Un paseo por el Jardín de Epicuro y alrededores

Por Emma Rodríguez © 2013 / Lo primero que pensé cuando me planteé escribir este artículo sobre la felicidad es que tenía que disfrutarlo en el sentido más amplio. Llevo semanas repasando los ensayos que he ido atesorando a lo largo del tiempo sobre esta materia tan atractiva como escurridiza, a partir de la publicación de “Filosofía para la felicidad”, volumen en el que Errata Naturae rescata los textos que han llegado hasta nosotros de Epicuro, acompañados de tres análisis muy significativos sobre el pensamiento del clásico: palabra de Carlos García Gual, de Emilio Lledó y de Pierre Hadot.

Llevo semanas en compañía de Epicuro y por extensión del resto de los pensadores griegos a los que irremediablemente conduce. Llevo semanas junto a Bertrand Russell, Comte-Sponville, Wilhelm Schmid…, filósofos que no se han resistido a seguir preguntándose qué es la felicidad hoy. No concibo mayor disfrute, tratándose de una lectura, que partir de ella para llegar a otras, para encontrar relaciones, bifurcaciones, motivos para la certeza y la duda. Es verdaderamente gozoso el estímulo que proporciona contrastar múltiples ideas, reflexiones y clarividencias que nos van llevando a fraguar nuestro particular fragmento de entendimiento, ese que despega de lo aprendido, de lo asimilado, y acaba confluyendo con las propias experiencias, convicciones y recuerdos.

Si algo he constatado paseando por el Jardín de Epicuro es cuán perdidos tenía algunos conceptos básicos, cuán fácil resulta olvidar, en este tiempo de aceleraciones, verdades tan simples como imprescindibles para seguir andando, con los ojos muy abiertos, la conciencia despierta y el ánimo dispuesto, por el camino abierto. ¿Cuál es el sentido de la vida?, recuerdo la pregunta lanzada por el instructor de yoga en una clase hace algún tiempo. Solo una persona contestó: “la felicidad”. Una respuesta sencilla y a la vez cargada de complejidades al conducirnos de inmediato al más cercano de los territorios, nuestro propio paisaje interior, cercano pero tan poco explorado la mayor parte de las veces.

Un lugar de paz y de “Revolución”

Emma Rodríguez © 2012

Incomprendido, malinterpretado, desfigurado en la corriente de la tradición, Epicuro es “una de las figuras más atractivas y, a la par, misteriosas de la historia del pensamiento (…) una de las primeras víctimas de la censura ideológica” por su discurso a contracorriente, no asumido del todo “por los correctos dominios de una buena parte de la Filosofía”. Quien nos va poniendo en antecedentes es Emilio Lledó. “El llamado Jardín”, prosigue, “era muy distinto de las instituciones docentes fundadas por Platón y Aristóteles. Mucho menos preocupado por llevar a cabo investigaciones científicas o lingüísticas, como en el Liceo, y nada interesado, como lo estuvo la Academia, en forjar líderes políticos, reyes-filósofos que se hicieran cargo de la nave del Estado, Epicuro llevó a cabo una verdadera revolución en la forma y sentido de sus enseñanzas, e incluso en la variedad de sus oyentes. Mujeres, esclavos, niños, ancianos, acudían al Jardín a escuchar al maestro y dialogar con él”.

Incomprendido, malinterpretado, desfigurado en la corriente de la tradición,  Epicuro es “una de las figuras más atractivas y, a la par, misteriosas de la historia del pensamiento (…) una de las primeras víctimas de la censura ideológica” por su discurso a contracorriente, no asumido del todo “por los correctos dominios de una buena parte de la Filosofía”, señala Emilio Lledó.

Era un “lugar de paz, en un mundo agitado por continuas revueltas y trastornos bélicos”, un lugar de “alegre moderación” en el que, “frente a las perturbaciones de su tiempo, buscó el filósofo la imperturbabilidad o ataraxia; y frente a la servidumbre y el servilismo, la capacidad de gobernarse a sí mismo”, dice, por su parte, Carlos García Gual, quien explica que Epicuro puso tanto énfasis en el carácter curativo, sanador, de la filosofía por su impresión de vivir en “un mundo enfermo, sin rumbo y sin finalidad, sometidos los hombres a los terrores del futuro y a tormentos mutuos”, algo que no nos resulta ajeno a los habitantes del siglo XXI.

Es inevitable recurrir a los hechos del pasado como espejo del presente. Buscar allí las referencias, las respuestas que tanto anhelamos encontrar y que tanto nos dicen sobre la repetición de los comportamientos humanos. El lector atento sabrá encontrar en la ética de Epicuro motivos para la identificación, orientaciones para entender mejor de qué forma el poder sigue perpetuándose de forma similar en nuestros días, cómo seguimos soñando con un mundo que nunca acaba de dibujarse con los colores de la equidad, del respeto a los otros, a los más débiles, a los desfavorecidos. Como constata Emilio Lledó, el lector atento sabrá encontrar en Epicuro “expresiones, a veces provocativas, contra la hipocresía de aquellos escandalizados dueños del poder político e ideológico, dueños también del gozo y el placer que les daba su riqueza y su seguridad y que, sin embargo, predicaban la dura e inamovible resignación y la tristeza para los pobres hijos del abandono social, para los esclavizados por los temores reales a los que sus dominadores los condenaban”.

Autor de un esclarecedor ensayo, titulado simplemente “El epicureísmo”, Lledó resume en el texto que nos ocupa las esencias de este hombre que en el siglo III antes de Jesucristo supo ver “cómo las grandes teorías de sus predecesores habían olvidado un principio esencial de toda felicidad y, por supuesto, de toda sabiduría: el cuerpo humano y la mente que lo habitaba”. Un hombre que no tuvo duda alguna de que en lo referente a la mente, ésta “tenía que estar libre de los terrores que, en buena parte, había incrustado en ella la religión”, sabedor de que “una mente atemorizada es una mente infeliz y al mismo tiempo es, de alguna forma, creadora de infelicidad”.

Hoy resulta un ejercicio muy saludable regresar al autor de “Carta a Meneceo”. Recuperar su valoración de las emociones; su sentido de la amistad; la importancia que ya entonces concedía a la libertad para pensar, más allá de las informaciones sectarias e impuestas; su llamada a la alegría de vivir; su rechazo de la ciudad opulenta, “la política de consumo y lujo que, en su inmoderación, animalizaba a los seres humanos y provocaba, en la mayoría de ellos, la miseria y el dolor”. ¿Nos suena, nos resulta cercano?

“La lectura de los textos de Epicuro nos devuelve el optimismo que brota de una inteligente mirada sobre la oculta felicidad. Como en los mejores momentos del platonismo, la felicidad, no consiste en tener más sino en ser más (…)”. Leemos a Lledó y tenemos la necesidad de buscar, subrayar, memorizar, guardar los mensajes que Epicuro envió en esa botella transparente capaz de atravesar los mares del tiempo. Una botella que al ser abierta nos deslumbra con su legado. “De los deseos, unos son naturales y necesarios, otros naturales pero no necesarios, y otros, al fin, ni naturales ni necesarios, sino que provienen de opiniones sin sentido”, aconsejaba el filósofo aprender a establecer esa distinción básica como principio necesario para emprender la buena vida. Entre los pocos fragmentos de su obra que han sobrevivido hay algunos que son, de verdad, auténticas joyas que animo a descubrir. Entre los que yo he decidido guardarme en el fondo del corazón, elijo y comparto algunos, pero cada cual deberá hacerse con los suyos.

Hoy resulta un ejercicio muy saludable regresar al autor de “Carta a Meneceo”. Recuperar su valoración de las emociones; su sentido de la amistad; la importancia que ya entonces concedía a la libertad para pensar, más allá de las informaciones sectarias e impuestas; su llamada a la alegría de vivir; su rechazo de la ciudad opulenta, “la política de consumo y lujo que, en su inmoderación, animalizaba a los seres humanos y provocaba, en la mayoría de ellos, la miseria y el dolor”.

Emma Rodríguez © 2012

Nadie por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie es joven o viejo para la salud de su alma. El que dice que aún no es edad de filosofar o que la edad ya pasó es como el que dice que aún no ha llegado o que ya pasó el momento oportuno para la felicidad. De modo que deben filosofar tanto el joven como el viejo. Éste para que, aunque viejo, rejuvenezca en bienes para el recuerdo gozoso del pasado, aquél para que sea joven y viejo a un tiempo por su impavidez ante el futuro”, indica Epicuro al comienzo de “Carta a Meneceo”, un delicioso tratado sobre la amistad, una invitación a no dejar de observar, a cultivar el propio criterio sobre todas las cosas.

“Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros, porque todo bien y todo mal residen en la sensación y la muerte es privación de los sentidos (…) La muerte, nada es para nosotros, porque cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, entonces ya no somos nosotros”, sigue discurriendo más adelante. Y se refiere al sabio como quien disfruta no del tiempo más duradero, sino del más agradable. Hay, repito, muchas ideas para detenerse, para deleitarse, para sentir la estimulante energía que nos irradia cuando creemos estar tocando lo que de verdad importa, esos principios esenciales que se imponen a la banalidad a la que tantas veces nos vemos abocados en un presente marcado por la inmediatez y por la urgencia.

¿Por qué Epicuro no ha sido convenientemente comprendido a lo largo del tiempo? es la pregunta que se plantean en este volumen de Errata Naturae tanto Lledó como García Gual, también traductor de sus textos, y Pierre Hadot. No resultaba fácil aceptar en su época que los dioses no tenían un papel significativo en la vida de los hombres. “No hay motivo para temer a los dioses, puesto que no tienen el menor efecto sobre la marcha del mundo y se mantienen en su esfera de perfecta serenidad…”, pensaba el clásico y de ahí parte Hadot en un escrito que se plantea la interesante pregunta de si las teorías sobre la felicidad de los filósofos antiguos propiciaban el egoísmo de los individuos, al invitarles a replegarse sobre sí mismos sin atender a lo que sucedía en la sociedad. “Es evidente la preocupación de Platón y Aristóteles por la política y la ciudad”, se responde; del mismo modo que en el bien moral defendido por los estoicos tiene una gran relevancia la dedicación a la comunidad. Pero, ¿y los epicúreos? Les salva de ese posible reproche, según Hadot, el importante papel concedido a la amistad y el sentido de ayuda mutua, tanto espiritual como material, que promulgaban entre sus miembros.

“No hay motivo para temer a los dioses, puesto que no tienen el menor efecto sobre la marcha del mundo y se mantienen en su esfera de perfecta serenidad…”, pensaba el clásico y de ahí parte Pierre Hadot en un escrito que se plantea la interesante pregunta de si las teorías sobre la felicidad de los filósofos antiguos propiciaban el egoísmo de los individuos, al invitarles a replegarse sobre sí mismos sin atender a lo que sucedía en la sociedad.

A lo largo de la Historia se ha tendido a ningunear a Epicuro, colgándole la etiqueta de defensor de los placeres, palabra asociada de mala manera a los vicios y excesos. Pero el placer del que habla el pensador es un placer controlado, sereno, inteligente, que parte del conocimiento de los sentidos, de la conexión con el mundo, con lo que experimentamos y percibimos. Nada mejor que sus propias palabras para entenderlo: “Cuando decimos que el placer es fin no nos referimos a los placeres de los disolutos o a los que se dan en el goce, como creen algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo o la mal interpretan, sino al no sufrir dolor en el cuerpo o turbación en el alma. Pues ni banquetes ni orgías constantes ni disfrutar de muchachos ni de mujeres ni de peces ni de las demás cosas que ofrece una mesa lujosa engendran una vida feliz, sino un cálculo prudente que investigue las causas de toda elección y rechazo (…) El principio y mayor bien es la prudencia; de ella nacen todas las demás virtudes, porque enseña que no es posible vivir feliz sin vivir sensata, honesta y justamente”.

Junto a la célebre misiva a Meneceo, se conservan de Epicuro fragmentos cortos, consejos, máximas cargadas de lucidez. Como muestra, me quedo con algunas. Por ejemplo: “El más grande fruto de la autosuficiencia es la libertad”, o ésta otra: “También la frugalidad tiene su medida: el que no la tiene en cuenta sufre poco más o menos lo mismo que el que desborda todos los límites por su inmoderación”. Y por último: “Es preciso confirmar reflexivamente el fin que nos hemos propuesto y toda evidencia a la que referimos nuestras opiniones. De lo contrario, todo se nos presentará lleno de incertidumbre y confusión”.

Wilhelm Schmid, hacia la búsqueda de sentido

Emma Rodríguez © 2012

Imposible reflexionar sobre la felicidad sin recurrir a Epicuro. Aconsejable cuestionarlo y partir de él para realizar otras búsquedas hacia el presente que nos ayuden a encontrar nuestro particular mapa de los tesoros. En mi caso he llenado la maleta con unos cuantos ensayos que considero esenciales, pero cabrían muchísimos más. Como bien dice Wilhelm Schmid en un sugerente ensayo titulado “La felicidad. Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida” (Pre-Textos, 2010), “no hay una única definición vinculante de felicidad” y debe ser cada cual quien establezca lo que entiende como tal. “La filosofía”, indica a sus lectores, “simplemente puede ayudar a aclarar la siguiente cuestión: ¿Qué significa la felicidad para mí?”

Hacerse la pregunta ya es suficiente para, ligeros de equipaje, seguir la travesía con este filósofo alemán que se plantea qué es lo que busca el hombre moderno, acomodado en el bienestar, en el deseo de prolongar lo más posible la celebración y el triunfo de lo positivo, sin apenas preparación para aceptar las contrariedades, los altibajos, los dolores de la vida, esa parte de desgracia de la que quiere huir a toda costa. “Buscar la felicidad en un tipo de placer duradero parece incluso el método más seguro de ser infeliz, ya que el placer no puede perdurar a toda costa”, apunta a una verdad que ya está en Epicuro.

El filósofo alemán Wilhelm Schmid se plantea qué es lo que busca el hombre moderno, acomodado en el bienestar, en el deseo de prolongar lo más posible la celebración y el triunfo de lo positivo, sin apenas preparación para aceptar las contrariedades, los altibajos, los dolores de la vida, esa parte de desgracia de la que quiere huir a toda costa.

“La felicidad superior, la plenitud, abarca también la otra parte, la parte desagradable, dolorosa y negativa con la que debemos arreglárnoslas”, seguimos a Schmid, quien aboga por la aceptación de todas las polaridades de la vida a través de un cierto equilibrio: “No sólo los logros, también las frustraciones; no sólo el éxito, también el fracaso; no sólo el placer, también el dolor; no sólo la salud, también la enfermedad; no sólo estar alegre, también estar triste; no sólo estar satisfecho, también estar insatisfecho. No sólo días plenos, también días vacíos, pues esos cien días que percibimos como vacíos y aburridos se justifican como un único día de plenitud desbordante”, razona.

“El ser humano da el paso decisivo hacia esa felicidad, fijando él mismo su postura. Así puede fluir con la vida”, señala el autor, quien va más allá de estoicos y epicúreos y sostiene que no es la felicidad, sino el sentido, lo más importante de la existencia. El sentido en toda su amplitud: a nivel individual y también colectivo. El disfrute a través de la percepción de lo que vemos, oímos, tocamos, olemos, saboreamos… a través de las relaciones sociales, de las conexiones ideológicas, de las búsquedas intelectuales, del contacto con la naturaleza… “El planteamiento de objetivos ideales que conducen a la realización de ideas, sueños y valores no puede ser sustituido por el planteamiento de objetivos materiales, que conducen a un bienestar que podría ser de ayuda para la realización vital, pero, sin embargo, rara vez puede ser satisfactorio”, sostiene Schmid.

Especialmente luminosa me parece la siguiente idea: “Una época saca fuerzas renovadas gracias a muchos individuos y se prepara para un salto histórico. Una modernidad transformada, diferente, significará un tiempo de búsqueda del sentido y no tanto de su disolución”. El filósofo alemán se atreve incluso a indicar ese sentido en el presente que vivimos: “La utopía de una sociedad ecológica y social que se haga realidad no sólo de forma nacional sino global”.

Bertrand Russell, romper la concha dura del ego

Emma Rodríguez © 2012

En la senda del sentido, del proyecto vital, Wilhelm Schmid se cruza con Bertrand Russell. “La conquista de la felicidad” (Austral, edición de 1999, con prólogo de José Luis Aranguren) fue una obra que me cautivó cuando la leí hace algunos años y ahora he vuelto a sentir lo mismo al repasar sus páginas, convenientemente subrayadas. El Nobel inglés habla de la felicidad desde su particular percepción de la misma, desde sus vivencias. Parte de las ideas de los clásicos -si llegamos a alguna conclusión es que los pilares básicos se mantienen imperturbables a lo largo del tiempo- pero su manera de exponerlas resulta espontánea, cercana. “Yo vivo y gozo de mis días: mi hijo me sucede y goza de los suyos, y a él le sucede a su vez su hijo. ¿Por qué hacer de esto una tragedia? Por el contrario, si yo viviera eternamente, los goces de la vida acabarían por perder fatalmente su sabor. Siendo como es, la vida conserva perennemente su frescura”, se plantea.

“Yo vivo y gozo de mis días: mi hijo me sucede y goza de los suyos, y a él le sucede a su vez su hijo. ¿Por qué hacer de esto una tragedia? Por el contrario, si yo viviera eternamente, los goces de la vida acabarían por perder fatalmente su sabor. Siendo como es, la vida conserva perennemente su frescura”, se plantea Bertrand Russell.

¿Tiene sentido reflexionar sobre la felicidad en un presente en el que hay asuntos muchos más urgentes: la desigualdad, la injusticia, la xenofobia…? es un interrogante que he abierto varias veces a lo largo de este recorrido. ¿Podemos ser felices en una sociedad en la que hay cada vez más personas que viven bajo el umbral de la pobreza? Epicuro y el resto de los filósofos griegos lo hicieron en una época de esclavitud, crueldad y miseria. Pensadores de todos los tiempos se han sumado a la corriente, conscientes de que la felicidad es una palabra manto tras la que todo puede encontrar cobijo. Somos felices cuando nos cuidamos y cuidamos al otro; cuando nos preocupamos por el mundo en el que vivimos y procuramos su mejora. He ahí el sentido.

Bertrand Russell se pregunta: ¿por qué es desgraciada la gente? y se apoya en unos versos de Blake: “en todas las caras que me encuentro,/ veo huellas de flaqueza y dolor”. “Es verdad que las preocupaciones exteriores traen su posibilidad de dolor”, argumenta, “el mundo puede hundirse en una guerra, ciertas clases de acontecimientos pueden ser difíciles de alcanzar, los amigos se pueden morir. Pero esta clase de dolores no destruye la calidad esencial de la vida tanto como los que se producen del disgusto consigo mismo. Y todo interés externo inspira alguna actividad que nos previene por completo contra el tedio, mientras que el interés por uno mismo no conduce a ninguna actividad progresiva”.

Matemático y pedagogo, además de filósofo, Russell era un hombre disciplinado, absolutamente convencido de que en el camino de la existencia hay que ir desprendiéndose del narcisismo, de la megalomanía, de la excesiva atención a las propias contradicciones. Hay que romper “la concha dura del ego” a través del amor, del trabajo, de la colaboración. “La raíz del mal”, sigue diciendo, “está en la importancia que se concede al éxito en la competencia como la mayor fuente de felicidad (…) El mal procede de la filosofía de la vida, generalmente aceptada, según la cual la vida es lucha, competencia, y sólo se respeta al vencedor”.

Recuperar los placeres sencillos, como un paseo en contacto con la naturaleza; abandonar las prisas y aceptar el aburrimiento; educar a los hijos con alegría; aceptar los vaivenes de la vida con naturalidad, como parte de la misma; aumentar el grado de admiración hacia los demás y disminuir la envidia; no tener miedo a la opinión pública y actuar de acuerdo a las propias convicciones… De todo esto habla Russell en su libro. “Somos criaturas de la tierra; nuestra vida es parte de la tierra, y nos alimentamos de ella lo mismo que los animales y las plantas. El ritmo de la vida es lento; el otoño y el invierno son tan esenciales como la primavera y el verano, y el descanso es tan esencial como el movimiento”, señala.

Recuperar los placeres sencillos, como un paseo en contacto con la naturaleza; abandonar las prisas y aceptar el aburrimiento; educar a los hijos con alegría; aceptar los vaivenes de la vida con naturalidad, como parte de la misma; aumentar el grado de admiración hacia los demás y disminuir la envidia; no tener miedo a la opinión pública y actuar de acuerdo a las propias convicciones… De todo esto habla Russell en «La conquista de la felicidad».

Imposible apresar aquí todas las enseñanzas de este hombre para el que el control de los pensamientos, de los contratiempos del día a día, era fundamental. “Nada es tan agotador ni tan inútil como la indecisión”, nos dice. “Nuestras acciones no son tan importantes como nos figuramos; nuestros éxitos o nuestros fracasos tienen una importancia relativa (…) El yo es una parte del mundo muy pequeña. El hombre que pueda dirigir sus pensamientos y esperanzas hacia algo que trascienda de sí mismo, puede hallar una paz en las inquietudes de la vida que es imposible para el egoísta puro”.

“Todavía es posible la felicidad”, afirma Russell. Hay que leerlo, hay que seguir sus palabras para darse cuenta de hasta qué punto consagró su vida a vivir de acuerdo a sus creencias. “Lo que contribuye a la felicidad es observar a la gente y encontrar placer en sus rasgos individuales, procurar ayudar en sus intereses a las personas con quienes nos ponemos en contacto, sin el deseo de influir en ellas ni de asegurarnos su admiración”, leo en la página 148 y animo a todo el que haya llegado hasta aquí a buscar el libro y trazar a lápiz sus particulares rutas con entusiasmo, siempre con entusiasmo, la palabra mágica.

Comte-Sponville, el camino del coraje, el placer, el amor

Emma Rodríguez © 2012

Ya que de forma entusiasta y placentera he iniciado este paseo por el Jardín de Epicuro no quiero acabarlo sin abrir otra puerta, la de “La historia más bella de la felicidad” (Anagrama, 2005), un libro-diálogo en el que Alice Germain conversa con tres pensadores: André Comte-Sponville, Jean Delumeau y Arlette Farge. Un atractivo itinerario, una guía, un compendio, un interesantísimo punto de partida o de llegada en torno a ese “misterioso Grial que buscamos desde que el hombre es hombre y que continúa escapándosenos”, como dice en el prólogo Germain.

Filósofos, creyentes e historiadores descorren las cortinas para ofrecer un panorama múltiple, para dar idea de hasta qué punto el objeto de la felicidad se ha ido colocando en un lugar o en otro según las épocas. Y si bien llegamos a constatar de qué modo clásicos como Epicuro se adelantaron a su tiempo planteando principios que hoy siguen plenamente vigentes; también percibimos -el libro nos conduce hasta ahí- que, entre las direcciones que podría adoptar este siglo XXI, con tanto que ofrecer por delante, la más deseable tendría que venir de la colocación del “tener” en su justo lugar, del abrazo al “ser” de una vez por todas. “Hay que acceder a ser más, a una existencia enriquecida”, leemos. Realmente no es nada nuevo. Ya lleva delante de nuestros ojos mucho, muchísimo tiempo. Ya lo han enunciado una y otra vez los filósofos. Ya es hora de que ocupe el primer plano de nuestras vidas, de que salte por encima de los conceptos de posesión, de éxito y de competencia, como decía Bertrand Russell.

Emma Rodríguez © 2012

Puede que el trecho aún sea largo y doloroso, pero conviene ir visualizándolo. Para acabar aquí y ahora, sigo a Comte-Sponville: “La felicidad no es la meta del camino; es el camino mismo”, señala, aludiendo a los baches y dificultades que han de encontrarse. “Pero si no amamos la dificultad, o si no la aceptamos, ¿cómo podríamos amar la vida?”, se pregunta antes de lanzar un fortalecedor puente con el pasado. “No hay felicidad sin coraje y esto da la razón a los estoicos. Pero hay todavía menos sin placer, lo que da la razón a Epicuro, y sin amor, lo que da la razón a Sócrates, que no se creía experto en el amor, a Aristóteles (“amar es regocijarse”), a Spinoza (“el amor es una alegría”), y a Freud (“se está enfermo cuando se ha perdido “la capacidad de amar”)…”

Quedémonos pues con el amor, y también con la acción, con el placer... Partamos de las semillas que otros han ido sembrando a lo largo de la Historia y dejemos que broten en cada uno de nosotros. Encendamos esos faros que parten de nuestras lecturas y vivencias, de nuestros deambulares y rodeos, de nuestras pérdidas y encuentros. Intentemos seguir frecuentando, cultivando el Jardín.

(«Filosofía para la felicidad. Epicuro» ha sido publicado por Errata Naturae, traducido por Carlos García Gaul. En el texto hablo también de «El epicureísmo», de Emilio Lledó, autor de un ensayo que acompaña a los fragmentos del clásico en el volumen de Errata, junto con otros de García Gual y de Pierre Hadot. Asimismo, repaso otras lecturas sobre el tema que me han acompañado a lo largo del tiempo: «La felicidad. Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida» , de Wilhelm Schmid (Pre-Textos, traducido por Carmen Plaza y Ana R. Calero); «La conquista de la felicidad», de Bertrand Russell (Austral, traducido por Julio Huici Miranda) y «La historia de la felicidad», de Comte-Sponville y otros autores (Anagrama, traducido por Óscar Luis Molina)

Todas las fotografías pertenecen a mi álbum privado. Las realicé en unas vacaciones en Galicia, en el verano de 2012. Las imágenes de las jornadas vividas en una casa rural -Aldea os Muiños, en A Coruña-acudieron a mi mente a la hora de  ilustrar algo tan particular como la percepción de la felicidad.

El vídeoclip fue realizado (Guión, grabación, montaje y post-producción) en el Otoño del 2010 por Nacho Goberna, y corresponde a la canción “Jardín interior” de su álbum “Un Bosque de Té Verde” (2010). En él, entre otros muchos amigos y gente querida, aparecemos Mateo, Nacho y yo.

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