norteamericana”.

En muchas de sus cartas el poeta da cuenta de las controversias y polémicas que levantó su libro. La séptima edición de Hojas de hierba fue la que más satisfacciones económicas le deparó debido al escándalo y a la curiosidad que despertó en el público tras ser publicada por una editorial de Filadelfia después de la sonada prohibición del fiscal del distrito de Boston. Éste consideraba obsceno e impropio para las mentes bienpensantes el contenido sexual de sus partes Cálamo e Hijos de Adán, que se añadieron al proyecto inicial y a las que Whitman nunca quiso renunciar pese a los muchos problemas que le ocasionaron.

Walt Whitman y Peter Doyle, circa 1869
Walt Whitman y Peter Doyle, circa 1869

Pero en ese momento, en el que se pudo librar de la precariedad e incluso adquirir una casa en Camden (Nueva Jersey) – finales de la década de los 80 del siglo XIX–,  la vida de Walt Whitman ya estaba en su desembocadura (falleció en 1892, a los 72 años) habiendo vivido a su manera, habiendo llevado el sombrero, como dice en sus versos, como realmente quiso. Las cartas nos permiten seguir su recorrido hasta llegar a ese recodo dulce del camino. Le vemos de joven, durante los años de la guerra, visitando día tras día a pobres soldados enfermos en distintos centros hospitalarios. Unas vivencias que, como comunicaba a dos de sus amigos, le abrieron las puertas a “un mundo totalmente desconocido”, dándole “una visión más honda de las cosas” y ofreciéndole una lección de humanidad. “Una humanidad sometida a las pruebas más terribles y espantosas, examinada a fondo, las miserias del cuerpo y del alma viviente”, les hacía saber. “¿Qué son vuestros dramas y poemas, incluso los más antiguos y lacrimógenos, comparados con éstos? Ni siquiera las tremendas tragedias griegas, donde el hombre compite con el destino (y siempre fracasa) o el propio Virgilio enseñándole a Dante la terrible agonía de los castigados se aproxima lo más mínimo a lo que veo aquí cada día…”, continuaba su reflexión.

Le vemos de joven, durante los años de la guerra, visitando día tras día a pobres soldados enfermos en distintos centros hospitalarios. Unas vivencias que, como comunicaba a dos de sus amigos, le abrieron las puertas a “un mundo totalmente desconocido”, dándole “una visión más honda de las cosas” y ofreciéndole una lección de humanidad.

El poemario de guerra Redobles de tambor fue el resultado de esa fase que tuvo un potente efecto de cambio en el alma del poeta. Mensaje a mensaje epistolar, seguimos sus huellas: asistimos a la etapa en que trabajó en distintos puestos administrativos; primero para la oficina de Asuntos Indios del Departamento de Interior en Washington y, posteriormente, para la oficina del fiscal general. Del empleo inicial fue despedido por culpa de Hojas de hierba; el segundo le permitió sobrevivir hasta que en 1873 sufrió un derrame cerebral que le paralizó el brazo y la pierna izquierdas y le obligó a ser más dependiente de su familia y amigos.

De entre todos los personajes con los que se carteó destaca el cruce de mensajes y las alusiones a Ralph Waldo Emerson, padre del trascendentalismo, corriente de la que bebió Whitman, del mismo modo que Henry David Thoreau, quien tanto admiró al poeta, con quien coincidió en el amor a la naturaleza, la importancia de la espiritualidad y de la intuición, la idea de que los seres humanos son tanto cuerpo como espíritu, el deseo de crear sociedades menos alienadas… En Cartas a un buscador de sí mismo, otro libro publicado por errata naturae, en el que Thoreau dirigió a un amigo bellísimos escritos, nos encontramos con un encendido elogio hacia el autor de Hojas de hierba: Ese Walt Whitman del que le hablé es lo que más me ha interesado en estos momentos. Acabo de leer su segundo libro (que me dio él personalmente), y me ha sentado mejor que ningún otro libro en mucho tiempo (…) Debemos regocijarnos con él. En ocasiones sugiere algo más allá de lo humano. No se le puede confundir con el resto de los habitantes de Brooklyn o Nueva York. ¡Cómo deben de estremecerse cuando lo lean! Es terriblemente bueno”.

Fueron Emerson y Thoreau de los primeros en reconocer la excepcionalidad de Whitman, quien, sin embargo, en su día, fue más aclamado por los lectores y críticos ingleses que por sus propios compatriotas. Será en el siglo XX, tras su muerte, “cuando la brújula de todo poeta que se precie apunte directamente a Whitman”, asegura José Antonio Gurpegui, señalando como uno de los responsables de ese reconocimiento a Ezra Pound, quien después de haber denostado al poeta reconoció su valor en un célebre texto titulado Pacto. A partir de ahí la cohorte de fieles comenzó a crecer, destacando la adscripción a su causa de figuras de la talla de Carl Sandburg, James Oppenheim, Charles Olson, Hart Crane y, posteriormente, los miembros de la “Generación Beat”, con Allen Ginsberg en cabeza, quienes no dudaron en declararse sus herederos. Junto a ellos, y ya en el presente, Gurpegui destaca al Premio Nobel caribeño Derek Walcott, quien ha reconocido la influencia de Walt Whitman en su obra.

A todos estos nombres hay que sumar, ya en el ámbito de las letras en castellano, la admiración que despertó en autores como Federico García Lorca, que tan presente tuvo a Walt Whitman al escribir su Poeta en Nueva York; Pablo Neruda, que le dedicó una oda (… bajo el breve / grito de las gaviotas, / toqué una mano y era / la mano de Walt Whitman: / pisé la tierra / con los pies desnudos, / anduve sobre el pasto, / sobre el firme rocío / de Walt Whitman…) o Jorge Luis Borges, quien llegó a traducir Hojas de hierba y escribió sobre él algunos textos ensayísticos y hasta un poema, Candem, donde habla de un hombre viejo, “postrado y blanco en su decente habitación de pobre”.

Será en el siglo XX, tras su muerte, “cuando la brújula de todo poeta que se precie apunte directamente a Whitman”, asegura José Antonio Gurpegui, señalando como uno de los responsables de ese reconocimiento a Ezra Pound, quien después de haber denostado al poeta reconoció su valor en un célebre texto titulado «Pacto».

Pero volvamos a unas cartas que también ponen de manifiesto el amor del poeta por su madre, con la que siempre mantuvo una comunicación intensa y que a su muerte le dejó sumido en una profunda soledad. El Whitman de a pie; el creador que siempre tuvo claro el sentido de su obra; el hombre desaliñado que nunca aspiró a ser un dechado de perfecciones; ese ser rudo y sensible a la vez, que se sentía más cómodo en los márgenes que en los brillantes círculos de poder, asoma, con sencillez, en su correspondencia.

Confieso que, frente a los mensajes más patrióticos, de exaltación de la fe y los valores de Norteamérica, prefiero esos otros de mayor llaneza, cargados de la sabiduría de la vida o de una extrema lucidez para retratar la sociedad de su tiempo, para soñarla también. Entre mis favoritas, de entre todas las cartas de Crónica de mí mismo, hay una que el autor escribió en 1891 a Wallace Wood, de The New York Herald, quien le pedía que participase en un simposio sobre “la cuestión ética y antropológica del Hombre del Futuro”. En ella, haciendo gala de su capacidad para anticiparse a su tiempo, él, que tanto había alabado las virtudes de su país, le decía: “No creo que haya mejores oportunidades que las que se ofrecen en nuestros estados a día de hoy: la educación pública, la libertad de opinión, prensa, credo, movimientos, etc., etc. Sin embargo, y para variar, quizá debería ofrecer mi ayuda quejándome un poco (…) Parece ser que la tendencia de esta mancomunidad es la de favorecer, requerir y criar sobre todo a hombres avispados (…) Diría que los ciudadanos del Nuevo Mundo corremos el riesgo de convertirnos en los seres más taimados, ladinos, astutos y tramposos que hayan existido nunca. Tales cualidades se están introduciendo en nuestros negocios, en nuestra política, en nuestra literatura, en nuestro comportamiento, y se están infiltrando en nuestro carácter esencial. Todas las grandes ciudades las exhiben, se diría que Nueva York más que ninguna. Mancillan las espléndidas y saludables cualidades americanas y deberían entenderse como una peligrosa amenaza potencial a la que debemos hacer frente sin reparos”.

De cariz diferente, hay otra misiva destinada a Harry Stafford, su joven amigo, en 1882, en la que le decía: “Hay que mirar hacia delante y “lanzar las penas al viento”; al fin y al cabo, la tristeza reside en uno mismo y no depende del exterior. La vida es como el tiempo, tienes que aceptarla tal como venga  y puedes hacer que vaya bien sólo con proponértelo (y prepararte convenientemente para la lluvia y la nieve)”.

Además de por el consejo, la carta resulta muy interesante porque en ella el poeta da cuenta de una visita que le hizo Oscar Wilde a su casa de Camden. “Ha venido a verme y a pasar la tarde. Es un joven grandote, elegante y guapetón ¡y tuvo el buen juicio de quedarse prendado de mí”!, escribió sin pensar en el interés que para la posteridad tendrían sus palabras.

Pero Walt Whitman siempre intuyó, como decía al principio de este texto, que, a través de su obra, acabaría entablando un diálogo enriquecedor con las generaciones futuras. Nunca dudó el poeta del sentido, del alcance de su creación. Hay dos textos fundamentales para todo el que busque una aproximación más a fondo, que son el ya citado prólogo a la primera edición de Hojas de hierba, un preludio esclarecedor, y el epílogo con el que cierre todo el ciclo, que lleva el significativo título de “Una mirada retrospectiva a los caminos recorridos”. En ellos Whitman, el de la juventud y el de la vejez, el de los inicios y el del final del camino, se encuentran y se explican, ofreciendo a sus lectores de ayer, de hoy y de mañana muchas de sus claves.

Aparte de dar cuenta del ideal de nación de naciones, de tierra de esperanza y de renovación a través del heroísmo de su gente corriente, ideas que laten de fondo en todo el recorrido de Hojas de hierba, Whitman ofrece en su prólogo un hermoso discurso sobre el papel de la poesía y del poeta, un discurso universal, aunque su punto de partida fuese la argumentación de que eran los poetas los que debían marcar los rasgos diferenciadores de Estados Unidos y convertirse en sus referentes. “De toda la humanidad el gran poeta es el hombre templado (…) es el árbitro de lo diverso y su clave. Es el que actúa de igualador de su tiempo y de su tierra (…) Todo se atasca en el marasmo de la costumbre o de la obediencia o de la legislación, él no. La obediencia no puede domeñarlo, él puede domeñar a la obediencia…”, vamos leyendo.

Alude Whitman a la mirada visionaria del poeta, a su capacidad para engrandecer el hecho más nimio o trivial y para indicar a la gente “el camino entre la realidad y sus almas”. Hace un llamamiento Whitman a sus compañeros de oficio a abandonar el ornato; a despreciar las riquezas; a odiar a los tiranos; a repartir entre los necesitados los ingresos; a revisar todo lo aprendido en la iglesia y en la escuela… Firme defensor de la igualdad como base de las sociedades libres, despreciativo con los serviles y con los que, por encima de todo, buscan riquezas y privilegios, a través de su discurso encendido reconocemos las semillas, las búsquedas, de sus composiciones poéticas.

Hace un llamamiento Whitman a sus compañeros de oficio, los poetas, a abandonar el ornato; a despreciar las riquezas; a odiar a los tiranos; a repartir entre los necesitados los ingresos; a revisar todo lo aprendido en la iglesia y en la escuela…

El poeta más grande”, dice, “no moraliza ni pone en práctica consejos moralizantes… conoce el alma”. “Nada es mejor que la simplicidad (…) Continuar con el esfuerzo del impulso y penetrar en profundidades intelectuales y dar a todos los temas su formulación no son poderes corrientes ni tampoco demasiado nada corrientes. Pero hablar en literatura con la propiedad perfecta y naturalidad de los movimientos de los animales y a la manera irreprochable del sentimiento de los árboles en el bosque y de la hierba al borde del camino es el triunfo irreprochable del arte”, se define. Y culmina: “Lo que prueba a un poeta es que su país lo absorba con tanto afecto como él ha absorbido a su país.

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Whitman ha sido absorbido más allá de las fronteras de su país por hombres y mujeres cuyos pasos sobre la tierra han sucedido a los suyos. Repito que al leerlo no hay distancias. Repito que, si olvidamos las circunstancias concretas de su época y su nación; si dejamos de lado sus vicisitudes, si nos centramos simple y llanamente en su poesía, despojándola de sus alrededores, nos sentimos a su lado y pensamos que escribió para hablarnos de este presente de zozobra. Él mismo reflexionó sobre todo esto, sobre la pervivencia de la creación. “El poeta se adelanta siglos a su tiempo y juzga a los que actúan y a sus actuaciones después que los tiempos han cambiado. ¿Ha sobrevivido a los cambios? ¿sigue teniendo sentido? (…) ¿habrá sido él la causa de que las marchas de decenas, centenares o miles de años se desvíen voluntariamente a izquierda o a derecha? ¿lo siguen queriendo tiempo y tiempo después de muerto? ¿piensa el joven con él a menudo? ¿y la mujer joven? ¿Y los de mediana edad y los viejos?”, se preguntaba en el prólogo de Hojas de hierba.

Un gran poema es para todas las épocas por igual (…) Un gran poema no es final para un hombre o para una mujer sino más bien un principio”, seguimos sus palabras, convencidos de que sí; de que, efectivamente, ha sobrevivido a los cambios, sigue teniendo sentido y lo seguimos queriendo porque nos aporta perspectiva, luz, profundidad y misterio; porque nos devuelve el significado pleno de palabras como generosidad, democracia, igualdad y compasión, trasladándonos, como él mismo dice, “a regiones vivas nunca antes holladas”.

Ya en su vejez, cuando decide hacer balance de un viaje poético que le llevó casi treinta años de su vida en su texto “MIrada retrospectiva”, Whitman indica que Hojas de hierba es su “tarjeta de visita definitiva ante futuras generaciones” y, tras dar cuenta de todos los vapuleos y desprecios recibidos, señala: “Hice mi elección cuando comencé. Aposté no por los elogios blandos, el ganar dinero, ni por la aprobación de las escuelas y convenciones existentes. Una vez llevada a cabo, o parcialmente llevada a cabo, el mayor consuelo de toda la aventura (…) es que, sin que ninguna influencia externa a mi alma me hiciera parar ni me indujera al compromiso, he dicho lo que tenía que decir exactamente como quería decirlo, y lo he publicado indefectiblemente –su valor habrá de decidirlo el tiempo”.

“Un gran poema es para todas las épocas por igual (…) Un gran poema no es final para un hombre o para una mujer sino más bien un principio”, seguimos las palabras de Walt Whitman, convencidos de que sí; de que, efectivamente, ha sobrevivido a los cambios, sigue teniendo sentido y lo seguimos queriendo porque nos aporta perspectiva, luz, profundidad y misterio.

Habrá que dejar pasar no menos de cien años desde ahora para esperar una respuesta válida, vaticinaba el autor, insistiendo en el origen, en el punto de partida de su obra: el “sentimiento o ambición de articular y expresar fielmente en forma literaria o poética”, su “propia Personalidad física, emocional, moral, intelectual y estética. (…) y de “explotar esa Personalidad, identificada con lugar y fecha, en un sentido mucho más sincero y amplio de lo que ningún poema o libro” lo hubiera hecho hasta entonces.

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Más de cien años después podemos decir que ese objetivo se ha cumplido con creces. Si cualquier clásico lo es por su capacidad de sobrevivir a su tiempo y seguir llamando a los corazones de las generaciones venideras, en el caso de Walt Whitman ese efecto se acentúa porque en sus versos es plenamente consciente de esa posibilidad, la invoca y entabla una conversación directa, cercana, que lo convierten en un próximo, un árbol de hojas perennes que nos sigue nutriendo con su savia, con su energía.

Más de cien años después la poesía de Walt Whitman nos traspasa con su verdad y nos transmite el temperamento de un hombre libre que entendió su insignificancia y su grandeza en medio del cosmos. Por eso este texto no puede acabar en otro lugar que no sea el campo abierto de sus versos. Además de Canto a mí mismo, al que  ya me he referido largamente y que es, indudablemente, el mejor retrato de Whitman, en su portentoso legado cabe destacar otras piezas sobrecogedoras como Canto de las ocupaciones, Yo canto al cuerpo eléctrico, Los durmientes, la célebre ¡Capitán, Mi Capitán! o Recuerdos del presidente Lincoln.

Recomiendo a cada cual que encuentre sus propias joyas, aquellas que mejor conecten con su espíritu. Recomiendo a cada cual mantener su propia conversación con Whitman donde y cuando considere oportuno. Para poner el punto final, me detengo en Pensar el tiempo, un poema donde el hombre robusto, de largas barbas y aspecto de vagabundo, nos lleva a plantearnos la permanencia de todo cuando nosotros ya no estemos (Pensar que los ríos fluirán, y la nieve caerá, y las frutas / madurarán… y actuarán sobre otros como ahora sobre nosotros...) y nos habla del alma eterna de todo lo que nos rodea (¡Qué bellos y perfectos son los animales! ¡Qué perfecta es / mi alma! / ¡Qué perfecta la tierra y lo más diminuto sobre ella! / Lo que llamamos bueno es perfecto, y lo que llamamos / pecado es igual de perfecto; / los vegetales y los minerales son todos perfectos… y los / fluidos imprevisibles son perfectos; lentos y seguros han llegado a ser lo que son, y lentos y seguros / llegarán a ser otra cosa”).

Así nos sigue hablando Whitman. Sólo tenemos que estar atentos para escucharlo, cualquier día, en cualquier parque o playa de la imaginación. A bordo del ferry de Brooklyn nos lo seguiremos encontrando. Así dice el comienzo del poema:

¡A mis pies la marea que sube! ¡Te miro a la cara!

Nubes del oeste –sólo queda media hora de sol– también

os miro a la cara.

Multitud de hombres y mujeres vestidos con la ropa de costumbre,

¡qué curiosos me resultáis!

Los cientos y cientos que cruzan en los ferris, de vuelta a

casa, me resultan más curiosos de lo que pueda pensarse,

y vosotros que seguiréis cruzando de una orilla a la otra en

los años por venir sois más para mí, y para mis reflexiones,

de lo que podríais suponer.

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  • La recopilación de cartas Crónica de mí mismo ha sido publicada por la editorial errata naturae. Laura Naranjo Gutiérrez y Carmen Torres García han sido las responsables de la traducción.
  • La edición de Hojas de hierba con la que he trabajado para elaborar este artículo ha sido la de Austral, a cargo de José Antonio Gurpegui. Traducción de José Luis Chamosa y Rosa Ramadán.

NOTA FINAL: Cuando acabé de escribir este texto, casualmente, escuché un tema de Max Richter, Sunlight (Songs from before), y pensé que esa música expresaba, de algún modo, todas las emociones que me había despertado la lectura de Whitman.

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