Encantada de ser una lectora más de Haruki Murakami

Murakami por Iván Giménez Tusquets

Por Emma Rodríguez © 2013 / En el prólogo de José Carlos Llop para el “Diccionario de literatura para snobs”, del autor francés Fabrice Gaignault, publicado por la editorial Impedimenta, se hace referencia a la curiosa circunstancia de que cuando determinados autores dejan de ser patrimonio exclusivo de un grupo de selectos lectores y sus historias pasan a cautivar a amplios sectores de la población, de inmediato se produce una especie de rechazo de los antaño adoradores, quienes comienzan a adoptar el papel de enemigos capaces de ver defectos por todas partes. El hecho de compartir no les produce “felicidad alguna sino cierta incomodidad. Nace así un sentimiento de pérdida y un recelo silencioso ante la vulgarización -o su fantasma- de lo que hasta ahora era una satisfacción íntima”, señala Llop, quien se refiere a la expulsión del paraíso privado de esos nombres de las letras, sin que ellos hayan hecho nada para merecerlo, a excepción de conseguir lo que todo escritor desea, llegar al corazón de los lectores.

He aquí uno de los rasgos del esnobismo y lo traigo a colación porque algo así -no sé si merece ser denominado esnobismo- vengo detectando hace algún tiempo en nuestro país respecto a escritores como el estadounidense Paul Auster o el japonés Haruki Murakami, sobre quien trata este artículo. No puedo olvidar los comentarios elogiosos, las alabanzas sobre su originalidad e ingenio cuando se dieron a conocer en España las primeras traducciones de su obra, concretamente de “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”, uno de sus libros esenciales. Pero a medida que los lectores han pasado a contarse por miles, también han ido aumentando los prejuicios y ya me cansa leer, en determinados foros, cínicos comentarios sobre la posibilidad de que Murakami obtenga, por ejemplo, el Premio Nobel, un galardón en cuyas quinielas viene apareciendo desde hace algunos años y que podría ganar con todo merecimiento. ¿Por qué no? Murakami ha dado un giro a las letras niponas, las ha aderezado con un toque occidental sin olvidar ciertos rasgos que lo conectan con la tradición, al tiempo que ha abierto las puertas a un mundo onírico, irreal, lejos de la lógica, que en cierto modo atrapa el sentimiento permanente de pérdida y de búsqueda de sentido del hombre contemporáneo.

Me da la impresión de que muchos de los que ahora reniegan del autor, desde sus taburetes de supuesta altísima excelencia, se quedaron anclados en esas obras anteriores al éxito que le llegó de forma arrolladora con “Tokio blues”. Incluso me atrevería a decir que algunos aún no lo han leído detenidamente. Pero, dejando de lado este preludio, y partiendo del hecho de que respeto todos los gustos y opiniones, a mí me apetece hacer una declaración de principios: me cuento entre los miles de lectores-as de Haruki Murakami. Y me apetece, asimismo, plantear una pregunta: ¿por qué no alegrarnos de que algunas veces la buena literatura, la que indaga, la que profundiza en el ser humano, la que plantea preguntas, llegue a un gran número de gente, independientemente de las apetencias de cada cual? ¿Por qué no alegrarnos de que Auster o Murakami hayan sido capaces de tocar las fibras sensibles de hombres y mujeres en todo el mundo, teniendo en cuenta, además, que sus literaturas no son banales ni de lejos pueden considerarse best-sellers prefabricados, convencionales?

Tren camino a las montañas de Nikko. El enclave donde se forjó la denominación "El imperio del sol naciente". Japón. Nacho Goberna © 2004
“¿Cuánto tiempo consumirá la gente cada día en acudir a sus puestos de trabajo?, se preguntaba Tsukuru (…) ¿De cuánto tiempo nos despojan? ¿Cuánto tiempo de nuestra vida se esfuma en esos probablemente absurdos desplazamientos? ¿En qué medida eso nos desgasta y extenúa?” / Fotografía camino a Nikko, Japón © Nacho Goberna

Dicho todo esto debo reconocer también que “Los años de peregrinación del chico sin color” (Tusquets), la nueva novela de Murakami publicada en España, no se cuenta entre mis favoritas, lo cual no quiere decir que no me haya interesado. Con Murakami me pasa lo mismo que con Woody Allen, siempre que el primero publica un libro o el segundo estrena una película no puedo evitar la tentación de adentrarme en sus mundos de ficción, unos mundos que me son familiares y que, al mismo tiempo, me siguen sorprendiendo. Puede que unas veces acierten y que otras el resultado sea más fallido, pero no les voy a condenar por eso, teniendo en cuenta el inmenso regalo que me han hecho al ofrecerme, en uno y otro caso, historias que ya forman parte de mi trayecto emocional. He aquí otra pequeña reflexión: si hay algo que me irrita es el comentario tan habitual de que un autor no merece ser considerado entre los buenos porque después de un arranque genial ha errado en sus últimas entregas. Cuántas veces  hemos oído esto o algo similar en boca de críticos y escritores demasiado tajantes con la obra ajena.

Aclarado este punto, sí, el último libro de Murakami está muy lejos, en mi opinión, de los logros alcanzados en la apabullante “1Q84”, su entrega anterior, hermanada en ambición con “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y con “La caza del carnero salvaje”, tal vez su libro menos popular, que fue publicado por Anagrama -una primera edición- en 1992, cuando era un desconocido, llegando a mis manos por azar, conquistándome con su narración extraña, envolvente, detectivesca, altamente recomendable.

Pero volvamos a “Los años de peregrinación…”, una historia en la que se repiten argumentos y técnicas, se dan pasos atrás y se obtiene un resultado mucho menos enigmático, más directo, con menos vuelo que en obras anteriores. Una historia que, pese a todo ello, como sucede siempre con Murakami, una vez iniciada, no podemos dejar de leer y que, para quienes llevamos siguiendo la pista del autor desde hace tiempo, resulta enriquecedora porque nos permite descubrir claves, miradas y enfoques que nos remiten a otras entregas que nos fascinaron, al tiempo que nos revela datos de las intenciones del autor, aquí mucho más desnudas, como si no hubiese sido capaz de arropar los cimientos de la narración con las espesas capas del misterio.

En «Los años de peregrinación del chico sin color» se repiten argumentos y técnicas, se dan pasos atrás y se obtiene un resultado mucho menos enigmático, más directo, con menos vuelo que en obras anteriores. Pese a todo ello, como sucede siempre con Murakami, una vez iniciada la lectura no podemos dejarla y, para quienes llevamos siguiendo la pista del autor desde hace tiempo, resulta enriquecedora porque nos permite descubrir claves, miradas y enfoques que nos remiten a otras entregas que nos fascinaron

Puede que el autor no haya encontrado horizontes de renovación -lo que es entendible teniendo en cuenta las fronteras que ha traspasado hasta el momento- o puede que aún le hayan quedado cuentas por saldar en su ahondamiento de lo que significa crecer, aprender a vivir con las cicatrices del paso del tiempo, con la losa de las sucesivas pérdidas, con las marcas imborrables de la infancia y sobre todo de la adolescencia y de la primera juventud, territorios a los que regresa después de las inmersiones y logros de “Tokio blues” y “Kafka en la orilla”.

Murakami es un autor que sabe mirar con los ojos del adolescente que busca un lugar en el mundo y que ansía encontrar su propia identidad a través del reflejo, de la aceptación de los demás. Las etapas de descubrimiento, de iniciación: los primeros amores, las primeras relaciones sexuales, los primeros acercamientos a la muerte, son motivos a los que le gusta regresar una y otra vez. En este caso quien vuelve a pasar por todas esas experiencias, quien hace recuento de ellas desde la edad adulta -un recurso en el que también reincide el escritor- es Tsukuru Tazaki, el protagonista, un hombre ya entrado en la treintena que arrastra el dolor de haber sido expulsado del grupo cerrado que forjó en su etapa de adolescente con cuatro amigos más. Un paraíso del que fue expulsado debido a un asunto turbio, una mentira, un misterio, al que ha de volver 16 años después para poder rehacer su vida.

Interior de vagón de Metro en Tokio. Nacho Goberna © 2004
“De las veinticuatro horas del día, pierde dos o tres tan sólo en ir y volver del trabajo. Si tiene suerte, quizá pueda leer el periódico o un libro de bolsillo dentro del tren abarrotado. O, por ejemplo, en el iPod, escuchar sinfonías de Haydn u oír hablar español para aprender el idioma. Otras personas cierran los ojos y se sumen en profundas meditaciones. Sin embargo, pocos afirmarían que esas dos o tres horas sean las mejores y más provechosas de la vida…” Fotografía en metro Tokio © Nacho Goberna

“Igual que un árbol joven absorbe los nutrientes del suelo, Tsukuru tomaba del grupo el sustento que la adolescencia requiere, y lo transformaba en el valioso alimento que le permitiría crecer, o lo reservaba y almacenaba en su cuerpo como fuente de energía para cuando lo necesitase”, voy leyendo. Murakami construye su historia a partir de la quiebra de “ese lugar armónico y sin perturbaciones” en el que el protagonista encontró amigos en los que poder confiar.

Y tras esa quiebra profundiza en el vacío, en la soledad absoluta, en las posibilidades perdidas, en el retiro del mundo hasta rozar la idea del suicidio, que vuelve a estar presente y que es uno de los temas de fondo de la literatura nipona. Hay ciertos misterios que no acaban de ser descifrados, como es habitual, en el recorrido; hay deseos de amar con plenitud, hay un viaje en busca de la verdad que lleva al protagonista hasta Finlandia tras la pista de una antigua amiga y hay música, por supuesto, siempre hay música en las novelas de Murakami, en este caso es fundamental Franz Liszt y sus “Años de peregrinación”, concretamente la pieza “Le mal du pays”.

Todo sucede en el Tokio de nuestros días, una ciudad dominada por las prisas, por la ausencia de una comunicación profunda entre las personas, aunque todas estén conectadas a través de las redes sociales, por las tensiones del mundo laboral, por el afán del éxito en los negocios y la creación de “guerreros empresariales”. En un momento dado se expone que pese a que la economía mundial atraviese un mal momento y el panorama sea desalentador, siempre habrá gente con dinero capaz de mantener a buen ritmo el negocio de los coches de lujo.

Todo sucede en el Tokio de nuestros días, una ciudad dominada por las prisas, por la ausencia de una comunicación profunda entre las personas, aunque todas estén conectadas a través de las redes sociales, por las tensiones del mundo laboral, por el afán del éxito en los negocios y la creación de “guerreros empresariales”

Tokio es una ciudad donde alrededor de tres millones y medio de personas acuden diariamente a la estación de Shinjuku, donde se cruzan las principales líneas de tren, “un complejísimo entramado, con un total de dieciséis andenes”. Los trenes, las estaciones, son importantes en esta novela. El protagonista es ingeniero, constructor de estaciones, y siente fascinación por ellas: el ir y venir de los usuarios, ese cierto sosiego que siente al observar el espectáculo diario de los desplazamientos. Es ahí donde reflexiona, donde se plantea preguntas como: “¿cuánto tiempo consumirá la gente cada día para acudir a sus puestos de trabajo? ¿de cuánto tiempo nos despojan? ¿en qué medida eso nos desgasta y extenúa?”

“Los años de peregrinación del chico sin color” se sitúa en ambientes urbanos, pero hay una mirada a la naturaleza que resulta esencial, el viaje a Finlandia, la salida a localizaciones de bosques, lagos y cabañas donde el protagonista encuentra algo de reconciliación, de consuelo. Estamos ante una novela que habla de la supervivencia, de lo que ha quedado atrás y ya no puede recuperarse, pero cuya semilla es determinante. Analizar la psicología de sus personajes es uno de los puntos fuertes de Murakami. Tal vez uno de los motivos de que alcance a tanta gente es su capacidad para hablar de las emociones, de los sentimientos, de lo que nos duele y nos ilumina en determinados momentos, tocando las sutiles texturas de la tristeza, de la melancolía, pero también el estallido de los momentos de alegría, de revelación.

El Tren "Bala" pasa por la Estación. Japón. Nacho Goberna © 2004
“Tsukuru Tazaki visitaba estaciones del mismo modo que otra gente acudía a conciertos, veía películas, iba a bailar a las discotecas, asistía a competiciones deportivas o paseaba mirando escaparates(…) El expreso arribaba al andén reduciendo la velocidad. Las puertas se abrían y los pasajeros se apeaban uno tras otro. Con sólo contemplar esa escena, le inundaba el sosiego…” Fotografía en estación de Hiroshima © Nacho Goberna

Libro a libro el escritor va dejando constancia del aprendizaje de la vida desde todos los planos: su lado lógico y su lado irracional, absurdo, incomprensible, esa ventana que se abre a lo desconocido, a lo improbable, a lo prodigioso. Esa puerta que se anhela cruzar pese a las limitaciones de la conciencia para ir más allá de lo que vemos, de lo que conocemos.

Todo eso está en Murakami. Los lectores entramos en sus historias y aceptamos sus reglas del juego, su ruptura de los tiempos, ese difuso horizonte entre lo que se vive y lo que se sueña, entre lo inmediato y lo que atesora el cofre de la memoria. Todo eso lo he vuelto a experimentar con esta novela que me ha hecho recuperar nombres, escenas, fragmentos y atmósferas que parecen transcurrir en paralelo. Cuando se entra en el universo de Murakami de algún modo los senderos se cruzan y se confunden. La secta de “1Q84” recuerda al poderoso grupo empresarial capaz de dominar al mundo desde la oscuridad de “La caza del carnero…”; el viaje transformador del protagonista de “Kafka en la orilla”, enlaza con la parte final -otro viaje- de “Tokio blues”, novela de la que recuerdo especialmente la importancia que adquieren los paisajes en los estados de ánimo de los personajes, las escenas que se desarrollan en el centro de reposo donde la inolvidable Naoko intenta huir de su fatal destino.

Los lectores entramos en sus historias y aceptamos sus reglas del juego, su ruptura de los tiempos, ese difuso horizonte entre lo que se vive y lo que se sueña, entre lo inmediato y lo que atesora el cofre de la memoria.  Cuando se entra en el universo de Murakami de algún modo los senderos se cruzan y se confunden

Los protagonistas masculinos, seres solitarios, amantes de la natación, de la lectura y de la música, aficiones que les ha cedido el propio escritor, andan siempre a la búsqueda de un sentido para agarrarse a la vida, anhelantes de encontrar el amor y la plenitud, pero también abocados a herirse y a provocar heridas. Podrían pasar de una historia a otra sin problema alguno, atravesar los puentes de la ficción, los túneles del tiempo. Todo forma parte de una especie de niebla, de un paisaje que cruzamos sabiendo que tenemos que despojarnos de los asideros habituales y aceptar el lenguaje del azar, de la casualidad, del milagro. Así, por ejemplo, las dos lunas que iluminan los cielos de “1Q84” estableciendo las corrientes de dos mundos diferentes; el legendario animal con una estrella en el lomo de “La caza del carnero salvaje”, capaz de meterse en el interior de una persona y hacerla inmortal; la extraña vidente que, con una intuición prodigiosa, sigue la pista de desaparecidos en “Crónica del pájaro…” o el malévolo y siniestro descuartizador de gatos en “Kafka en la orilla”, por citar algunos ejemplos de situaciones y personajes que parecen propios de los sueños o de las pesadillas.

Cuando me preguntan por mis novelas favoritas de Murakami no me resulta fácil decidir. En cada una de ellas he encontrado motivos para el disfrute, para el asombro. Muchas veces he sentido que algo al fondo de mi conciencia despertaba, se abría, me hacía llegar un poquito más lejos en mi percepción de las cosas; en otras ocasiones me ha conmovido la tristeza de una historia de amor imposible, caso de la bellísima “Al sur de la frontera, al oeste del sol”, donde dos niños que se amaron, ambos hijos únicos, vuelven a encontrarse en la edad adulta, a destiempo, incapaces de hacer realidad ese amor.

Adolescentes en el centro de Tokio. Nacho Goberna © 2004
“Tres estudiantes de instituto vestidas de uniforme atravesaron el parque. Iban riéndose en voz alta y los vuelos de sus cortas faldas se agitaron al pasar por delante del banco en el que ellos estaban sentados. Parecían todavía unas niñas. Calcetines blancos y mocasines negros. Tenían gestos infantiles, Resultaba difícil creer que, tiempo atrás, ellos hubieran tenido la misma edad…” Fotografía en templo de Tokio © Nacho Goberna

Hay muchos amores de infancia en el universo Murakami, vínculos, lazos irrompibles, como el que mantienen también Aomame y Tengo en “1Q84”, una novela caudalosa, impactante, salvaje, en la que Murakami lleva hasta el límite sus búsquedas, donde todo: el sexo, la muerte, la sensación de pérdida, adquiere un tono más extremo. En esta obra el autor juega a engarzar la literatura dentro de la literatura a través del relato de otra compleja y extrañísima narración que se despliega en el interior, “La crisálida de aire”, y construye un personaje femenino absolutamente novedoso en su literatura. Aomame no es un ser frágil, enigmático o atormentado, como sucede en otros de sus libros. Es una mujer independiente, fuerte, capaz de matar para vengar la memoria de otras mujeres víctimas de la violencia doméstica, del maltrato a manos de sus poderosos maridos.

La violencia aparece en otras novelas, pero es aquí donde adquiere su mayor potencia, del mismo modo que las mayores dosis de sabiduría, de revelación, se dan en “Crónica del pájaro…”, obra estremecedora y cargada de enigmas en la que aparece la hermosa metáfora del pozo como imagen del descenso hacia el núcleo mismo de la propia existencia. “La vida es más limitada de lo que piensan las personas que están en pleno proceso vital. La luz brilla durante un limitado y brevísimo espacio de tiempo en el acto de vivir. Quizá sólo unas decenas de segundos. Unas vez se ha ido, si has fracasado en el intento de alcanzar la revelación que se te ofrecía no tienes una segunda oportunidad”, cuenta en una carta el teniente Mamiya, consciente de que “la mayor parte de la gente ignora y evita las cosas que trascienden los límites de su entendimiento, tachándolos de irracionales e indignos de consideración”.

La vida es más limitada de lo que piensan las personas que están en pleno proceso vital. La luz brilla durante un limitado y brevísimo espacio de tiempo en el acto de vivir. Quizá sólo unas decenas de segundos. Unas vez se ha ido, si has fracasado en el intento de alcanzar la revelación que se te ofrecía no tienes una segunda oportunidad”, cuenta en una carta el teniente Mamiya en «Crónica del pájaro que da cuerda al mundo»

En otro momento, y podría elegir muchos más, es el sabio señor Honda el que dice: “no se debe oponer resistencia a la corriente: hay que ir hacia arriba cuando hay que ir hacia arriba, y hacia abajo cuando hay que ir hacia abajo. Cuando debas ir hacia arriba busca la torre más alta y sube hasta la cúspide. Cuando debas ir hacia abajo, busca el pozo más profundo y desciende hasta el fondo. Cuando no haya corriente, quédate inmóvil. Si te opones a la corriente todo se seca. Si todo se seca, el mundo se ve envuelto por las tinieblas”.

Por momentos así merece la pena leer a Murakami. Por la manera en que nos hace reflexionar sobre la extrañeza de la memoria y sobre la aceptación de la tristeza y de los huecos de dolor. Por ser capaz de abrir el ángulo de visión hacia lo que ocurre en el otro lado, en el cielo alumbrado por una luna paralela. Por sus historias de amor inconfundibles, cargadas de misteriosos mensajes cifrados… Por todo eso merece la pena leer a Haruki Murakami. Si es con buen jazz de fondo o con esa música clásica que logra conmovernos, mejor.

(«Los años de peregrinación del chico sin color» ha sido traducido del japonés por Gabriel Álvarez Martínez. Esta novela y el resto de las que se citan en este artículo han sido publicadas por la editorial Tusquets, a excepción de «La caza del carnero salvaje», que lanzó Anagrama en 1992 y fue la presentación del autor en España). 

– Las fotografías de Haruki Murakami las firma Iván Jiménez Tusquets. Las escenas de Tokio fueron tomadas por Nacho Goberna en un viaje que realizó a Japón en 2004. Los pies de foto son párrafos extraídos de «Los años de peregrinación del chico sin color», cuyo protagonista está fascinado por los trenes. –

Murakami © Iván Giménez Tusquets
Fotografía © Iván Jiménez Tusquets

Una pequeña selección de sus libros:

Murakami: Los años de peregrinación del chico sin color       Murakami: 1Q84      Murakami: Tokio Blues

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