Luis Landero: “Kafka se ha quedado en mí para siempre”

Por Emma Rodríguez © 2014 / En El balcón en invierno Luis Landero (Badajoz, 1948) viaja al pasado para descubrir en qué momento se fraguó su vocación de escritor, su destino de hacedor de ficciones. Paisajes de la infancia, instantáneas de un tiempo ido, rostros de seres queridos para siempre fijados en la memoria, ráfagas de dicha y de dolor, conforman un recorrido biográfico cargado de autenticidad, en el que el autor se convierte en el protagonista de su propia vida, una vida recreada desde la mirada del niño que aún permanece agazapado en su interior; del joven que se fue haciendo a sí mismo, desobedeciendo los deseos del padre y buscando a tientas el camino paralelo encerrado en el cofre de la literatura; del adulto que hoy, cualquier día, levanta los ojos del escrito que le ocupa y se pone a trazar las escalas de su particular construcción como persona.

“Como en todas las vidas, en la mía ha habido unos cuantos momentos esenciales, deslumbrantes de tan reveladores, que te sacan del alma las verdades más hondas y escondidas, y que de pronto te dicen más de ti mismo y del mundo que todos lo libros y la sabiduría de los maestros…” leemos en esta entrega que arranca con un cierto desencanto, con el escritor preguntándose por el sentido de seguir adelante fraguando novelas, dialogando con personajes inventados, peleándose con el estilo, y termina convirtiéndose en un canto a la vida. “A mí, que soy por naturaleza pesimista, me ha terminado saliendo un libro luminoso”, señalaba el autor el día que tuvo lugar esta conversación, una mañana de mediados de octubre, en su casa del barrio madrileño de Chamberí, muy cerca de la plaza de Olavide.

– La primera imagen de El balcón en invierno (Tusquets) es la de un Luis Landero que confiesa estar “reñido con la literatura, saturado de ficción” y hasta aburrido de los buenos libros. De hecho la entrega arranca con el inicio de una novela fallida y con la sensación de un pesado hastío. ¿A qué responde esto?

– Bueno, hay ocasiones en las que sentimos que el oficio nos satura. Esto me pasa a mí, pero también le puede suceder al músico que en un momento dado se cansa del piano, y hasta de Mozart, o al trapecista que un día siente que le produce vértigo subirse allá arriba. Forma parte de las reglas del juego, de la insatisfacción permanente del ser humano. Cuando escribes de forma ordenada y precisa, te gustaría hacerlo de un modo más desaliñado, y viceversa. El artista siempre está buscando la perfección y la perfección es un espejismo. La música de los sueños no existe en la  realidad.

Hay ocasiones en las que sentimos que el oficio nos satura. Esto me pasa a mí, pero también le puede suceder al músico que en un momento dado se cansa del piano, y hasta de Mozart, o al trapecista que un día siente que le produce vértigo subirse allá arriba. Forma parte de las reglas del juego, de la insatisfacción permanente del ser humano.

–  Ese Luis Landero llega a plantearse para qué tantos esfuerzos, para qué seguir escribiendo cuando cada vez hay menos lectores y más ofertas de ocio y entretenimiento. ¿Cuánto ha influido en estas reflexiones el presente en que vivimos, la situación de un panorama literario y editorial en el que el éxito de ventas se sitúa por encima de todo y se valora incluso más que la calidad de la obra?

– Por supuesto que influye. En este país nos las prometíamos muy felices con la Transición. Parecía que íbamos a recuperar el tiempo perdido, a ser por fin un país ilustrado, a reconciliarnos con la modernidad. Fue entonces cuando la cultura vivió un momento de efervescencia, pero, ¿en qué ha quedado todo? Se ha avanzado en cosas, faltaría más, pero si hacemos balance el resultado es desolador. La España eterna parece haber vuelto y el panorama social que vivimos conduce al escepticismo, a la incertidumbre, al desasosiego. Vemos que hay un descuido de las cosas, desde el mobiliario urbano hasta las bibliotecas, y un mal gusto en los medios, en la televisión, en los periódicos, que lo irradia todo. Y, por otro lado, estamos embrutecidos por la política. La política, que debería ser el arte de la convivencia, lo llena todo y no deja lugar para otras manifestaciones que enriquecen el espíritu, la vida. Existe un llamativo desprecio por la cultura, que está siendo descatalogada, y si a esto unimos la competencia que supone la denominada industria del ocio, mi pregunta es: ¿quién está dispuesto a pagar el precio que exige la lucidez? La lucidez tiene que ver con la lentitud, el recogimiento, la soledad, la meditación, la contemplación… Todo eso es necesario para que no nos limitemos a comprar lo que piensan los demás, para que veamos el mundo con nuestros propios ojos, con los ojos del criterio, de la originalidad.

Estamos embrutecidos por la política. La política, que debería ser el arte de la convivencia, lo llena todo y no deja lugar para otras manifestaciones que enriquecen el espíritu, la vida. Existe un llamativo desprecio por la cultura, que está siendo descatalogada, y si a esto unimos la competencia que supone la denominada industria del ocio, mi pregunta es: ¿quién está dispuesto a pagar el precio que exige la lucidez?

El rincón de lectura de Luis Landero por © Karina Beltrán

– Al hilo de todo esto, en el libro llegas a decir que tal vez los lectores acaben convirtiéndose en una especie de secta.

– Sí. Es posible. Leer es algo que está en decadencia, aunque siempre siga existiendo un núcleo duro, una pequeña minoría maravillosa que está dispuesta a hacer ese esfuerzo que requiere la lectura y tras el que han de llegar tantísimos frutos. Lo que digo de la secta, de esa probabilidad de volver a las catacumbas, es algo exagerado, pero muy significativo. Hay una generación de lectores, en torno a los 50 años, que resiste, pero ¿va a ser sustituida por otra generación de lectores? Depende mucho de la educación, pero la educación se está subvirtiendo. El bachillerato se está vaciando de contenidos. Cada vez tienen menos importancia la filosofía, la Historia, la música, el arte… A los niños hay que transmitirles, en los colegios, en las casas, que los libros exigen un esfuerzo y que ese esfuerzo da lugar a un placer que no es comparable a otros placeres, que no se da gratis como la cultura recreativa.

– Publicaste tu primera novela, “Juegos de la edad tardía” en 1989. Han pasado 25 años. Aparentemente no son tantos, pero cuántas cosas han cambiado, ¿no? Ahora a los escritores no sólo se os pide que escribáis libros sino que os convirtáis en sus vendedores.

– Así es. Cada vez hay menos libreros que se ocupen de leer y de orientar, cada vez hay menos críticos de referencia y es evidente que los suplementos literarios han ido perdiendo la importancia, la vitalidad y el rigor que tuvieron. Se siguen publicando buenas novelas, pero, ¿quién orienta al lector? Muchas cosas nos llegan gracias a esos amigos atentos a las novedades, pero incluso el canon literario se ha distorsionado. Ahora es muy posible que nos lleguen a vender como libros buenos aquellos que son meros best-sellers.

La educación se está subvirtiendo. El bachillerato se está vaciando de contenidos. Cada vez tienen menos importancia la filosofía, la Historia, la música, el arte… A los niños hay que transmitirles, en los colegios, en las casas, que los libros exigen un esfuerzo y que ese esfuerzo da lugar a un placer que no es comparable a otros placeres, que no se da gratis como la cultura recreativa.

– Volvemos a “El balcón…” ¿En ese momento de dudas, de escepticismo, sintió Luis Landero la necesidad sanísima de hacer recuento de lo vivido?

– En todos los momentos de crisis uno se pregunta en qué han quedado los proyectos de vida de la juventud. ¿Salieron adelante, tuve el coraje…? Son situaciones en las que hacemos un careo entre lo que proyectamos en la edad de los sueños y el resultado de todo aquello. Se trata de un recuento necesario, que hay que hacer sin dramatismos, aunque el novelista tenga que poner algo de drama en las respuestas que da a esos interrogantes para que lo que cuenta cobre interés.

– La añoranza de la aventura, de la acción, anima ese preámbulo inicial del descontento, pero enseguida llega la reafirmación, el convencimiento de que la vida para Luis Landero, más que en la calle, está en los libros, en las palabras, en la imaginación; que es ahí donde está su mundo.

–  Bueno, es cierto que los que somos sedentarios siempre echamos en falta algo más de acción, pero también sucede que esa añoranza es un recurso muy literario. Yo creo, sí, que vivir en la imaginación, en las palabras, es vivir en la realidad, que no hay una línea que separe unas cosas de otras. Vamos por la calle, hablamos con la gente y luego llegamos a casa y lo escribimos, o lo contamos. Vivir y contar es lo que hacemos todos los días. Todos somos una especie de animales narrativos.

– Para llegar a ese convencimiento fue necesario un viaje, un recorrido hacia el pasado, hacia los momentos clave en los que descubriste los mapas de la ficción.

– Sí. Cuando se hace recuento la memoria se va encargando de filtrar, de seleccionar, los momentos más significativos de la vida. La estructura narrativa del libro consiste en unificar esos episodios, esas escenas, esos fragmentos del recuerdo que me ayudaran a descubrir por qué razones llegué a ser escritor, yo, un niño en cuya casa no había ningún libro. Ahí está el argumento de fondo, lo que da pie a la indagación y abre el camino que me conduce a la celebración de la vida: mi vida y la de mis antepasados y las gentes que he conocido. Mi hijo, que es filósofo, también muy pesimista, como yo, se asombró de cómo me salió esta novela que tanto invita a vivir. Tal vez haya sido el resultado de la emoción desde la que la he escrito, esa percepción, presente en los versos de Machado, de “las buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan…” Viajé a la posguerra y allí, en esos tiempos tan jodidos, encontré que, junto a la desolación, también hubo esperanza y ráfagas de felicidad. En el libro hablo de tiempos sombríos, pero también mágicos y únicos, porque, efectivamente, nos toquen las circunstancias que nos toquen, siempre buscamos la manera de vivir lo mejor posible.

Cuando se hace recuento la memoria se va encargando de filtrar, de seleccionar, los momentos más significativos de la vida. La estructura narrativa del libro consiste en unificar esos episodios, esas escenas, esos fragmentos del recuerdo que me ayudaran a descubrir por qué razones llegué a ser escritor, yo, un niño en cuya casa no había ningún libro.

Luis-Landero por © Karina Beltrán

– Hay un elogio, una cierta nostalgia, del mundo campesino. Un reconocimiento de sus servidumbres, de su rudeza, pero también de su belleza, de sus ritos milenarios…

– Sí. El mundo campesino de mi infancia era un mundo muy duro, pero también tenía cosas maravillosas: la oralidad, la artesanía, las leyendas, las explicaciones de los fenómenos de la naturaleza y tantas otras cosas que han desaparecido. Todo eso estaba al lado de la miseria, de la incertidumbre. Yo no trato de teorizar sobre nada. Me limito a contar lo que vi, me muevo en lo concreto, en los paisajes en los que me crié, con los campesinos a los que conocí. El amor y también el rechazo a parte de ese mundo, salen de ahí. En todo momento soy fiel a la mirada del niño que fui, una mirada de asombro, de admiración, de rendición absoluta, que con el paso del tiempo ha ido percibiendo los matices del dolor, del trabajo, de las muchas fatigas, de tantas cosas lamentables.

– Al asomarnos al “Balcón…” los lectores conocemos al niño imaginativo, novelero y mentiroso que fue Luis Landero. “La imaginación, con sus mentiras tan necesarias y sinceras, venía a anudar los hilos sueltos de una realidad fragmentaria y caótica”, leemos.

– Estoy convencido de que hay mentiras que en un momento dado son necesarias porque nos ayudan a entender. Son vislumbres imaginativos que iluminan ciertas zonas de sombra que no podemos atrapar a través de la razón, de la lógica. Muchas veces, a través de ese escorzo de la invención, se nos abre una puerta a través de la cual es posible entrar e interpretar las cosas de una manera diferente.

El mundo campesino de mi infancia era un mundo muy duro, pero también tenía cosas maravillosas: la oralidad, la artesanía, las leyendas, las explicaciones de los fenómenos de la naturaleza y tantas otras cosas que han desaparecido. Todo eso estaba al lado de la miseria, de la incertidumbre.

– Desde el “Balcón…” vemos al niño escuchando las historias que le contaba la abuela Francisca. ¿Cuánto aprendiste de esas habilidades de narradora?

– Está claro que la imaginación, su germen, me fue inoculado en la infancia, escuchando todas esas historias. En mi familia no se leía, pero se hablaba por el gusto de hablar y a través de esas conversaciones sobre todo lo que sucedía yo me fui enamorando de la música de nuestro idioma. Ahí fue donde me cargué las alforjas. Siempre que escribo tengo la sensación de tener ese hilo musical de fondo. Y sí, mi abuela Francisca, que era analfabeta y había sido pastora, sabía contar de maravilla. Siempre nos sorprendía, se recreaba mucho en los detalles y a veces nos salía con un trozo de zarzuela. Uno de los recuerdos mejores que guardo de mi niñez es el de esos momentos en los que ella era capaz de levantar una realidad alternativa, fantástica, que hacía desaparecer la que estábamos viviendo. Para mí ese ha sido el más fabuloso de los legados.

– ¿Hasta qué punto necesitabas también zanjar cuentas pendientes, enfrentarte a figuras como la de tu padre, tan poderosas para ti?

– Aunque nunca había hablado de mi padre de una manera tan objetiva, lo cierto es que en todas mis novelas, de una manera o de otra, aparece. La verdad es que sueño a menudo con él y puedo asegurar que casi no hay día en que no lo recuerde. Para nada este libro ha sido una especie de terapia, pero sí creo que me ha ayudado a cerrar esa obsesión, ese mundo. A partir de ahora tendré que vendimiar en otras tierras. Este es el cierre de todo lo que he escrito hasta ahora.

En mi familia no se leía, pero se hablaba por el gusto de hablar y a través de esas conversaciones sobre todo lo que sucedía yo me fui enamorando de la música de nuestro idioma. Ahí fue donde me cargué las alforjas. Siempre que escribo tengo la sensación de tener ese hilo musical de fondo.

– ¿Te costó contarte de una manera tan directa? Todo el rato hablas de ti mismo, pero como si fueras un personaje. Esa voz es muy interesante.

– A mí el yoismo no me gusta, me produce cierto repelús. Por eso opté por un yo muy discreto, que no se notara demasiado. Me sentí muy a gusto cuando encontré ese tono bajo en el que delegaba el yo a un narrador que me permitía distanciarme, verme desde fuera. A partir de ahí todo fue fluyendo.

Luis-Landero por © Karina Beltrán

– En más de una ocasión te refieres al tono, a la cadencia proustiana de lo que vas escribiendo.

– Sí. Mientras trabajaba en el texto, en esos instantes en los que miraba cara a cara a la memoria y reflexionaba sobre los recuerdos, sobre el paso del tiempo, notaba la presencia de Proust y era consciente de que estaba bajo la influencia de su misterio. Hay claramente párrafos de sabor proustiano, determinados fogonazos donde se le puede reconocer. Es inevitable al tratar con ciertos materiales. Nadie como él ha hablado mejor del pasado. He leído con devoción y con provecho a Proust y lo sigo leyendo. Es para mí una referencia, no cabe duda. Pero hay otros muchos escritores que me han influenciado, de los que he aprendido cosas y cuyas huellas reconozco cuando me pongo a escribir.

Ya en el territorio de las influencias, de las lecturas, hay que decir que El balcón en invierno es un libro que se ajusta como anillo al dedo a la sección “Leyendo con”. Repasamos sus páginas y, antes de que Luis Landero se preste a posar para las fotos en su rincón favorito, un sillón rojo, en el que suele recostarse, vamos encontrando respuestas a muchas de las preguntas; de modo que proseguimos la conversación a partir de esas pistas. Así, saludamos a  nuestro protagonista de adolescente, en el quiosco del señor Emilio, donde alquilaba por 50 céntimos novelas policiacas y del Oeste, además de todo tipo de tebeos. Tenía 16 años, vivía en el barrio de Prosperidad, donde se había trasladado con su familia, y ya conocía el mundo laboral, pues, como era mal estudiante, su padre le quiso demostrar lo duro que era ganarse la vida. Pero esa es otra historia. Centrémonos en las lecturas.

Mientras trabajaba en el texto, en esos instantes en los que miraba cara a cara a la memoria y reflexionaba sobre los recuerdos, sobre el paso del tiempo, notaba la presencia de Proust y era consciente de que estaba bajo la influencia de su misterio. Hay claramente párrafos de sabor proustiano, determinados fogonazos donde se le puede reconocer. Es inevitable al tratar con ciertos materiales. Nadie como él ha hablado mejor del pasado.

– Por lo que se ve fuiste un devorador de este tipo de publicaciones populares, hasta dar con Bécquer y con la poesía…

– La verdad es que no puedo calcular la cantidad de novelas de éstas que leí. Las engullía. Y lo mismo me pasó después, cuando descubrí la biblioteca de doña Sara, la vecina, en el tercero. Me metía en las novelas que encontraba sin ser muy consciente de su calidad literaria. En poesía era otra cosa, me resultaba mucho más sencillo detectar a los buenos poetas. Bécquer llegó a mis manos un día y también un libro emblemático para los de mi generación, Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Yo lo consideraba un tesoro y al leer las biografías de los poetas me solidarizaba con ellos, sobre todo con los que tenían un cierto halo de malditismo y con los que habían muerto muy jóvenes. Quería parecerme a ellos. Desde muy jovencito, desde los 14 años, empecé escribiendo poesía. Aunque nunca he publicado un libro de poemas; de hecho los destruí todos, la poesía me ha ayudado mucho. Creo que todo escritor tiene que ser lector de poesía. Resulta enriquecedora y enigmática. Es lo que más cerca está del misterio de escribir, de la música, de la danza.

La biblioteca de la vecina y los primeros best-sellers de la época, que el joven Landero iba comprando en las librerías, conformaron su educación literaria hasta los 21 años, momento en el que entró en escena una figura esencial, el profesor Gregorio Manuel Guerrero, al que conoció en la academia nocturna a la que acudió cuando decidió retomar los estudios. El profesor, como quien no quiere la cosa, le iba dejando, libros que, según le decía, no le había dado tiempo a leer, para que el alumno le diese su parecer. Libros de Borges, Valle-Inclán, García Márquez, Melville, Kafka... “Con aquellos libros, que yo leía línea a línea en un estado febril de estupor, enseguida se hizo la luz y las piezas caóticas de mi formación literaria adquirieron un orden y un sentido, y se consolidó para siempre mi vocación irrenunciable de escritor”, relata Landero.

– Entre los muchos atractivos de “El balcón en invierno” está el de ser una puerta de acceso a las experiencias de Luis Landero como lector. Hay un pasaje en el que se recrea una escena concreta de Madame Bovary y otro en el que se alude a El gran Gatsby. Los dos son bellísimos y dan cuenta del modo en que la literatura llega a acompañar y a explicar la vida.

– La verdad es que en algún momento tuve la idea de incluir capítulos de comentarios de libros que diesen idea de la historia de algunas lecturas que fueron importantísimas para mí. Comentar libros es algo que he hecho siempre, ya que he sido profesor de literatura durante 30 años. Es algo que me gusta mucho y pensé que podría quedar bien ir intercalando esos textos en la narración, pero al final dejé de lado la idea. Estos dos pasajes que citas son restos de ese primer impulso. Me parecen interesantes porque dan testimonio de que quien está escribiendo es un lector convencido, entregado.

El rincón de lectura de Luis Landero por © Karina Beltrán

– En cuanto a los rituales de lectura, confiesas que te gusta subrayar y anotar los libros. Te defines como “uno de esos lectores impertinentes que siempre lee con un lápiz en la mano y que no para de subrayar, de escribir notas en los márgenes, de trazar flechas…”

– Sí. Ese es el modo en que me gusta leer, siempre subrayando, anotando. Siento los libros como algo muy próximo y entablo con ellos una especie de comunión. Cuando se fabricaban de un modo más artesanal hasta los olía e incluso he llegado a saborearlos. Juan Ramón Jiménez decía, no sé si por maldad, que a Antonio Machado no se le podían prestar libros porque se comía trocitos de papel. Y yo eso lo entiendo porque también lo he practicado.

Me gusta leer siempre subrayando, anotando. Siento los libros como algo muy próximo y entablo con ellos una especie de comunión. Cuando se fabricaban de un modo más artesanal hasta los olía e incluso he llegado a saborearlos.

– En todo momento dejas claro el poder que para ti han tenido los libros, el efecto que han provocado en tu devenir. Aseguras que los más secretos y seguros escondrijos los has encontrado en los libros, pero a la pregunta de qué lecturas han transformado tu mirada, ¿qué responderías?

Uf…!!! Son muchísimas. Hay una gran cantidad de lecturas que me han ayudado a encontrar mi camino. Algunas han sido perecederas, caso de Rayuela, de Cortázar, o, en cierto modo, también, Cien años de soledad, de García Márquez, pero otras, como las novelas de Kafka, se han quedado en mí para siempre. Él es el primero al que tengo que citar, pero también a Virginia Woolf y su Orlando. Y, por supuesto, está El QuijoteCrimen y castigo, Muerte en Venecia, La vida breve de Onetti… Me resulta imposible recordarlas todas.

– ¿Algún libro para afrontar este presente tan contradictorio?

– Creo que para afrontar el presente lo mejor es recurrir a la filosofía. No me refiero a Schopenhauer, que es mi filósofo de cabecera, pero que ahora mismo nos puede hundir. En un mundo tan irracional, tan embrutecido por la política, como decía al principio, necesitamos un poco de racionalidad, la racionalidad de Voltaire, Tocqueville, Stuart Mill… Ellos nos pueden devolver algo de luminosidad, de sosiego. Pueden hacernos mucho bien, del mismo modo que otros pensadores como Max Weber, Adorno, Walter Benjamin…

¿Qué estás leyendo ahora?

– Pues recientemente, a raíz del Nobel, me ha apetecido volver a las novelas, a las atmósferas que recrea Patrick Modiano y que tanto me han gustado siempre. Y ahora mismo estoy, curiosamente, con la Nobel que le precedió, Alice Munro, concretamente con los cuentos de Las lunas de Júpiter. Me gusta todo de Munro. La considero a la altura de Chéjov, de Carver, de Joyce y sus Dublineses. Sus cuentos, los personajes, las situaciones que plantea, están llenos de hallazgos inesperados. Es una mujer capaz de convertir en misteriosas las cosas más sencillas y habituales de la vida.

¿Qué te llevarías a una isla desierta?

– Pues para una ocasión así, las Obras Completas de Shakespeare, a no ser que encontrase un buen manual sobre cómo sobrevivir en una isla desierta.

El balcón en invierno  ha sido publicado por la editorial Tusquets.

Todas las fotografías fueron tomadas por © Karina Beltrán el día en el que se mantuvo esta conversación en la casa del escritor,  en el barrio madrileño de Chamberí.

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