El oficio de la ficción. En el taller de Virginia Woolf, Flaubert, Cortázar…

Virginia Woolf / Gustave Flaubert / Julio Cortázar / Ricardo Piglia / Hanif Kureishi

Por Emma Rodríguez © 2015 / “La literatura es el arte al que consagramos nuestras vidas”, decía Virginia Woolf, refiriéndose a ella y a otros escritores absolutamente entregados a la tarea de construir ficciones. La autora de Una habitación propia es una de las protagonistas de este itinerario que aquí comienza hacia las rutas creativas, las escrituras y lecturas de un grupo diverso de autores, de ayer y de hoy, clásicos y modernos, que tienen en común la reflexión sobre sus procesos y motivaciones, sobre el sentido y el alcance de una labor que escapa a cualquier tipo de cuadrícula, de convención, por su naturaleza inaprensible.

¿Qué pensaba Woolf de sí misma? ¿Cómo se enfrentaba Flaubert al mundo? ¿Qué impulsos motivaban a Cortázar? son algunas de las preguntas que podemos respondernos a través de los testimonios –cartas, diarios, conferencias, lecciones…– que nos dejaron. ¿En qué fuentes bebe el escritor argentino Ricardo Piglia? ¿De qué manera elabora sus propias experiencias y comparte sus logros un autor tan fronterizo como Hanif Kureishi? Ahora coinciden en las librerías obras de todos ellos. Obras llenas de revelaciones, de claves, de confidencias.

Imaginemos la hoja en blanco, la pantalla del ordenador vacía antes de empezar a llenarse de palabras. Imaginemos la lucha con las imágenes, las contradicciones y convicciones, la cabeza llena de ideas que no siempre cristalizan. Pensemos en la mano que lentamente va ganando seguridad, los personajes tomando posiciones sobre el tablero y levantando el telón de una realidad paralela. Recreémonos como destinatarios de sueños y paseos por ciudades irreales. Ya seamos lectores o escritores, como nos dice Cortázar, “vayamos a la literatura como se va a los encuentros más esenciales de la existencia”. A partir de esa pasión emprendamos este viaje que nos conduce a cinco destinos, a cinco talleres, laboratorios, cocinas de creación. ¿Dónde están los protagonistas, en qué escenas de sus propias obras? Convirtámonos en voyeurs, en testigos privilegiados, tal vez en alumnos avezados, porque está en nuestra mano decidir el ángulo desde el que acercarnos a sus territorios privados, a esos espacios de intimidad cuyas puertas entreabren para que podamos ver, entender un poco la lucha con las palabras, con los sentidos, con las maneras de contarse, de contar el mundo.

Virginia Woolf: “El sonido de la tinta al hervir”

Fotografía de Virginia Woolf por George Charles Beresford
Fotografía de Virginia Woolf por George Charles Beresford

Escuchamos “el sonido de la tinta al hervir” (qué bellísima metáfora) en la habitación propia de Virginia Woolf. Vemos a la escritora escribiendo cartas, leyendo y escuchando el sonido de la naturaleza que rompe el silencio y la inspira. La imaginamos en absoluta soledad buscando el ritmo adecuado para plasmar sus emociones, sintiendo la euforia del trabajo que avanza o el tedio de los días improductivos, esos días en los que no es capaz de penetrar en sus propios latidos, de arrancar capas a la corteza que oculta los misterios de la existencia.

“… Dios, Dios  mío, qué de cosas le faltan a una, qué torpes e inexpertos somos, todavía no hemos aprendido el truco de la vida, no hemos conseguido pelar esa naranja en concreto. Ya te he dicho que no estoy de humor para escribir […] De momento he escrito una página entera y aún no he dicho nada…”, le confiesa la escritora a su amigo Gerald Brenan. Está sentada junto a la chimenea de su casa de Monks House, como tantas otras veces, y sigue reflexionando: “Todo parece bastante incierto e infinitamente engañoso: hay tantas afirmaciones vacías, tantas trampas del lenguaje. Y sin embargo es el arte al que consagramos nuestras vidas”.

Es un absoluto placer acceder a las atmósferas, a los anhelos y derrotas de una escritora esencial en el recorrido de la literatura contemporánea. Es una experiencia ante la que todo lector o lectora que haya amado sus libros no puede sentir más que agradecimiento. Su legado, sus diarios y cartas, nos permiten conocerla a fondo, pero la autora de Orlando no deja de ser un enigma, del mismo modo que el enigma late al fondo de sus narraciones. Sobre la escritura, que acaba de publicar la editorial Alba, es una interesante guía en la que Federico Sabatini, profesor de literatura inglesa en la Universidad de Turín, recopila una amplia muestra de esas misivas en las que Woolf reflexiona sobre la escritura y se muestra como una mujer convencida de que su destino está en el juego con las palabras, en la búsqueda de sus ritmos interiores, en el registro de las emociones más escondidas.

Virginia Woolf, al contrario que otros escritores de su tiempo, se ha convertido con los años en un verdadero icono (…) Su prestigio siguió creciendo con el tiempo tanto en el medio académico como en el sentir popular. Junto con su sorprendente y conmovedor suicidio, hay múltiples factores que han contribuido a que se la haya considerado un icono: fue una mujer que, a pesar de sufrir episodios de una enfermedad mental grave, consiguió escribir un corpus asombrosamente amplio de ficción y de crítica literaria; alguien que, a pesar de su frágil sensibilidad, tuvo la fortaleza de expresar abiertamente sus propias opiniones y de oponerse con firmeza a la cultura de su tiempo y a la tradición literaria que la precedió. Y, por último, una escritora valiente que, con su marido, fue capaz de fundar su propia editorial para poder disfrutar de una completa libertad de expresión”. Así la retrata Sabatini.

Todos esos rasgos de su carácter se perciben mientras vamos repasando los mensajes que envió a sus interlocutores, a sus amigos y amigas, a sus cómplices en el oficio de la ficción. El antólogo nos anima a observar una vez más la famosa fotografía que le hizo a la escritora George Charles Beresford, una fotografía en la que aparece como una persona “etérea, refinada y vulnerable”, en palabras de su biógrafa Hermione Lee. Sin embargo, esa vulnerabilidad contrasta con su fina ironía, con su exigencia y fuerte sentido crítico respecto a su propia obra y la de los demás.

Pudorosa y atormentada por momentos, irreverente y original, Virginia Woolf aparece ante nuestros ojos como un ser contradictorio, siempre luchando entre dos lados de su personalidad: el deseo de soledad y la necesidad de los otros; el ansia de mostrarse frente al deseo de replegarse en sí misma. Virginia Woolf no oculta en ningún momento su batalla por alcanzar creativamente algo que siempre se le escapaba. Ese era su reto, nadar hasta la otra orilla, la inaccesible.

Creo que cuando uno empieza a escribir una novela lo más importante no consiste tanto en sentir que puedes escribirla como que existe al otro lado de un abismo que las palabras no consiguen cruzar. Algo que solo se conseguirá con una angustia sin aliento (…) Para que una novela sea buena, antes de escribirla tiene que parecer algo imposible de escribir, meramente algo visible”, le dice a la también escritora Vita Sackville-West. Y en otra de sus cartas se pregunta: “¿cómo va a ser bello lo que escribo?”.

Pudorosa y atormentada por momentos, irreverente y original, Virginia Woolf aparece ante nuestros ojos como un ser contradictorio, siempre luchando entre dos lados de su personalidad: el deseo de soledad y la necesidad de los otros; el ansia de mostrarse frente al deseo de replegarse en sí misma.

Ese interrogante da lugar a una pieza esencial en la que Woolf  responde a otra de sus confidentes habituales, Ethel Smyth, y le dice: “Abordaré el tema de la belleza y estallaré en éxtasis ante la defensa que haces de mí como escritora fea –que es lo que soy–, pero también honesta, impulsada como una ballena jadeante que llega a la superficie para tomar aire. Tales son el esfuerzo y la angustia que me suponen encontrar una frase (que diga exactamente lo que yo quiero decir). ¡Y luego dicen que lo que escribo es bello! Cómo va a serlo cuando siempre estoy intentando decir algo que nunca haya sido dicho, y que esa primera vez debe decirse con toda exactitud. Así que renuncio a la belleza y se la dejo como legado a la próxima generación”.

Las alusiones a la angustia, al tormento que supone explorar, buscar, así como a la disciplina necesaria, férrea, en el proceso de la creación, son constantes en Virginia Woolf, consciente de que los mundos que salían de su pluma, con sus geografías, con sus personajes, no la aliviaban de la miseria de la vida ni la hacían más feliz, pero también de que, a lo largo de su trayecto, todo la había inclinado sin remedio hacia la literatura. De sus aflicciones, de sus vaivenes emocionales, hace partícipe a Gerald Brenan en una dramática epístola fechada en 1922 en la que le dice que, pese a los “recurrentes cataclismos de horror” que acompañan la existencia, hay que optar por transformarla, afrontarla, repudiarla, “y luego volver a aceptarla en sus justos términos y con pasión”.

Llenas de matices, reflejo siempre de sus estados anímicos, las cartas de Woolf están llenas de melancolía, pero también de momentos de alegría, de plenitud. ¿No te ocurre que cuando escribes el mundo desaparece, salvo esa parte concreta que te sirve para escribir que, de hecho, se vuelve indecentemente nítida?, le pregunta en otro momento a Ethel Smyth. Son muchos los hallazgos que encontramos en este libro, una sugerente puerta de entrada que conducirá, sin duda, a los más interesados, a otros volúmenes más extensos (de sus cartas, de sus diarios, editados en España por distintas editoriales). Nos encontramos, ya lo hemos visto, con la escritora obsesiva y perfeccionista, con la incansable cazadora de sensaciones, y también con la lectora exigente que no duda en criticar a Stevenson o a Joyce, cuyo Ulises tacha de “aburrido”.

Las alusiones a la angustia, al tormento que supone explorar, buscar, así como a la disciplina necesaria, férrea, en el proceso de la creación, son constantes en Virginia Woolf, consciente de que los mundos que salían de su pluma, con sus geografías, con sus personajes, no la aliviaban de la miseria de la vida ni la hacían más feliz, pero también de que, a lo largo de su trayecto, todo la había inclinado sin remedio hacia la literatura.

Tampoco le importa a Virginia Woolf reconocer su vanidad, manifestar los celos que siente ante los cuentos de Katherine Mansfield o su admiración por Colette. Respecto al mítico grupo de Bloomsbury dice que es, en gran medida, “una creación de los periodistas” y en lo que se refiere a los libros que lee, que son muchos y variados, valora lo que éstos la impulsan a pensar. “He estado tumbada en mi sillón con tu libro abierto, y de tus palabras sale tanto resplandor que no puedo acercarme a ellas (…) Es la magia la que me aleja de la comprensión”, le dice a T. S. Eliot de una colección de sus poemas.

La Virginia Woolf lectora y crítica puede ser malévola, discordante y también generosa. Sus fobias y sus filias (admiraba a Shakespeare, Milton, George Eliot, Proust, los clásicos griegos…) quedan al descubierto en sus cartas, entre las que también abundan las destinadas a ofrecer consejos a otros autores y autoras que le envían sus escritos, sus publicaciones. Federico Sabatini destaca que “nunca se mostró condescendiente o poseedora de verdades absolutas”, que lo que sugería y compartía siempre “era simplemente su lucha literaria, lo que pensaba que merecía la pena explorar”. Esa lucha lo llena todo. Recuperamos a la escritora a través de sus cartas, la traemos al presente, la dejamos disfrutando de la lectura. “Estoy profundamente inmersa en los libros (…) Me apasiona tanto la lectura que a veces pienso que es como la otra pasión, la escritura, nada más que el reverso de la alfombra”, le decía a su amiga Ethel Smyth.

Gustave Flaubert: “Estoy sediento de narrarme a mí mismo…”

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Siempre con una libreta de moleskine (de piel de topo) a mano. Siempre apuntando ideas, observaciones; siempre imaginando escenas, diálogos, personajes; siempre anotando las sugerencias que le despertaban los libros que leía, siempre buscando acercarse a la perfección… Estamos con Flaubert, con el Flaubert que escribió obras magistrales y que dejó de escribir muchas otras que había planeado porque no le llegó el tiempo de una sola vida.

Gustave Flaubert. Cuadernos, apuntes y reflexiones es el título de una entrega que no debe perderse ningún admirador del autor de Madame Bovary ni ningún lector interesado en los caminos, en los procesos de la creación. El periodista y escritor argentino Eduardo Berti se ha encargado de bucear en un buen ramillete de cuadernos del clásico, en gran parte inéditos en castellano. Cuadernos que le sirvieron no solo para dar cumplida cuenta de su cocina literaria, de sus recetas e ingredientes, sino también para confesarse, para autorretratarse sin remilgos, plasmando las grandezas de su vocación, de su talento, pero también sus debilidades, como si hubiera querido bajarse del pedestal ante una posteridad que, de algún modo, siempre intuyó que acabaría juzgándole.

Recuerdo que antes de cumplir diez años escribía y soñaba ya con los esplendores del genio: un salón lleno de luces, aplausos y coronas de flores… Hoy en día, si bien conservo la certeza de mi vocación o la plenitud de un inmenso orgullo dudo cada vez más. Si se supiera lo que es mi vanidad. Es como un buitre salvaje que me muerde el corazón. Ay, qué solo estoy, qué aislado, ¡qué desconfiado y rastrero, qué celoso, egoísta y feroz!”, anotó un jovencísimo Flaubert en la etapa en la que empezó a observar el mundo más allá de los paisajes de Rouen, su pueblo natal, un lugar inmortal en el mapa de la literatura.

Es precisamente ese periodo inicial, de formación, el que resulta más revelador y asombroso, porque no hace falta ser un estudioso, un especialista en Flaubert, para percibir de qué manera se va forjando el carácter del hombre y la armazón del escritor que merodea en torno a sí mismo con afán de experiencias, con deseos de descubrir el amor, la pasión, los misterios del vivir. La ambición está presente desde muy pronto, así como una sorprendente madurez. Cuesta creer que en torno a 1840, con apenas veinte años, escribiera: “Estoy sediento de narrarme a mí mismo. Todo lo que hago es para darme un gusto. Si escribo, es para leerme. Si me visto, es para verme bien. Si me sonrío en el espejo, es para caerme agradable. Este es el trasfondo de todos mis actos. ¿Existe mejor amigo que uno mismo? Pero así como me juzgo de manera favorable, también me juzgo sin piedad alguna. Pues hay días en los que ambiciono la reputación del más pobre autor de comedias ligeras, días en los que me elevo y caigo. Por lo tanto, nunca estoy a mi verdadera altura…

Es el periodo inicial, de formación, el que resulta más revelador y asombroso, porque no hace falta ser un estudioso, un especialista en Flaubert, para percibir de qué manera se va forjando el carácter del hombre y la armazón del escritor que merodea en torno a sí mismo con afán de experiencias, con deseos de descubrir el amor, la pasión, los misterios del vivir.

Apreciar la evolución del escritor desde sus más tempranos escritos, a los dieciséis años, es un regalo impagable que ofrece esta edición que, además de una amplia muestra de sus cuadernos de apuntes, ofrece un par de textos juveniles de carácter reflexivo, páginas de sus diarios, y bocetos y borradores de distintas obras, incluyendo las notas preparatorias del que iba a ser el segundo volumen de Bouvard y Pécuchet, la novela que dejó inconclusa. Son muchos los aspectos que llaman la atención a quien decide aproximarse a las cercanías de Flaubert. Sorprende el modo en el que el autor se muestra crítico e implacable consigo mismo, declarándose miserable, sabiéndose orgulloso, egoísta, vanidoso [“La vanidad, según creo yo, es lo que hay en el fondo de todas las acciones humanas…”, anotó]. Sorprende comprobar  hasta qué punto esa dureza, ese conocimiento de las propias miserias acaba siendo traspasado a muchos de sus personajes. Escéptico, pesimista, el escritor percibió desde muy  pronto las máscaras, las mentiras del circo social. Desde muy pronto dibujó el mundo con colores oscuros, consciente de las injusticias, de las inmoralidades, de las desgracias de los desfavorecidos, de la brutalidad del ser humano.

El Flaubert primerizo, el de las reflexiones contenidas bajo el título de Agonías, apuntaba: “La tiranía aplasta a los pueblos. Es tan hermoso cuando estos se liberan. Siento que mi corazón se desahoga con la palabra “libertad”, de igual modo que el corazón de un niño late rebosante de terror ante la palabra “fantasma”. Ni uno ni otro son verdaderos. Son otra ilusión destrozada y otra flor marchita”.

Hay momentos en los que el joven se enfurece ante la maldad que observa a su alrededor y nos conmueve. Hay otros en los que sonreímos al comprobar cuánta razón tuvo al observar hechos como éste: “Dentro de cuarenta años será imposible vivir sin ocuparse del dinero como si uno fuese un banquero; me parece que (para el alma) esto equivale a una especie de esclavitud”. Hay también pasajes en los que detectamos las angustias de cualquier ser humano incapaz de hallar el amor. El hombre que no paraba de hacer anotaciones en sus cuadernos necesitaba encontrar una mujer que lo quisiera, “una amante, un ángel”, llegó a decir, pero también dejó constancia de su desdén hacia el sexo opuesto, criticando, sobre todo, el afán de las mujeres de su tiempo por el rango, el renombre, el entorno social, así como las provocaciones de aquellas que osaban arremeter contra la institución del matrimonio o fumar cigarrillos, caso de George Sand, a la que se refiere en un apunte y en cuyas costumbres y escritos no nos cuesta nada atisbar a Emma Bovary. “Quien nunca habla mal de las mujeres no las ama en absoluto, pues la manera más honda de sentir algo es sufrir por ello”, argumentó quien fue capaz de crear uno de los personajes femeninos más complejos y contradictorios de la literatura.

Al seguir a Flaubert en este trayecto, observamos su fijación por temas como el adulterio, la ruina económica, la traición y el engaño; percibimos sus distintos registros, la mezcla de los altos pensamientos con las más sencillas notas de lo cotidiano, la convivencia de la trascendencia con el apunte humorístico, con la afinada ironía. Al ser testigos de sus rutinas, de su metodología, comprobamos también lo perfeccionista que era con su trabajo, las minuciosas búsquedas e investigaciones que hacía antes de ponerse a escribir sus historias.

El hombre que no paraba de hacer anotaciones en sus cuadernos necesitaba encontrar una mujer que lo quisiera, “una amante, un ángel”, llegó a decir, pero también dejó constancia de su desdén hacia el sexo opuesto, criticando, sobre todo, el afán de las mujeres de su tiempo por el rango, el renombre, el entorno social, así como las provocaciones de aquellas que osaban arremeter contra la institución del matrimonio o fumar cigarrillos, caso de George Sand, a la que se refiere en un apunte y en cuyas costumbres y escritos no nos cuesta nada atisbar a Emma Bovary.

Cuántas listas, cuántos detalles, cuántas anotaciones sobre pensamientos y costumbres –muchas de ellas sobre las diferencias en la conducta de hombres y mujeres–, cuántas ideas de otros autores a los que leía. Y, junto a todo ello, planos, esquemas orientativos, mapas… Flaubert necesitaba visualizar sus territorios de ficción. Flaubert se preocupaba y reflexionaba permanentemente sobre su oficio. “La literatura no es una cosa abstracta. Se dirige al hombre en su totalidad; cierta palabra que nos parece aventurada o cierto pasaje inmoral (libertino) acaso tienen tan solo la culpa de alterar nuestros nervios. Esto explica el furor de algunas personas contra ciertos libros (¿y las reacciones de la prensa?): nunca es el fondo lo que irrita o escandaliza, sino la forma”, anotó el autor en uno de sus cuadernos de trabajo.

El verdadero escritor es aquel que sin salir de un mismo tema, puede hacer en diez volúmenes o en tres páginas, una narración, una descripción, un análisis y un diálogo. Fuera de ello están los farsantes o la gente de buen gusto; dos categorías de mediocres”, argumentó quien, por supuesto, fue un lector atento, concienzudo, que tuvo entre sus ídolos literarios, como apunta Eduardo Berti en el prólogo, a autores como Montaigne, Chateaubriand, Rabelais, Victor Hugo, Goethe, Lord Byron o el Cervantes del Quijote.

Son muchas las sorpresas que nos depara la lectura de este Flaubert tan íntimo, tan cercano. Este Flaubert que no nos resulta del todo simpático en su falta de modestia, en su tono desdeñoso en muchas ocasiones. Pero si algo apreciamos en su legado es la sinceridad, la falta de pudor a la hora de hablar de sí mismo. Y, sobre todo, la manera en la que, como Virginia Woolf tiempo después, nos hace partícipes de su lucha, de su deseo de hacer libros excitantes, de probar que “la felicidad está en la imaginación”, como escribió en el boceto de una novela que no llegó a escribir en la que quería contraponer la desdicha de la realidad frente a la dicha que proporcionan los sueños. ¿No es eso, en realidad la literatura? nos preguntamos. Le preguntamos a Flaubert, ampliando ese diálogo que dejó abierto para sus lectores futuros, para la posteridad. “¿Qué es la gloria?, se cuestionó una y otra vez. Pues “¡Lograr que se digan muchas tonterías acerca de uno!”. Así de simple.

Julio Cortázar: “Las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana”

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Hay muchas fotografías de Julio Cortázar que nos ayudan a situarlo en sus rincones de trabajo, ante la máquina de escribir, armando las piezas dispares de sus historias, siempre jugando. Pero al acceder a sus Clases de literatura, compendio de las lecciones que impartió en la Universidad de California, Berkeley, en 1980, la imagen que emerge, la que lo impregna todo, es la del profesor. ¿Se paseaba a largas zancadas por el espacio cerrado, anotaba palabras, frases, en la pizarra a su espalda, invitaba y se sentía cómodo dialogando con sus privilegiados pupilos? Porque, sin duda, tocados con una varita mágica se debieron sentir quienes tuvieron la suerte de escuchar a un profesor nada corriente, al docente “menos pedante del mundo”, como indica en el prólogo del libro Carles Álvarez Garriga.

Las clases de Cortázar, grabadas y posteriormente transcritas tal como acaecieron, nos seducen porque ponen de manifiesto la capacidad del escritor para la transmisión de conocimientos y experiencias, pero, sobre todo, porque le impulsaron a meditar sobre sí mismo y sobre su proceso. Ya en la primera toma de contacto el autor se mostró absolutamente franco y humilde. Nada de grandilocuencias. Soy autor y lector de cuentos y novelas con la misma dedicación y el mismo entusiasmo, fue la primera frase que pronunció antes de entrar en materia, centrarse en sí mismo y empezar a contar lo que los oyentes querían saber: ¿Qué le movía a escribir, qué impulsos le llevaron a contar historias inolvidables, de qué manera las inventaba y se situaba entre el resto de escritores latinoamericanos?

Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana”, confesaba, estableciendo tres etapas diferenciadas en su trayectoria: una primera que denominaba estética; una segunda metafísica y una tercera, histórica. En esos tres planos sucesivos, no siempre excluyentes, acordes a descubrimientos y experiencias vitales, Cortázar se resumía y explicaba como escritor.

Primero, de joven, caminaba, junto a otros compañeros de generación, chicos y chicas bonaerenses de clase media, siguiendo la estela de la literatura misma, concentrado en sus valores estéticos y poéticos, “con los ojos fijos en algunos casos en modelos ilustres y en otros en un ideal de perfección estilística profundamente refinada”. Así lo explicaba, dejando claro que entonces ninguno de esos jóvenes era consciente de la historia dramática que estaba aconteciendo en el mundo. La Guerra Civil en España; la Segunda Guerra Mundial, les llegaban lejanas, a través de la lectura de periódicos, en las charlas de café en las que se posicionaban contra Franco y el nazismo; a favor de la República y los aliados, sin que la implicación apenas traspasase las capas de lo teórico. “Nunca nos dimos cuenta de que la misión de un escritor que además es un hombre tenía que ir más allá…”, se lamentaba Cortázar, apuntando en su autocrítica el paso hacia la actitud comprometida que acabaría definiéndolo.

En realidad el gran valor de este libro es mostrarnos la evolución de Cortázar hacia el compromiso, su paso del yo al nosotros. “Aun en ese momento en que mi participación y mi sentimiento histórico prácticamente no existían, algo me dijo muy tempranamente que la literatura –incluso la de tipo fantástico más imaginativa– no estaba únicamente en las lecturas, en las bibliotecas y en las charlas de café”, seguimos sus palabras. Es esta primera lección una pieza absolutamente reveladora porque en ella están, expuestas magistralmente, las claves del padre de los cronopios. Los principios, retos y descubrimientos de Cortázar contados por el propio Cortázar.

Ante sus alumnos de Berkeley el escritor se fue analizando. Un viaje hacia su centro compartido, estimulado por reflexiones en voz alta, por preguntas y respuestas. En el discurrir de ese viaje particular Cortázar recobró al joven que, aunque seguía admirando el estilo, la genialidad y excelencia de alguien como Borges, ya empezaba a participar de los movimientos de la calle, a sentirse atraído por el lenguaje popular, guiado en este tramo del camino por Roberto Arlt, un autor que en esa etapa de transformación le influyó poderosamente. Y después viajó a Europa, a París, donde dio vida a un personaje esencial, Charlie Parker, El perseguidor, personaje que le permitió salir de sí mismo, de su ensimismamiento estético, y tender la mano al prójimo.

Ante sus alumnos de Berkeley el escritor se fue analizando. Un viaje hacia su centro compartido, estimulado por reflexiones en voz alta, por preguntas y respuestas. En el discurrir de ese viaje particular Cortázar recobró al joven que, aunque seguía admirando el estilo, la genialidad y excelencia de alguien como Borges, ya empezaba a participar de los movimientos de la calle, a sentirse atraído por el lenguaje popular, guiado en este tramo del camino por Roberto Arlt, un autor que en esa etapa de transformación le influyó poderosamente.

A sus alumnos de Berkeley Julio Cortázar les contó que, a partir de ese momento, sin ser filósofo ni estar dotado para la filosofía, empezó a interesarse por la psicología de sus protagonistas, a plantearse preguntas sobre el destino humano y sus misterios. Ahí daba por inaugurada la fase metafísica, cuyos frutos son dos novelas: Los premios y la mítica Rayuela. De ambas obras, sobre todo de la última, habló el escritor en una de sus clases, así como del puente que lo condujo hacia la preocupación no por los individuos concretos y sus preguntas sino por las sociedades, los pueblos, las civilizaciones, los conjuntos humanos. “La etapa histórica suponía romper el individualismo y el egoísmo, señalaba, refiriéndose de nuevo a loscaminos curiosos, extraños y a la vez un poco predestinados que le condujeron en esa dirección; empezando por la guerra de liberación de Argelia, que siguió muy de cerca, y analizando después el estallido de la revolución cubana, un hecho crucial en su biografía.

Estuve mezclándome cotidianamente con un pueblo que en ese momento se debatía frente a las peores dificultades, al que le faltaba todo, que se veía preso en un bloqueo despiadado y sin embargo luchaba por llevar adelante esa autodefinición que se había dado a sí mismo por la vía de la revolución”, explicaba. Los estudiantes cada vez más entregados, muy atentos al escuchar a Cortázar hacer la siguiente declaración de principios: “En ese momento, por una especie de brusca revelación, sentí que no sólo era argentino: era latinoamericano (…) no solamente era un latinoamericano que estaba viviendo eso de cerca sino que además me mostraba una obligación, un deber…”

Clases de literatura es, sin duda alguna, una entrega básica para acercarse, entender, a Julio Cortázar. Además de la indagación profunda en su propio itinerario, el autor se dirigió a sus alumnos para hablarles, por ejemplo, del cuento. “Alguna vez he comparado el cuento con la noción de la esfera, la forma geométrica más perfecta en el sentido de que está totalmente cerrada en sí misma y cada uno de los infinitos puntos de su superficie son equidistantes del invisible punto central. Esa maravilla de perfección que es la esfera como figura geométrica es una imagen que me viene también cuando pienso en un cuento que me parece absolutamente logrado”, les decía, pasando a relacionar el cuento con la fotografía y la novela con el cine.

Para mí las fotografías más reveladoras son aquellas en que por ejemplo hay dos personajes, el fondo de una casa y luego quizá a la izquierda, donde termina la foto, la sombra de un pie o de una pierna. Esa sombra corresponde a alguien que no está en la foto y al mismo tiempo la foto está haciendo una indicación llena de sugestiones, apelando a nuestra imaginación para decirnos: “¿qué había allí después?”. Hay una atmósfera que partiendo de la fotografía se proyecta fuera de ella y creo que eso es lo que le da la gran fuerza a esas fotos que no son siempre técnicamente muy buenas ni más memorables que otras: las hay muy espectaculares que no tienen esa aureola, esa aura de misterio. Como el cuento, son al mismo tiempo un extraño orden cerrado que está lanzando indicaciones que nuestra imaginación de espectadores o de lectores puede recoger y convertir en un enriquecimiento de la foto”, argumentaba Cortázar. Imposible resistir la tentación de transcribir este extracto porque dice mucho de su manera de mirar y de narrar, pero también de lo que buscamos en su literatura quienes le leemos.

Hay otro pasaje muy interesante en esta primera lección en el que el autor vuelve a sentirse parte del compromiso de la literatura latinoamericana y habla de “la revolución de adentro hacia fuera”, de ese acercamiento a los lectores no exclusivamente literario ni intelectual, sino capaz de ofrecerles herramientas para que amplíen su información sobre el mundo y cultiven su criterio. Hay tantos atractivos, tantas sugerencias en este libro que es imposible elegir, dejar de subrayar. Ya en el turno de las preguntas de los alumnos, de las que también se da cumplida cuenta, hay una especialmente significativa sobre la recepción de la obra, sobre lo que se entiende por éxito.

La pregunta da pie a Cortázar para hablar de lo que entiende por best- seller, esos inmensos ladrillos que cierta gente compra en los aeropuertos para empezar las vacaciones y autohipnotizarse durante una semana”, señala. Y se sigue explicando: “Hay un verdadero contrato entre un señor que escribe para ese público y el público que le da mucho dinero comprando los libros a ese señor, pero eso no tiene nada que ver con la literatura. Ni Kafka ni Maupassant ni yo hemos escrito así, y perdón por ponerme en el trío”.

Espontáneo, jovial, reflexivo, profundo, próximo, es este Cortázar profesor, que en otra de sus lecciones habla de los distintos tipos de cuentos, de la musicalidad y el humor en la literatura, del erotismo, de la presencia del elemento lúdico en su obra, especialmente en Rayuela, una novela esencial para tantos lectores y lectoras que el propio Cortázar, ya desde la distancia, llega a criticar por el exceso de individualismo y egoísmo de Oliveira, su protagonista. Es una delicia visualizar al escritor en el momento en que daba cuenta del proceso de maduración, de escritura, de Rayuela, así como de otras entregas, caso de el Libro de Manuel, donde lleva al extremo su idea de hacer entrar a la Historia en los libros, en este caso el horror, las torturas, de la dictadura argentina mientras el autor estaba en el exilio, convencido de que se podía influir desde la literatura en la toma de conciencia, firme ya en la idea de que era necesario implicarse, participar activamente, decantarse políticamente.

Espontáneo, jovial, reflexivo, profundo, próximo, es este Cortázar profesor, que en otra de sus lecciones habla de los distintos tipos de cuentos, de la musicalidad y el humor en la literatura, del erotismo, de la presencia del elemento lúdico en su obra, especialmente en Rayuela, una novela esencial para tantos lectores y lectoras que el propio Cortázar, ya desde la distancia, llega a criticar por el exceso de individualismo y egoísmo de Oliveira, su protagonista.

Cortázar buscó siempre lectores cómplices, críticos, activos. De ello habló también, ampliamente, a sus pupilos en Berkeley, de ello nos habla a todos los que nos vamos sumando a sus lecciones. Hay un momento en el que nos dice: “Cada día que pasa me parece más lógico y necesario que vayamos a la literatura –seamos autores o lectores– como se va a los encuentros más esenciales de la existencia, como se va al amor y a veces a la muerte, sabiendo que forman parte indisoluble de un todo, y que un libro empieza y termina mucho antes y mucho después de su primera y de su última página”.

Ricardo Piglia: “Los libros recorren grandes distancias”

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También a Ricardo Piglia le va, y mucho, la figura de profesor. El autor argentino tiene una dilatada experiencia como docente, como conferenciante. Los ambientes universitarios con sus intrigas, los maestros, los estudiosos y especialistas en áreas concretas del territorio de las letras, con sus obsesiones, con sus neuras, con sus particulares miradas y salidas al mundo, aparecen una y otra vez en sus sugerentes y adictivas novelas, pero, para distanciarlo un poco de Cortázar, en este viaje hacia los laboratorios de la ficción, vamos a imaginarlo como un detective que busca en la historia de la literatura piezas, anécdotas, secretos, biografías, que le sirvan de acicate para construir su relato, sus relatos.

Todo el que haya asistido a alguna intervención pública de Piglia sabe hasta qué punto el autor de Plata quemada, Blanco nocturno o El camino de Ida es un conversador nato, un encantador de serpientes en el mejor sentido de la definición. Ingenioso, observador, capaz de ver más allá, de encontrar sentidos ocultos, tira del hilo de las palabras, de las argumentaciones, y mantiene en vilo a sus espectadores. Es imposible abandonar una conferencia, imagino que una clase, de Piglia sin la cabeza llena de preguntas, de ideas refrescantes, de excitantes puntos de partida, de libros desconocidos en los que apetece sumergirse enseguida, al llegar a casa, de inmediato.

Todo eso lo provoca también la lectura de Antología personal, una recopilación de textos diversos, un amplio abanico de registros, donde encontramos nuevas piezas narrativas del autor y ensayos literarios, como siempre geniales, en los que Piglia va trazando su propia biografía a través de sus lecturas y, sobre todo, de sus pesquisas de avezado detective, de investigador audaz, a partir de la pista de personajes como el escritor polaco Witold Gombrowicz o el líder revolucionario Ernesto Guevara, por encima de todo un gran lector, el “último lector”, según la definición de Piglia.

Buscar lo “verdaderamente personal en la literatura”, las tramas secretas, anima al autor, quien, a su vez, indica en el prólogo de este libro que quienes quieran conocerlo pueden convertirse también en pacíficos detectives a la búsqueda de sus claves, claves ocultas en sus identidades y afinidades, en sus complicidades con los otros, en sus interpretaciones de textos ajenos, en sus miradas sobre la realidad. Busquemos pues a Piglia, por ejemplo, en el atractivo, sugerente retrato que traza de Gombrowicz.

Como un clochard, como “un escritor en el borde” es como ve Ricardo Piglia al original y extravagante autor de obras como Los hechizados y Cosmos, dándonos idea de hasta qué punto le interesan a él los márgenes del camino de la vida, de la literatura, las figuras de los que se salen, de los que plantan combate frente a la sumisión que impone el sistema. Piglia recrea la vida de Gombrowicz en Argentina, donde llegó en 1939, “lo sorprendió la guerra y ya no se fue”. En Argentina hubo de aprender castellano y lo hizo en los ambientes portuarios, en las orillas de la sociedad por las que vagabundeaba. “El castellano de Gombrowicz es el idioma de la desposesión. Nada que ver con el inglés de Nabokov, aprendido de chico con las institutrices inglesas”, apunta Piglia, a quien tanto fascinan los escenarios del exilio, las tierras de acogida, de transformación, de intercambio.

Como un clochard, como “un escritor en el borde” es como ve Ricardo Piglia a Witold Gombrowicz, el original y extravagante autor de obras como Los hechizados y Cosmos, dándonos idea de hasta qué punto le interesan a él los márgenes del camino de la vida, de la literatura, las figuras de los que se salen, de los que plantan combate frente a la sumisión que impone el sistema.

A partir de una conferencia mítica que impartió el autor polaco en Buenos Aires, Contra los poetas, incluida después en sus Diarios, arma toda su argumentación. En esa conferencia hay una demoledora crítica a lo convencional en literatura, “al lenguaje estereotipado, cristalizado en la poesía”, un alegato contra “la sociabilidad implícita en esos lenguajes falsamente cultivados”.

Desde los márgenes, descubriendo una nueva lengua como un niño, es desde donde Gombrowicz, que se había criado en los ambientes de la nobleza de Varsovia antes del estallido de la II Guerra Mundial, encuentra otro ángulo, otra manera de interpretar la realidad a través de las palabras, de la creación. “La lengua como expresión de una forma de vida”, señala Piglia. “La pobreza de la lengua duplica la falta de dinero, la precariedad en la que vive. El conde como pordiosero es simétrico del gran estilista que no sabe hablar. La desposesión como condición de la gran literatura (…) Gombrowicz hace de la inferioridad, del anonimato, de la carencia, una ventaja y una posibilidad”, seguimos leyendo.

Y se produce un cambio de escena. La reflexión intelectual, el dato revelador, la capacidad novelesca se mezclan en Ricardo Piglia. Todo lo que cuenta tiene la capacidad de seducirnos. Toda anécdota se convierte en revelación, en hilo necesario en la construcción del relato. Así, en la nueva escena que abre para nosotros, vemos a un lector indispensable, un lector francés, François Bondy, director de una revista literaria, que se queda deslumbrado ante la lectura en español de Ferdydurke, una narración que refleja el proceso que está viviendo  Gombrowicz, quien se siente como un infante que debe volver a la escuela y aprender de nuevo a hablar. Bondy hace traducir la obra y  la difunde apasionadamente en Francia, cambiándole por completo la vida al escritor clochard que –paradojas del azar– acabó trabajando en un banco.

A partir de ahí Ricardo Piglia se pregunta cómo le llegó al lector francés el libro en español y señala: “Los libros recorren largas distancias. Hay una cuestión geográfica en la circulación de la literatura, una cuestión de mapas y fronteras, ciertas rutas que lleva tiempo recorrer...” Y más adelante nos dice: “La lectura del escritor actúa en el presente, está siempre fechada y su presencia en el tiempo tiene la fuerza de un acontecimiento, pero a la vez es siempre inactual, está desajustada, fuera de época”.

La provocación de Gombrowicz, su llamamiento a la renovación del lenguaje, al abandono de los estereotipos, atrae poderosamente a Piglia, quien se detiene en los diarios del escritor y los contempla como su laboratorio. Kafka, Musil, Gide, llevaron diarios en los que dejaron constancia de sus lecturas. También el autor polaco dio cumplida cuenta de sus atenciones literarias, pero, además, se valió del género para opinar, “intervenir, polemizar, hablar de su vida en Buenos Aires”.

Entre los muchos méritos de Piglia está el de ser un puente entre lectores y escritores. Leer con él acerca de sus compañeros de oficio es siempre una invitación a cruzar el puente, a descubrir otros relatos, incluso a imaginarlos. “En un sentido todos somos narradores, todos somos expertos en la narración, todos intercambiamos historias. Todos somos narradores y todos sabemos narrar, con mayor o menor pertinencia y calidad. Un día en la vida de cualquiera de nosotros es un día también hecho de las historias que contamos y nos cuentan”,  nos dice en otro de los textos del libro, el que responde al título de Modos de narrar. “Un buen narrador no es solamente el que tiene la experiencia, el sentimiento de la experiencia, sino también aquel que es capaz de transmitir al otro esa sensación”, señala más adelante. Y después: “La narración es lo contrario de la simple información. Está siempre amenazada por el exceso de información, porque la narración nos ayuda a incorporar la historia en nuestra propia vida y a vivirla como algo personal”.

Entre los muchos méritos de Piglia está el de ser un puente entre lectores y escritores. Leer con él acerca de sus compañeros de oficio es siempre una invitación a cruzar el puente, a descubrir otros relatos, incluso a imaginarlos. “En un sentido todos somos narradores, todos somos expertos en la narración, todos intercambiamos historias. Todos somos narradores y todos sabemos narrar, con mayor o menor pertinencia y calidad», señala.

Afirma Piglia que lo que se relata está siempre ligado al receptor, al que hace suyo lo que le es contado y asocia la narración a la gran tradición del viajero, del errante, del que abandona su patria, a la manera de Ulises. Hay infinidad de argumentos, de puntos de vista enriquecedores en esta Antología personal. Antes de acabar el viaje os propongo una parada en otro de sus capítulos, el dedicado al Che Guevara, un capítulo que se convierte en todo un homenaje a la literatura que nace como necesidad, como alternativa, no con el fin de ser publicada. Un capítulo especialmente atractivo para quienes leemos y entendemos la lectura como una actividad altamente enriquecedora y transformadora.

El  autor traza un retrato múltiple, lleno de bifurcaciones, de asociaciones. Guevara en relación con Gramsci y con Trotski en torno a la imagen del político que surge entre las ruinas del escritor. Guevara y su identificación con la beat generation en su afán de salir al camino y registrar la inmediatez de los hechos, de las experiencias acumuladas, en su encarnación de mito de la subversión, de la cultura rebelde y contestataria. “Sólo los libros y la vida. Ir a la vida (con libros en la mochila) y volver para escribir (si se puede volver). Guevara busca la experiencia pura y persigue la literatura, pero encuentra la política, y la guerra”, escribe Piglia. Y nos conduce a las reflexiones de Cortázar sobre el compromiso. Cortázar que también se mostró atraído por la figura del Che y llegó a escribir un relato sobre él, Reunión, a partir de algunos capítulos de sus diarios.

El  autor traza un retrato múltiple, lleno de bifurcaciones, de asociaciones. Guevara en relación con Gramsci y con Trotski en torno a la imagen del político que surge entre las ruinas del escritor. Guevara y su identificación con la beat generation en su afán de salir al camino y registrar la inmediatez de los hechos, de las experiencias acumuladas, en su encarnación de mito de la subversión, de la cultura rebelde y contestataria.

Piglia adopta su papel de crítico al abrir las páginas de los diarios y de las cartas personales que dejó Guevara y que muestran un refrescante desenfado en el uso del lenguaje, el tratamiento coloquial y directo de alguien que escribía como hablaba. Piglia atrapa todos los perfiles, todas las vidas, de su personaje: la del viajero, la del escritor, la del médico, la del aventurero, la del testigo, la del crítico social, todas cristalizando al final en la vivencia del guerrillero.

Piglia reflexiona y ahonda en las circunstancias de Guevara, pero lo que de verdad nos atrapa como lectores es la narración que levanta a partir de los datos biográficos, de las anécdotas, elementos que siempre van unidos a la indagación, a la interpretación personal. Después de leer el texto nos quedamos con la imagen de un hombre capaz de luchar por cambiar el mundo, por defender a los desfavorecidos. Un hombre que no paró de moverse, de iniciar el viaje, de acatar su tremenda soledad. Un hombre para el que la literatura (los cuadernos, los libros que llevaba siempre encima aunque le dificultasen la marcha) fue siempre su gran aliada.

Merece absolutamente la pena leer este ensayo-relato de Ricardo Piglia. Un texto que, como decía antes, reivindica la figura del lector. Quedémonos con este extracto: “Persiste en Guevara lo que he llamado la figura del lector. El que está aislado, el sedentario en medio de la marcha de la historia, contrapuesto al político. El lector como el que persevera, sosegado, en el desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y en la soledad”.

Hanif Kureishi. “Se requiere una cierta desvergüenza para ser un artista de cualquier clase”

Hanif Kureishi por Nrbelex. LicenciaCC

Soñar y contar, de Hanif Kureishi, es otro de esos libros que aportan luz sobre lo que sucede en el proceso de la creación; sobre el preludio, la formación, los descubrimientos, de un escritor. Kureishi hace un encomiable ejercicio de franqueza, desenmascara muchos mitos alrededor de su oficio y aporta el dato de la actualidad, del momento en el que levantar ficciones se puso de moda y se convirtió en un trabajo de éxito, de obligada presencia mediática.

Hay en esta entrega dos imágenes contrapuestas: la del escritor en su rincón de trabajo, en ese sitio de soledad que tanto le cuesta abandonar (“una de las condiciones para ser escritor es la capacidad de soportar y disfrutar de la soledad”, señala) y la del personaje público que escribe guiones de éxito, que es reclamado para entrevistas, que recibe ofertas de agentes que le prometen hacerse rico. Y en medio, nuevamente, la figura del profesor, del que imparte talleres de escritura, comparte sus experiencias y se pregunta qué puede transmitir de útil, de verdadero, a sus alumnos.

Soñar y contar es una suerte de biografía sobre el trayecto recorrido hasta llegar a ser el Kureishi que conocemos, el autor irónico, afilado, capaz de reflejar las contradicciones de las sociedades capitalistas, los conflictos de la identidad, de la diferencia, de la complicada integración entre culturas. El escritor nos cuenta, por ejemplo, la influencia del padre en su vocación, la frustración permanente de un hombre que no llegó a cumplir su sueño de ver publicadas las historias que escribía. Nos cuenta también cómo se sintió rechazado en el colegio por sus orígenes pakistaníes y hubo de construir su personalidad al margen de los otros, una circunstancia que define su mirada sobre el mundo, el núcleo de muchas de sus novelas, la crítica permanente a las convenciones, a las reglas y normas establecidas por los poderosos, por los fuertes, sobre las minorías, sobre los débiles.

La violencia, la marginación, son obsesiones, constantes, que parten de las propias vivencias. Desde muy pequeño el autor fue consciente de ello. “Noté que me resultaba casi imposible responder cuando me preguntaban de dónde procedía. La palabra “pakistaní” se había convertido en un insulto. Era una palabra que no quería emplear conmigo”, confiesa. Esa sensación dolorosa se refleja en obras como El buda de los suburbios. Poder leer las ficciones de Kureishi en paralelo a su vida resulta muy esclarecedor y nos dice mucho acerca de esos rincones de intimidad en los que surgen las historias literarias, de ese proceso siempre misterioso en el que lo vivido es trascendido y se ofrece a los otros con la fuerza de la evocación, de la emoción, como muy bien indica Ricardo Piglia en uno de sus ensayos.

Kureishi nos cuenta, por ejemplo, la influencia del padre en su vocación, la frustración permanente de un hombre que no llegó a cumplir su sueño de ver publicadas las historias que escribía. Nos cuenta también cómo se sintió rechazado en el colegio por sus orígenes pakistaníes y hubo de construir su personalidad al margen de los otros, una circunstancia que define su mirada sobre el mundo,

Resulta interesantísima toda esta parte en la que el autor va parándose en cada una de sus etapas y aportando detalles sobre la construcción, el germen, de algunas de sus historias. También lo son las reflexiones que hace sobre la labor creativa. Kureishi invita a sus alumnos a bucear en sí mismos sin pudor, a buscar las zonas secretas de insumisión, de perversidad, de conflicto. “Yo tenía miedo de escribir porque me avergonzaba de mis sensaciones y creencias. La práctica de cualquier arte puede ser una buena excusa para el asco de uno mismo. Se requiere una cierta desvergüenza para ser un artista de cualquier clase. Pero para ser desvergonzado no tiene que importarte quién eres”, indica.

Tras preguntarse por el sentido de los talleres literarios, tras meditar largamente sobre ello y contar, de primera mano, sus experiencias, su contacto con los alumnos –aprendices de escritor, aficionados, soñadores, gente necesitada de abrir una compuerta en sus vidas– Kureishi señala: “Un taller es un buen sitio para conversar sobre el arte de escribir, y oír historias de diversos tipos”.

Atentos quienes quieran probar suerte, quienes estén en ello o quienes anhelen seguir el camino, a lo que dice Kureishi: “La mayor parte de las veces no es que el escritor no sepa escribir, es que no puede descubrir si sabe escribir o no. No puede llegar tan lejos porque se detiene él mismo y su historia, por los miedos internos y externos que le habitan cuando pone la pluma sobre el papel, cortando el paso al desarrollo auténtico. El profesor es una voz alternativa o auxiliar que ayuda al alumno a llegar a un acuerdo consigo mismo para continuar a pesar de sus dudas, un acuerdo que permitirá que sus capacidades naturales evolucionen sin que se produzca una inhibición paralizadora”.

Lo que le choca al escritor es lo poco que leen muchos de esos aprendices de escritor. “Siempre he asumido que la lectura y la escritura de creación van juntas. La originalidad de un escritor puede consistir en cómo distorsiona o utiliza el trabajo de algún otro. Hasta un plagiario fracasado es un artista…”, argumenta. Y no se cansa de reivindicar el inconformismo, la no sumisión, la rebeldía, valores para nada apreciados en la enseñanza convencional, donde, como señala, se premia la obediencia, la aceptación de lo establecido.

“La mayor parte de las veces no es que el escritor no sepa escribir, es que no puede descubrir si sabe escribir o no. No puede llegar tan lejos porque se detiene él mismo y su historia, por los miedos internos y externos que le habitan cuando pone la pluma sobre el papel, cortando el paso al desarrollo auténtico», señala el autor de «Intimidad».

Por suerte para él, según nos cuenta, llegaron los Beatles y los Rolling Stones a su mundo, un mundo en el que el pop se convirtió en su refugio, “en el refugio para los pocos creativos y no conformistas”. El pop, las drogas, y posteriormente la lectura de Las confesiones de un comedor de opio inglés, de De Quincey, junto a otras obras de Hunter S. Thompson, de escritores malditos como Bukowski, Henry Miller, Anais Nin. Y más tarde: Roth, Salinger, Keroauc… “Eran escritores que celebraban a los jóvenes, salvajes, desesperados. Y esto era tanto un retrato de cómo me sentía yo cómo de quien quería ser yo desde algunas regiones de mi ser. Empecé a aprender que la literatura no era algo respetable y que no pertenecía sólo a los profesores y a los sustentadores de la cultura”, nos dice Kureishi.

Son las voces de la disputa, de la discusión, del desacuerdo, de la disidencia, las que siempre han sorprendido e inspirado al autor de La última palabra. Son esas voces las que pueden enseñarnos más sobre la exclusión y la diferencia. Escribir, hacer cualquier cosa creativa, es anticonsumista en sí mismo”, apunta más adelante, ante lo que podemos preguntarnos: ¿No es acaso la creación un acto de resistencia, de rebeldía, en las sociedades del lucro? “Cuando hacemos algo original con la propia vida y sentimientos, no somos meramente objetos con cartera, sino sujetos libres y activos, autores o artistas de nuestras propias vidas”, responde el autor. Y más adelante se refiere a las incertidumbres e inseguridades de todo escritor en la actualidad, escindido entre el ideal creativo y la necesidad de ganarse la vida.

Cada cosa que escribes ha de suponer un riesgo; de otro modo no valdrá nada. Pero, ¿hasta qué punto puedes poner en peligro tu forma de vida?”, se cuestiona. “Todos los escritores en activo que conozco tienen que tomar constantemente decisiones sobre la proporción entre escritura verdadera y publicidad que quieren hacer”, afirma más adelante. Y sigue argumentando: “Los escritores modernos a los que admiraba cuando crecía –Joyce, Woolf, Eliot, Beckett, Burroughs, Genet– no esperaban comerciar en el mercado. No trabajaban en series de televisión ni hacían adaptaciones marginalmente; no sopesaban el escribir para Hollywood. Eran artistas e individualistas, por decir poco; eran íntegros. El comercio era corrupción. Los escritores de segunda fila se ganaban la vida con ello; los artistas no se preocupaban…”

Hanif Kureishi plantea los dilemas del oficio de la ficción hoy. En este viaje hemos pasado por distintas épocas, lecturas y maneras de afrontar la escritura, pero todas las historias hablan de lucha, de riesgo, del necesario riesgo, del inconformismo, del que habla el autor inglés, quien, junto a Flaubert, a Woolf, a Cortázar, a Piglia, nos ha mostrado su rincón de trabajo, el lugar en el que nacen los cuentos. Ahora sabemos un poco más, pero seguimos adorando el misterio de sus creaciones, ese ángulo secreto que nos conduce a la magia de la literatura, a su materia invisible, nunca del todo alcanzable. Vayamos a ella, como aconseja Cortázar, “como se va a los encuentros más esenciales de la existencia”.


Los libros de los que se habla en este reportaje (salvo el de Hanif Kureishi, todos publicados entre 2014-2015) son:

Sobre la escritura. Virginia Woolf, antología preparada y prologada por Federico Sabatini para Alba Editorial (Traducción: María Tena). En el mismo sello se encuentran otras guías sobre James Joyce y F. Scott Fitzgerald.

Gustave Flaubert. Cuadernos, apuntes y reflexiones. Edición y traducción de Eduardo Berti para Páginas de Espuma.

Clases de literatura, de Julio Cortázar. Edición de Carles Álvarez Garriga para Punto de Lectura (Alfaguara).

Antología personal, de Ricardo Piglia, publicada por Anagrama.

Soñar y contar, de Hanif Kureishi. Traducido por Fernando González Corugedo. En Anagrama.

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