Thomas Bernhard, en la dirección opuesta

Por Antonio González © 2015 / Me sentí de inmediato concernido por la proeza de su neurosis obsesiva. Es obvio que lo suyo me tocaba de cerca. Fue un pelotazo (de entre las diversas acepciones de la palabra asumo la más fría): obtuve una enorme plusvalía de placer literario, pero también de goce, que no es lo mismo y a veces, es lo opuesto, ya lo saben, se goza de cosas que no nos convienen, de cosas que hacen obstáculo a nuestros deseos, pero de las que no podemos desprendernos. Y es que con Bernhard el placer y el goce venían de la mano. Era el autor que estaba buscando, pienso; yo acababa de empezar a trabajar después de una convulsa y disgregante etapa universitaria.

(“[…] La época de aprender y estudiar es, principalmente, una época de pensar en el suicidio, y quien lo niega, lo ha olvidado todo” “[….] El suicidio y el pensamiento del suicidio son siempre la materia más científica, pero eso es incomprensible para una sociedad de mentiras” [fragmentos de T.B. al azar, sin especial voluntad selectiva])

Lo que aún no sé bien es para qué lo andaba buscando. Quizás fue para quedarme de por siempre felizmente detenido en un lugar de excepción, en cada uno de esos puntos fijos: un estudio musical por hacer, un patrimonio intelectual de otra persona que administrar, un rechazo enfermizo a la tierra natal al que enfrentarse, una velada con viejos enemigos íntimos arrebujado en un sillón, un paseo con un padre médico para visitar pacientes en una lúgubre región alpina, en fin… En torno a esos puntos fijos, pensados como argumentos mínimos, gira y gira todo en sus novelas. «Así que por fin un neurótico de altos vuelos», me dije, sin el menor complejo, al contrario, absolutamente arrojado, lanzado con toda rabia y con todo el humor también, y con un arte de la exageración, de la diatriba, de la invectiva sin igual, al grado de libelo a veces: insulta, desprecia y desdeña como nadie. Había hallado a un escritor, pensé,  lanzado por fin a la exhibición de su circuito mortífero, que el propio Bernhard era capaz de convertir en una música mental, puro pensamiento en movimiento: el pensar de una mente sinfónica. Sí, me fue muy difícil, como a tantos lectores, leer a otros tras introducirme en su obra. Y, al menos en pleno descubrimiento, quedé anclado en sus libros. No es nada nuevo. Mucha gente lo confiesa, de la manera más drástica: Leer a Bernhard es una catástrofe, los lectores quedan atrapados, los escritores, bloqueados. Un autor adictivo. Nadie sale indemne.

Claro que desgraciadamente hoy en día todo está contaminado por el lenguaje triste de la promoción, una lógica publicitaria que modela hasta la subjetividad en sus recovecos más insospechados. Al decir esto (autor adictivo, etcétera) cabría pensar en los latiguillos de cualquier contraportada de libro, ese abuso de las palabras. Pero por fortuna están las obras, y basta leerlas (después de haberlas comprado, claro): está así lo que se cae de las manos, lo que ni sí ni no, lo que es bueno, y está luego, algunas veces, lo que te da un vuelco por dentro, como todo Bernhard. Hablo de novela y relato. Luego está su poesía y, sobre todo, el teatro, pero, aunque leído en gran parte –gracias a la editorial Hiru-, mi Bernhard es el narrador.

Thomas Bernhard. No hemos podido localizar el ©

Esto no es un artículo académico ni un artículo de experto, salta a la vista. La academia y la especialización tienen suficientes víctimas ilustres, y menos ilustres, a veces de mucha utilidad, es cierto, y yo no soy ni académico ni experto, ni ilustre; la reflexión y el análisis transido del previo archivar y clasificar no es lo mío: este artículo debe servir para nada, debe sólo surgir y disolverse. Pero si anotaré algo sobre varios receptores de Bernhard en España, pues se trata de tres magníficos escritores. Javier Marías –su descubridor, que tras leerlo en francés no paró hasta conseguir que Jaime Salinas lo publicara en Alfaguara– cuenta muy bien su adicción; Vila-Matas apenas lo menciona, pero cuando refiere frases sueltas dice más que suficiente sobre su relación con el escritor austriaco; Muñoz Molina confiesa que se siente aliviado de haberlo leído ahora, en plena madurez narrativa, pues sabe de los riesgos.

En lo que a mi concierne -entonces un joven periodista, hablo de los años noventa (del siglo XX)- en Bernhard encontré una escritura feroz, salida de una mente circular, concéntrica. Me encontré con su excentricidad, con su rumiación, que es una rumiación excitante, atroz, provocadora y, a su vez, muy divertida: el escritor austriaco es un gran comediante. Vine de esta forma a dar con sus personajes sofisticados y sus personajes embrutecidos, una y otra vez, como lo diría él mismo, los sofisticados y los embrutecidos . Unos personajes -todo es paisaje interior en Bernhard- que están dudando siempre si “acometer la monstruosidad de su vida en vez de dejarse aniquilar por esa monstruosidad antes de haberla acometido”.

Y eso me tocaba muy de cerca, reitero. La vida como monstruosidad, una relación catastrófica con la existencia, pero al propio tiempo en suma fascinante, una vida digna en extremo de ser rumiada… De serlo, además, hasta el límite de la rumiación dentro de unas estructuras narrativas tan arriesgadas como impecables, sin concesión, de engranajes complejos pensados por Bernhard a partir de su temprana educación musical, con la repetición inagotable y las variaciones mínimas como inevitable recurso estilístico. Se siente el vértigo: da la impresión de que los engranajes van a naufragar en cualquier momento por el cariz de la verborrea que tratan de contener pero; sin embargo, funcionan como un reloj. Al límite: un dominio del ritmo sobrecogedor. Y, a su lado, lo que se llama tono literario.

“A los otros hombres los encontré en la dirección opuesta, al no ir ya al odiado instituto sino al aprendizaje que me salvaría, al ir, contra toda sensatez, muy de mañana, no ya con el hijo del alto funcionario al centro de la ciudad por la Reichenhaller Strasse, sino con el oficial de cerrajero de la casa de al lado a la periferia, por la Rudolf-Biebl-Strasse, no tomando el camino a través de los jardines descuidados y por delante de las artísticas villas, al colegio de la gran y la pequeña burguesía, sino por delante del asilo de ciegos y del asilo de sordomudos y por encima de los terraplenes del ferrocarril y a través de los jardincillos de las afueras y por delante de las vallas del campo de deportes de las proximidades del manicomio de Lehen, a la Alta Escuela de los marginados y los pobres, a la Alta Escuela de los locos y de los tenidos por locos del poblado de Scherzhauserfeld, al barrio absoluto de los horrores de la ciudad, fuente de casi todos los procesos judiciales de Salzsburgo, […]”

 Thomas Bernhard en el Café Bräunerhof de Viena. 1984 © Sepp Dreissingerok

Me acuerdo perfectamente de cómo tuve noticia de Bernhard. Lo que no recordaba era dónde. Creí que había sido en la Librería Canaima, en Las Palmas, pero ahora miro la edición y escrito a mano pone “MADRID Junio 94”. Puede ser, claro. Y el caso –esto me encanta, el azar- es que llegué a él por su nombre. Me gustó su nombre. No tenía referencias. No tenía ni idea de él. Cogí un libro de un autor desconocido: Thomas Bernhard. Y a partir de ahí quizás vagamente se sumó, puestos a imaginar, la literatura centro-europea que yo había leído y me atraía mucho ciertamente por su densidad, y su precisión, y por determinada construcción de las cosas en ese lenguaje que se trasluce, qué pena no saber alemán. Aunque lo mismo fue otra cosa, las asociaciones no son siempre automáticas. El nombre era interesante, desde luego. Decía algo. Es lo extraño del significante, que tiene sus significaciones ocultas, propias, una extraña materialidad al margen del significado atribuido por convención. Peter Handke había sido primero, e incluso Robert Walser, Stifter, Von Kleist, Roth (Joseph), Werfel, Schnitzler, en esa estela debí identificarle acaso. Y apareció en mis manos Corrección, nada menos… encima eso: el Bernhard más duro y torturante, el mejor, el de la primera etapa, la más sombría. Resulta que miro ahora la edición, buscando para reproducir una frase,  y veo que en alemán se publicó en ¡1975!, en Suhrkamp. Corrección, considerada su obra principal, aunque hay opiniones, yo creo que lo es, fue escrita hace cuarenta años.

Hoy puedo hablar de él distendidamente, digamos. He vuelto a leerlo para escribir este artículo. Las veinte primeras páginas de Corrección, y otras tantas de Maestros Antiguos, de Amras y de Trastorno. No lo hice con Extinción porque volví a esa última novela en Roma en 2012 con intención sentimental, un cierto homenaje: para que cuando pasara por Piazza Minerva, a la que llegaba –yo también- directamente por Via Condotti a diario camino de la Biblioteca Angelica, poder imaginar que el profesor Murau miraba desde la ventana. Ni con Tala, porque me la sé de memoria. Pero hasta ahora no había podido escribir nada sobre Bernhard, nada personal, mi experiencia con el (así llamado) ‘efecto Bernhard’ nunca estuvo puesta en palabras. Y conste, en primer lugar, que hace años que no lo leo, y que mis lecturas han corrido por otros mundos, diversos y ajenos a este autor; por lo demás, no soy nada mitómano –eso me parece una vulgaridad. Pero hay sensaciones que mejor las expresa el silencio, ante las cosas más contundentes lo que por lo pronto se impone es no decir nada; tal vez sea así hasta que se rompe a hablar, no lo tengo claro. Lo cierto es que estas relecturas han servido para reencontrarme con viejos conocidos (el príncipe Sarau, los hermanos K.M. W.M., el matrimonio Auersberger, Reger, Murau, Roithamer, los Höller), recordar momentos íntimos, momentos de identificación intensos, volver a gente cercana… pero ahora sin esa intensidad, a través de una lámina, como si fuera antiguo amor. Quizás estoy curado.

“[…] Quien entra aquí se verá obligado a abandonar, a interrumpir todo lo que ha pensado antes,  hasta el momento de su entrada en la buhardilla de los Höller, para, a partir de ese momento, pensar nada más que el pensamiento permitido en la buhardilla de los Höller, porque sólo pensar no basta para sobrevivir en la buhardilla de los Höller ni siquiera el período más breve, tenía que ser el pensamiento de la buhardilla de los Höller, el pensamiento referido exclusivamente a todo lo relacionado con la buhardilla de los Höller y con Roithamer y con El Cono. De ese hecho, el que ahora tenía que pensar en la buhardilla de los Höller, tuve enseguida conciencia cuando paseé la mirada por la buhardilla de los Höller de que no había otra posibilidad de pensar en la buhardilla de los Höller que el pensamiento de la buhardilla de los Höller, pensé mientras tomaba la decisión de familiarizarme poco a poco con las reglas de pensamiento aquí reinantes y estudiarlas, para […]”

Casa de Thomas Bernhard -una alquería- en la localidad de Ohlsdorf

He vuelto a disfrutar, en píldoras, el transcurrir de aquellos pensamientos lúcidos que a veces bordean la desintegración mental. Con todos los personajes principales sucede, Bernhard lo elige así. Podría parecerlo y, de hecho, existe la inclinación a pensarlo así, pero no es el pensamiento del autor el que se exhibe. O no lo es totalmente. Bernhard juega con nosotros. Es la voz narradora -en primera persona, lo mejor, en un discurrir sin otro plan que su propia circulación incesante, que la exploración inagotable de una idea o un hecho que rige la narración. Y que cuenta una historia finalmente subyugante, si uno es capaz de resistir la dureza aparente del lenguaje (a mí no me lo pareció en absoluto): Una vez que la atraviesas, no quieres salir. Un ritmo que no se sabe si primitivo o elaborado, una monotonía brillante, hacen su efecto. Decía que el autor juega con nosotros. Es verdad. Quizás en sus novelas esté el autor travestido en sus personajes extravagantes o demenciales, a veces sólo normales pero siempre con sus, vamos a decir, particularidades, de alta o baja cultura, divirtiéndose y escondiéndose el autor al tiempo que seguramente hace catarsis consigo mismo, una vida de locos desde el nacimiento, da igual…

“A Bernhard llegué por su nombre. Me gustó. No tenía referencias. No tenía ni idea de él. Cogí un libro de un autor desconocido: T. Bernhard. Y a partir de ahí quizás vagamente se sumó, o no, la literatura centro-europea que había leído y me atraía mucho. El nombre era interesante, desde luego. Decía algo. Es lo extraño del significante, que tiene sus significaciones ocultas, propias, una extraña materialidad al margen del significado atribuido por convención”

Aquella versión en español de Corrección, es obligado decirlo, conducía a un nombre propio, el de Miguel Sáenz, extraordinario traductor, que lo ha sido prácticamente de toda la obra, como de la de Günter Grass, entre otros de los grandes. La deuda es impagable. Uno al final no sabe hasta dónde llega cada uno, autor y traductor. Suele pasar con las traducciones hechas por escritores, sin ir más allá con Las palmeras salvajes de Faulkner traducidas por Borges. Como dice Muñoz Molina, “lo que ha hecho Miguel Sáenz me parece algo más que traducir textos literarios: ha inventado una lengua que siendo plenamente español es un español raro traspasado por la música del alemán”. Fantásticos son también sus prólogos, y una biografía del autor, que leí con fruición, en la cual, creo, se le desvela, se le desnuda bien.

Bernhard fue para mí una epifanía, como sólo una vez, anteriormente, me había ocurrido, con Borges. En esta ocasión, con el escritor austriaco, fui seducido, lo recalco, por el dispositivo literario de “pensar los pensamientos”. Y por cómo este pensar obsesivo conduce al despliegue de una verdad, por cómo en ocasiones un saber en disolución, un saber sin objeto ni sentido, resulta tan, tan eficaz. Lo leí entonces durante diez o quince años. Fueron muchas horas, noches y madrugadas, de estar con quienes yo, sin la menor duda, quise estar.

“[…] Nos confiamos durante toda la vida a los Grandes Ingenios y a los, así llamados, Maestros Antiguos, así Reger, y nos vemos luego mortalmente decepcionados por ellos, porque no cumplen su finalidad en el momento decisivo. […] Llenamos nuestra caja fuerte espiritual de esos Grandes Ingenios y Maestros Antiguos y recurrimos a ellos en el momento decisivo para nuestras vidas; pero cuando abrimos esa caja fuerte espiritual, está vacía, ésa es la verdad, nos quedamos ante esa caja fuerte espiritual vacía y vemos que estamos solos y realmente por completo sin recursos, así Reger.”

Thomas Bernhard. Viena. 1988 © Sepp Dreissinger

Basta pensarlo despacio. Y enseguida se comprende el alcance del dispositivo literario del autor austriaco. Ese girar sobre lo mismo en torno al asunto que ocupa al protagonista o a quien éste tiene por referencia, los giros de tres grados, que son cambios de óptica apenas perceptibles, una y otra vez sobre lo mismo, haciendo que las significaciones cambien de sentido, o anulándolas para hacer de las palabras sólo un ritmo, claro está con unos efectos de significación impredecibles, un salmo, se ha dicho, debería llevar a la nada. Se trata de la imposibilidad , de la detención infinita. Todo es fallido. Y, sin embargo, en ese fallo, en esa brecha, donde todo está perdido comienza a aparecer de pronto la verdad de los personajes de Bernhard. Y la de cada uno de nosotros, por cierto…. Otros lo han llamado compulsión a la repetición. La soledad, la muerte, la incomunicación, la locura, la decadencia –sus temas favoritos,  tan clásicos además-, explotados exhaustivamente por el autor, hacen finalmente que surja la vida, que las historias más demenciales alberguen todo el sentido de la existencia.

“Nuestro austriaco fue para mí una epifanía, como sólo una vez, anteriormente, me había ocurrido, con Borges. En esta ocasión, fui seducido, lo recalco, por el dispositivo literario de “pensar los pensamientos”. Y por cómo este pensar obsesivo conduce al despliegue de una verdad, por cómo en ocasiones un saber en disolución, un saber sin objeto ni sentido, resulta tan, tan eficaz. Fueron muchas noches, años, de estar con quienes yo, sin la menor duda, quise estar”

En el autor de Corrección, de hecho, estas relaciones complejísimas entre verdad y saber alcanzan una cumbre, no podría decirlo en relación a otros autores, pero desde luego es una cumbre altísima, difícil de alcanzar. La verdad es una cosa, el saber es otra. Y él lo narra.

“[…] A Heidegger no lo puedo ver más que en el banco de su casa de la Selva Negra, y a su lado a su  mujer,  que durante toda su vida lo dominó totalmente y le tricotó todas las medias y le hizo a ganchillo todos los gorros y le cocía el pan y le tejía las sábanas y hasta le fabricó unas sandalias. Heidegger era una cabeza cursi, dijo Reger, lo mismo que Stifter, pero sin embargo mucho más ridículo aún que Stifter, que al fin y al cabo era realmente una figura trágica, a diferencia de Heidegger, que fue siempre sólo cómico, tan pequeñoburgués como Stifter, tan desoladamente megalómano, un débil pensador prealpino, según creo, muy adecuado para el puchero filosófico alemán. […] Heidegger era un charlatán del mercado filosófico, sólo llevaba al mercado genero robado, era y es el prototipo del repensador, al que le faltaba todo, pero realmente todo, para pensar por sí mismo”.

Lo divertido es que a Bernhard le gustaba Stifter. Quien lo pone de vuelta y media, como a Heidegger, es Reger, el personaje de Maestros Antiguos, un crítico musical del Times en Viena que lleva décadas sentándose delante de El hombre de la barba blanca de Tintoretto en el Kunsthistorisches Museum para poder pensar como él quiere hacerlo. En otros casos sí es el autor el que habla e incluso ejecuta venganzas personales durísimas, como Tala, dicho esto tratando de pensar cuándo le sale mejor la invectiva, si cuando viene mediada por lo personal.

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Nuestro austriaco tiene luego una segunda etapa, más suave quizás, en la que la obra principal es su famosa autobiografía, por llamarla así, pues no deja de ser también una obra de ficción, cinco breves tomos (El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño). Pero mantiene en danza esa relación pulsional entre opuestos que el autor es capaz de sostener como pocos, casi como montar un caballo hannoveriano muy nervioso, ya esbozadas. Entre la genialidad y la locura, entre la desazón y la esperanza y, por último, un par al cual le reserva la principal continuidad programática: entre la comedia y la tragedia. Se trata, además, de tres síntesis que no funcionan a la manera dialéctica del alumbramiento de una tercera figura, sino que mantienen a los dos contendientes con su propio perfil en una tensión irreductible: lo que parece una tragedia lo es, pero es, al propio tiempo, una comedia. Las dos cosas a la vez. En tanto que es una cosa (comedia) es la otra (tragedia). En un cuento estupendo lo desvela.

“Se mantiene en danza en toda su obra esa relación pulsional entre opuestos que el autor es capaz de sostener como pocos. Entre la genialidad y la locura, entre la desazón y la esperanza y, por último, un par al cual reserva la principal continuidad programática: entre la comedia y la tragedia. En vigor siempre una tensión irreductible: lo que parece una tragedia lo es, pero, al propio tiempo, es una comedia. En tanto que es una cosa (comedia) es la otra (tragedia)”

Donde, sin embargo, no existe par alguno de opuestos, ni juegos de comediante, sino sencillamente debilidad mal dismulada por el ¿falso? misántropo Bernhard, aunque quizás lo intenté, es en su simpatía hacia los desposeídos y los perdedores, y su sentido de la amistad. Se ve esto de refilón –se siente otras veces- en muchos momentos a lo largo de su prolífica obra.  Bernhard no puede evitar, ni lo desea en su fuero interno, mostrar también ternura.

“Coja usted la segunda entrada, dijo, y venga esta noche conmigo al Burgtheater, comparta conmigo el placer de esa locura perversa mi querido Atzbacher, dijo Reger, escribe Atzbacher. Sí, le dije a Reger, escribe Atzbacher, si es su deseo expreso, y Reger dijo, sí, es mi deseo expreso y me dio la segunda entrada. Realmente estuve esa noche con Reger en el Burgtheater viendo El cántaro roto, escribe Atzbacher. La representación fue espantosa”.

Y en este punto no sabía si añadir lo que, por último, voy a añadir, porque suena raro, y sobre todo inverosímil. Es lo que pasa a veces, que la realidad no siempre es verosímil. Dejé este artículo a medias para llevar a mi hija pequeña a clase de ballet y volví un poco revuelto. Nadie se lo va a creer, y además es arriesgado y quizás innecesario contarlo: la niña me preguntó por el camino qué estaba escribiendo en casa tan embebido mientras ella hacia los deberes. Le expliqué, y se sobresaltó: Había puesto, me dijo, esa mañana, en una libreta de ejercicios: “Thomas Bernhard is planting tulips in his garden”. Pensé que era una broma, pero entonces sacó de la mochila la libreta y en efecto. Será que me oíste hablar de él alguna vez, no sé cuándo, pero… y se te habrá quedado. Fue lo que convinimos. No es nada, ya lo sé, pero desconcierta.

T.B.-1


 Los fragmentos de T. Bernhard reproducidos pertenecen a sus obras «El Sótano» (Anagrama), «Corrección» (Debate) y «Maestros Antiguos» (Alianza).


Créditos fotográficos:

• Fotografía 1:  Thomas Bernhard. 1988 © Erika Schmied

• Fotografía 2:  Thomas Bernhard. No hemos podido localizar el ©

• Fotografía 3: Thomas Bernhard en el Café Bräunerhof de Viena. 1984 © Sepp Dreissingerok

• Fotografía 4:  Casa de Thomas Bernhard -una alquería- en la localidad de Ohlsdorf. No hemos podido localizar el ©

• Fotografía 5: Thomas Bernhard. Viena. 1988 © Sepp Dreissinger

• Fotografía 6: Thomas Bernhard. No hemos podido localizar el ©

• Fotografía 7: Thomas Bernhard. No hemos podido localizar el © 


FIRMAS SUMERGIDAS | ANTONIO GONZÁLEZ

Foto del autor

Antonio González (Las Palmas de Gran Canaria, 1963) es director de Agrícola Gonzalez Suárez, S.L., empresa familiar de producción y exportación de plátanos. Trabajó como periodista durante veinticinco años y fue director del Seminario Atlántico ( seminarioatlantico.com ), con el que editó cuatro libros de ensayos.