Lea Vélez: “Con Carson McCullers sentí que había otra mujer en la tierra igual que yo”

Por Emma Rodríguez © 2015 / El jardín de la memoria, de Lea Vélez (Madrid, 1970) es uno de esos libros especiales cuyo descubrimiento nos hace sentir afortunados. Es muy probable que quienes sepan de él sin más información que el tema del que trata, la muerte, el hecho de morir, prefieran elegir cualquier otra lectura menos dramática, pero si de verdad tuviesen tiempo de detenerse un poco más, de hojear sus páginas, de enfrentarse a su autenticidad, no dejarían que pasase de largo. Tiene esta entrega, que parte del testimonio y recurre a enlazar el relato de lo vivido en primera persona con otras tramas paralelas, más o menos próximas, la fuerza de su verdad desnuda, sin adornos de ningún tipo, lo que consigue dotarla de una lucidez particular, de una sencillez que nos lleva a respuestas y sentidos que obras más sesudas tal vez no consigan.

La autora recrea la enfermedad y la muerte de George, su marido, fallecido de cáncer, con un realismo descarnado, partiendo de lo inevitable, de la intensidad de la experiencia, para construir un proyecto juntos, este relato, este libro, que más allá de la tristeza, se convierte en una entrega luminosa, consoladora, enriquecedora para cualquier lector o lectora; no caigamos en el apto para aquellos que hayan pasado por un trance similar. Lo que consigue Vélez es traspasar con extrema naturalidad el tabú de la muerte, el miedo a tratar con ella, a asumirla. No hay sentimentalismos ni cursilerías. No hay sermones ni consejos de autoayuda en esta entrega a contracorriente que, más allá de promociones y lanzamientos comerciales, toca directamente, si se le da la oportunidad, en los corazones. Basta el ejemplo y el relato de lo acontecido para llevarnos a ver las cosas de diferente manera. “La muerte me acompaña a diario, dividiendo amigos de amigos a medias, asustando a unos, apenando a otros. Mientras, poco a poco, me voy dando cuenta de que la muerte es simple, bella, útil y sobre todo… permanente”, leemos ya en las primeras páginas.

Hay amor y humor en la novela, en la relación de la pareja, en la manera en que ambos hacen partícipes de la situación a los dos hijos pequeños. Mientras el relato del presente se desarrolla, se van abriendo cartas del pasado familiar de la familia inglesa a la que él pertenece, un pasado atravesado por el drama de otra muerte, la muerte silenciada del hermano mayor, y, al mismo tiempo, entra en escena un pedazo de historia, la del fotógrafo Francesc Boix, que vivió el horror del campo de exterminio de Mauthausen con la firme misión de preservar las fotos que diesen testimonio del mal a la posteridad.

Lo que consigue Lea Vélez es traspasar con extrema naturalidad el tabú de la muerte, el miedo a tratar con ella, a asumirla. No hay sentimentalismos ni cursilerías. No hay sermones ni consejos de autoayuda en esta entrega a contracorriente que, más allá de promociones y lanzamientos comerciales, toca directamente, si se le da la oportunidad, en los corazones.

Si a través de su actividad como guionista Lea Vélez ha aprendido a hilar argumentos con precisión; si a través de la escritura de novelas de distinto cariz, como La cirujana de Palma, se ha decidido a fabular sobre la vida de los otros, aquí, en este Jardín, ha tenido que enfrentarse al pudor, a los prejuicios, al dolor, para acabar levantando una narración literaria de estilo directo, pero no exenta de la poesía de la emoción, una narración en torno a lo más próximo que se convierte en todo un desafío y en un gesto, un gran gesto frente a la ceguera de las sociedades en que vivimos, esa ceguera hacia lo realmente primordial que tanto denunciaba Saramago.

 Karina Beltrán © 2015

– El jardín de la memoria es un libro en el que nos adentramos sabiendo que es un viaje en torno a la muerte y del que salimos convencidos del gran regalo que es la vida, una vida que, irremediablemente, ha de tener un fin. ¿Te ha dicho esto, o algo similar, mucha gente?

– Me lo ha dicho mucha gente, pero mi intención era bastante más humilde que eso. Lo que yo verdaderamente quería era guardar el amor, hacer una especie de cápsula del tiempo, preservar, de algún modo, para mis hijos, nuestra vida juntos, y hacerlo de manera veraz, fidedigna. Mientras lo íbamos viviendo, sí que me llamaba la atención la avidez que había en las personas cercanas por saber más de una experiencia de la que nadie les había hablado de ese modo. Las madres del cole, las amigas, querían escuchar lo que yo les iba contando: los pesares, las cosas prácticas del día a día, sin tremendismos, de manera natural, algo que no tiene ningún mérito, porque yo soy así, muy directa, siempre con el recurso de la broma a mano, y, además, en ese momento tenía una gran lucidez, era consciente de mi capacidad para conectar con ese hambre enorme que hay en la sociedad respecto a todo esto.

– Sin embargo, pese a esa avidez, a ese hambre, que sin duda existe, ¿no crees que habrá muchas personas que no se atreverán a entrar en el libro precisamente para no tener que pensar en la enfermedad, en la muerte?

– He vivido eso desde el mismo momento en que me planteé publicar el libro y me dispuse a buscar editor. Sabía que la novela trataba sobre un tema duro, pero también había comprobado que la autenticidad, la falta de maquillaje a la hora de escribir, podían derribar muchos muros. Tuve que escuchar más de una vez que era un libro maravilloso, pero que no lo podían publicar porque no encajaba en la línea editorial. Una respuesta que es un claro reflejo de la sociedad en que vivimos. Fue así hasta que finalmente llegó el editor que dijo todo lo contrario: “es maravilloso y por eso lo vamos a publicar”.

– Una y otra vez sugieres que vivir la muerte con plena conciencia de su significado te hizo sentir especialmente lúcida, dotada de una especie de sabiduría que sólo se da en las situaciones excepcionales. ¿Te ha quedado algo de esa sabiduría?

– Sí. Las reflexiones tan diáfanas que hice en esos momentos permanecen en mí y cuando las olvido, regreso al libro para recordarlas. Muchas tienen que ver con cosas que no percibimos en circunstancias normales. Por ejemplo, cuando vivimos en pareja hay un constante tira y afloja, continuos chantajes emocionales, dinámicas, pequeñeces, que no nos permiten apreciar el amor en toda su grandeza, pero cuando el futuro tiene un límite fijado, todas las pequeñeces y mezquindades desaparecen, se desvanecen, y surge la belleza, el amor verdaderamente intenso, presente, porque cada momento puede ser el último momento. Esa lucidez de la que hablo, y que surge cuando vivimos situaciones límite, me ha enseñado a mirar de otra manera, a valorar lo que de verdad importa, a entender lo que es paja en la vida, lo que no tiene ninguna importancia. Vivimos en la queja permanente y para mí fue una enseñanza ver cómo la persona a la que tanto quería se murió sin quejarse. Me dio una gran lección.

Cuando vivimos en pareja hay un constante tira y afloja, continuos chantajes emocionales, dinámicas, pequeñeces, que no nos permiten apreciar el amor en toda su grandeza, pero cuando el futuro tiene un límite fijado, todas las pequeñeces y mezquindades desaparecen, se desvanecen, y surge la belleza, el amor verdaderamente intenso, presente, porque cada momento puede ser el último momento.

– ¿En el plano de la escritura, del proceso creativo, también se produjo un cambio? ¿Hay un antes y un después?

– Sí. Ahora veo la vida y la escritura de otra manera. Hay un antes y un después, es evidente. Cuando escribí la novela pensé que había encontrado una voz nueva, pero hace poco recuperé unos textos míos de los comienzos que se aproximan bastante, que también son muy directos, muy espontáneos. Esto me ha llevado a pensar que el trabajo de guionista me había fagocitado, me había hecho olvidar mi voz narrativa, aunque, a la contra, me ofreciera necesarias herramientas de construcción, de estructura.

Karina Beltrán © 2015

– En vuestro caso la muerte no llegó de forma inesperada. Hubo tiempo muy largo para prepararla. De hecho los hijos, el proyecto de vida en común se fue fraguando con la enfermedad de fondo. ¿De qué manera la escritura, la elaboración literaria fue una ayuda en la etapa final?

– La sociedad no nos prepara para morir. Todo lo contrario, nos entrena para no mirar hasta que no nos queda más remedio que hacerlo. La primera vez que lo vivimos de cerca lo vivimos completamente vírgenes. Para mí, como escritora, esa búsqueda era muy potente. Fui escribiendo el libro al lado de mi marido. Lo íbamos comentando todo. Hablábamos de su vida, de su infancia, para construir la parte de la historia de su familia. Conocíamos el final, la muerte, pero no sabíamos cómo íbamos a llegar hasta allí. Yo escribía sobre algo que no sabía lo que era. Me planteaba preguntas como qué es lo que se siente en el último momento, cómo muere una persona de cáncer. Cuando un médico me dijo que el final llegaba en forma de un cansancio dulce, contra el que ya no se podía luchar, fue un alivio, un gran consuelo, porque percibí que no tenía que haber el sufrimiento que yo suponía.

La sociedad no nos prepara para morir. Todo lo contrario, nos entrena para no mirar hasta que no nos queda más remedio que hacerlo. La primera vez que lo vivimos de cerca lo vivimos completamente vírgenes. Para mí, como escritora, esa búsqueda era muy potente. Fui escribiendo el libro al lado de mi marido. Lo íbamos comentando todo. Hablábamos de su vida, de su infancia, para construir la parte de la historia de su familia. Conocíamos el final, la muerte, pero no sabíamos cómo llegar hasta allí.

– Conmueve especialmente la manera, el tono, en que se va trasladando todo a los niños. La infancia, el lenguaje de la infancia es muy importante en el libro. “Lo único que importa es no perder la infancia”, escribes. “La infancia es ficción. La ficción es felicidad….”

– Bueno, en realidad los niños están formulando siempre preguntas muy filosóficas desde el punto de vista de su inocencia infantil y ese es el camino por el que hay que seguir. En ningún momento nos planteamos ocultarles la verdad o darles explicaciones mágicas o religiosas, que es algo muy común. Por eso precisamente resulta tan importante la historia de la familia de mi marido, ese hermano que murió y que no se volvió a mencionar para no provocar dolor a los hermanos, que, sin embargo, sí vivieron la rabia del padre por la pérdida del hijo. Por esa razón él siempre tuvo un agujero negro en el alma y eso me llevó a abrir la caja oculta, llena de cartas que dan cuenta de todo. Lo hice por mis hijos y para quitarle ese nudo a George. La infancia en El jardín de la memoria es como la libertad, como el lugar en el que reside la ficción. La vida, nuestra vida, era un juego permanente y de ese modo se transmite en el libro. Nos gustaban mucho las ficciones, ese río de placer que los adultos tendemos a olvidar. Hay que contar siempre con esa dosis maravillosa que mantiene activa la imaginación. Jugar todo el rato puede salvarnos. Cortázar lo sabía y por eso reivindicó constantemente el juego.

– Si nos paramos a pensar, no tiene sentido que demos la espalda a un hecho tan fundamental en la vida. Es como si no supiéramos nada de como nacemos. ¿Crees que llegará un momento en que el ser humano sea educado para aprender a morir?

– Es muy difícil porque existe el tabú de considerar la muerte, la enfermedad,  como algo obsceno, feo, vergonzoso. Por eso se oculta. Por eso durante tanto tiempo ni siquiera se nombraba el cáncer, se decía que la gente moría de una larga enfermedad. Cuando me tuve que meter de lleno, estudiar a fondo al enfermo de cáncer habitual, me di cuenta de que siempre tiene la esperanza de encontrar al médico gurú que le salve. Se confía mucho en la ciencia, pero esas máquinas tan modernas fallan… Respecto a lo de si llegaremos a superar el tabú, no sé. Tendría que ser poco a poco, a través de la transmisión a los hijos, de la educación. Hay un estadio de negación que es natural, inconsciente, pero eso se supera. A partir de ahí se trata de no repetir esquemas, modelos de conducta. Tendríamos que conseguir hablar de la muerte como si hablásemos del nacimiento de un hijo, con naturalidad. Hay que contarlo, comunicar la experiencia, romper el tabú de la oscuridad, de la fealdad. Yo también sentía pudor a decirlo claramente al principio, pero cuando me tuve que enfrentar a las múltiples gestiones prácticas, no había eufemismos que valieran. Tenía que decirlo con todas sus letras y entonces percibía las distintas reacciones de la gente. Había personas muy humanas, muy comprensivas, y otras muy miedosas, que preferían mirar para otro lado. El elemento diferenciador de la muerte es fundamental para apreciar la vida en su pluralidad.

– Pero el tabú, el no hablarse del tema, también impide que se lleven a cabo campañas de prevención. Aunque la denuncia no sea el objetivo de la obra, lo indicas.

– Así es. No se hacen campañas de concienciación. No se dice, por ejemplo, a los hombres que el cáncer de próstata se detecta con un simple análisis de sangre. No se habla de ello, se evita. Los oncólogos lo saben, claro, pero no lo cuentan. Aquí entran en juego los síntomas de decadencia masculina. Afortunadamente, con el cáncer de mama esto se ha superado, pero hay que seguir avanzando. Si pensamos que se hacen grandes campañas de tráfico, cuando en accidentes mueren mil personas al año frente a las cien mil que son víctimas del cáncer, nos damos cuenta de la sinrazón que existe.

Karina Beltrán © 2015

– También insinúas que hay muchas patentes que se quedan en los sótanos de los laboratorios, muchas investigaciones esperanzadoras que son paralizadas porque no interesan a los laboratorios. Ahora asistimos perplejos a la situación de los pacientes de hepatitis C…

– Sí. Hay patentes que no se financian y estudios que podrían ser reveladores que se quedan paralizados. El Sida es un claro ejemplo. Hasta que no se vio que podía ser una pandemia terrible no se puso manos a la obra para encontrar los medicamentos adecuados. Y tenemos el ébola, la hepatitis C… Y también están todos esos curanderos que mienten al ofrecer remedios milagrosos. Todo esto nos hace ver la terrible crueldad del mundo.

– “Sin duda una de las claves para una muerte feliz es no resistirse”, dices.

– Sí. Los médicos hablaban de cuando llegase lo peor, pero yo no veo la muerte como lo peor. Lo peor es el sufrimiento. No hay forma ni manuales que nos preparen para afrontar el dolor ante la pérdida, pero sí ayuda derribar el miedo, el pánico a morir. Para eso hay que tener información, estar dispuestos a preguntar, a hablar.

– Te refieres al libro como un proyecto y ahí se entabla un paralelismo con el proyecto del fotógrafo republicano Francesc Boix, quien soportó el terror de los campos de concentración, con la confianza de que algún día mostraría al mundo sus imágenes.

– Sí. Eso fue algo mágico. Toda la vida me ha interesado el tema del holocausto y la historia de Boix, que guardaba en la recámara, cobró fuerza de pronto. Me atraía el deseo tan fuerte que tenía de dejar huella, constancia de lo que estaba viviendo, y al mismo tiempo, su sentimiento de culpa por haber sobrevivido al campo de concentración, por haberse salvado él y no otros, algo muy usual entre los supervivientes. En su historia encontré el sentido, el estímulo de llevar a cabo mi misión. Su experiencia encajaba con lo que yo estaba viviendo. Cuando me dijeron que mi marido se iba a morir, le pregunté al médico que podía hacer para ayudarlo. Me contestó que acompañarlo y sentí que eso era no tener ni idea. De repente, en situaciones así, nada funciona, todo se ve desde una perspectiva nueva. No me podía limitar a acompañarlo. Teníamos que vivir el presente. Teníamos que tomar las riendas de la vida y crear un proyecto para ese tiempo juntos, un proyecto de vida en pareja, porque si no estábamos perdidos. Fue entonces cuando decidí escribir la novela a su lado, haciéndole partícipe, actuando como testigo, igual que Boix, para poder contarlo, para fijar la memoria.

Me atraía el deseo tan fuerte que tenía Francesc Boix de dejar huella, constancia de lo que estaba viviendo, y al mismo tiempo, su sentimiento de culpa por haber sobrevivido al campo de concentración, por haberse salvado él y no otros, algo muy usual entre los supervivientes. En su historia encontré el sentido, el estímulo para llevar a cabo mi misión. Su experiencia encajaba con lo que yo estaba viviendo.

Lea Vélez vive en una casa en pleno campo, en el entorno de la sierra de Guadarrama. Para llegar a ella hay que atravesar un bosque que a la autora  le fascina con sus cambios continuos de fisonomía. Hay amplias ventanas que dan al exterior y un pequeño refugio de madera en lo alto de un árbol en proceso de construcción. El silencio, la decoración acogedora, muy inglesa, los rincones con libros, invitan a la lectura. “Cualquier sitio me vale para leer, aunque la cama, antes de dormir, es mi favorito”, señala  la autora cuando llega el momento de hablar de sus gustos, de sus influencias literarias.

– ¿Qué primeras lecturas recuerdas?

Mi lectura siempre ha sido ecléctica a más no poder. Esto ha marcado mis gustos y mi carácter. Recuerdo con diez años o así, puede que menos, los cómics de Lucky Luke y Asterix y Obelix, que se alternaban con la lectura en voz alta que mi madre nos hacía de El Quijote. Más adelante, en la adolescencia, leía con voracidad las aventuras de El coyote, que mi padre me compraba en el quiosco cada semana. Recuerdo el momento en que me daba una novela nueva con total nitidez. Los leía por la noche, encerrada en mi habitación. De ahí pasé a leer novela policiaca: William Irish, Hammet. Cosecha roja, de este último, me atrapó y de ahí, toda las demás. Y también estaba Graham Green, por supuesto, un genio. Estas novelas policíacas las leía en una casa que tenían mis padres en Toledo, de fin de semana, y era lo único que me atraía de aquella enorme biblioteca que forraba las paredes. Paralelamente, en la casa de Madrid leía con avidez a Maupassant.

Karina Beltrán © 2015

– ¿Cuáles son esos autores de cabecera a los que siempre vuelves?

Kafka, Anais Nin, Carson McCullers. Creo que lo que más ha podido influir en mi escritura, con lo que más me identifico, es con las cartas de Kafka. Siempre tengo volúmenes de su correspondencia con Felice o Milena en la mesilla de noche. Y también me gusta mucho el estilo directo, las frases cortas, de un autor como Hemingway.

– ¿Qué tipo de lectora eres? ¿Tienes manías, sigues rituales?

– No. Leo cuando me apetece, cuando tengo un rato, pero, sobre todo, antes de dormir o temprano de madrugada. Prefiero que la casa esté en silencio y así crear una burbuja para evadirme completamente.

– ¿Qué libro recuerdas que contribuyó a cambiar tu mirada sobre el mundo o sobre ti misma?

El periodista indeseable, de Günter Wallraff, me impactó mucho, pero creo que fue Reflejos en un ojo dorado, de Carson McCullers. Me reconocí completamente en su prosa. Sentí que existía otra mujer en la tierra igual que yo y eso me animó mucho. Fue genial.

– ¿Qué libro recomendarías para afrontar el presente y por qué?

– Pienso que cada libro tiene un momento mágico en el alma y que a veces un gran libro no es la medicina correcta para determinado problema espiritual, ya sea de vacío o de angustia o de ignorancia. Me inclinaría por aquel libro que refleje una sociedad pasada y fallida. Siempre es revelador ver que las cosas no han evolucionado tanto como creemos, que se repiten y que nos falta perspectiva histórica. Hay que leer libros como Vida y Destino de Vasili Grossman.

Karina Beltrán © 2015– ¿Qué estás leyendo ahora mismo?

– Después de Zona de obras, de Leila Guerriero, que es corazón hecho palabras, periodismo hecho arte, pura genialidad narrativa, ahora estoy con Operación dulce, que tiene el delicado humor constante y británico con el que me casé. Es un libro que me transporta a ese mundo inglés que tanto me ha fascinado siempre y que conozco, pues media vida la pasamos en Brighton. Alabar a Ian MacEwan no viene al caso. Todo el mundo sabe lo bien que escribe… O mejor dicho, lo bien que mira.

– ¿Qué libro o libros, muy poquitos, te llevarías a una isla desierta?

– Me llevaría poesía. Las obras completas de Neruda, de Sylvia Plath… Me llevaría un libro que fue mi compañero durante años y años: Las mil mejores poesías en lengua castellana. Me llevaría las obras completas de Shakespeare y El jardín de la memoria por los motivos personales que ya conoces.


El jardín de la memoria, de Lea Vélez, ha sido publicado por Galaxia Gutenberg.

Créditos fotográficos: Todas las fotografías fueron tomadas en la casa de la escritora por Karina Beltrán © 2015.

Etiquetado con: