Las mujeres heridas de Dacia Maraini

Por Emma Rodríguez © 2013 / Hacía tiempo que tenía ganas de leer a la escritora italiana Dacia Maraini. Mi interés por ella nació en la época en la que me adentré en los territorios de Alberto Moravia, quien fuera su compañero de vida y de viajes, pero el tiempo y las circunstancias no habían propiciado mi acercamiento a sus ficciones hasta ahora. Un reciente viaje a Roma fue la excusa perfecta. Pensé en volver a Moravia, a sus “Cuentos romanos”, siguiendo una vieja costumbre de descubrir determinadas geografías de la mano de los escritores que las han habitado, pero enseguida recordé a Maraini, de quien, además, Galaxia Gutenberg acababa de poner en las librerías su último libro de relatos, “Amor robado”.

Metí el libro en el equipaje sin pensar qué poco tenía que ver con los ambientes, con el carácter, con la historia, de una ciudad que hacía tiempo que no visitaba. En cierto modo, la querencia, el deseo antiguo de leer a Maraini se impuso y una vez vivida la experiencia y, sin querer ser repetitiva con el tema del azar en las elecciones tanto de las rutas como de las lecturas que emprendemos en la vida, me di cuenta de que la autora me tendía una mirada cómplice, me abría una puerta secundaria, la de sus recuerdos infantiles y familiares, derramados en otro delicioso volumen, “Bagheria” (Minúscula) que consiguió cautivarme desde sus primeras páginas.

Las evocaciones de Dacia Maraini, ese relato de reconciliación con sus orígenes, llegaban a mí no por casualidad, haciendo que en cierto modo fuese más consciente del momento especial que estaba viviendo: un viaje familiar en compañía de mi hermana y de mis padres, quienes lo hicieron posible y quienes participaron de un entusiasmo que pocas veces antes había percibido, perdida quizás en las distancias, en los desajustes generacionales. Un viaje que irremediablemente me conducía a mi propia infancia y me permitía limar asperezas con el pasado, comprender la importancia de la memoria, sonreír al ser consciente de la transformación del ímpetu juvenil en una mirada más comprensiva, más serena, que permite un acercamiento menos visceral a quienes tanto nos han influido.

Todo ese proceso interior, todos esas percepciones, toda esa parte enriquecedora que tanto amo de los viajes, más allá de sus inevitables atractivos turísticos, y que tiene que ver con el estar lejos de los lugares habituales y tomar perspectiva, se fue intensificando en paralelo con ese otro trayecto que es toda lectura, todo descubrimiento de un nuevo espacio de fabulación. En este caso, leer a Dacia Maraini durante una semana intensa, en los ratos de descanso, en las esperas, en los cafés, fue algo parecido a llegar como invitada a una casa desconocida y, poco a poco, a través del recorrido por sus habitaciones, de la conversación pausada con sus habitantes, ir atando los cabos, tirando de los hilos hasta llegar a captar sus particularidades: sus tonos cromáticos, sus sabores, sus contornos, sus secretos… Primero fueron los relatos de “Amor robado” los que me hicieron tomar contacto con una creadora valiente, capaz de llamar a las cosas por su nombre, de tratar asuntos incómodos sobre la realidad de las mujeres, de abrir, en fin, el frasco de los tabúes, escondido bajo llave en el cajón de la cómoda; después llegó “Bagheria”, un deslumbrante ejercicio de desnudamiento, de sinceridad; una bellísima confesión realizada a la manera de quien va rescatando las cuentas de un collar que han caído y rodado por el suelo: los recuerdos, los dolores, las emociones, los deseos más íntimos, las pérdidas y los recursos para superarlas.

Fueron los relatos de “Amor robado” los que me hicieron tomar contacto con una creadora valiente, capaz de llamar a las cosas por su nombre, de tratar asuntos incómodos sobre la realidad de las mujeres, de abrir, en fin, el frasco de los tabúes escondido, bajo llave, en el cajón de la cómoda.

Uno y otro libro se relacionaban, dialogaban entre sí, llegando a sobrecogerme cuando detectaba que el tema de una narración concreta tenía su correlato en una imagen, en un recuerdo de la niña que fue Maraini, un recuerdo seguramente perdido, sepultado y desenterrado con las herramientas de la escritura, esa escritura que duele y al mismo tiempo libera. Los ocho relatos de “Amor robado” son relatos fríos, distantes, irónicos en ocasiones. Crudísimas realidades, escenas que imaginamos representadas en cualquier teatro por su precisión, por su sencillez, por la fuerza de sus diálogos certeros. La autora cuenta sin implicarse, desde lejos, el sufrimiento, el silencio, la impotencia de sus protagonistas, mujeres de nuestros días que han de aceptar la carga de una tradición muy pesada: el poder y la posesión, el autoritarismo y la dominación, ejercidos por los varones durante siglos y siglos con total impunidad.

Las protagonistas de Dacia Maraini son, por tanto, portadoras de una memoria difícil de superar. Víctimas de violaciones, de abusos, de humillaciones, de celos desproporcionados, parecen incapaces de defenderse, de alzar la voz, frente a la fuerza de una corriente atávica que se presenta como irremediable. La escritora elude las medias tintas, recurre a contar cada una de sus historias desde el extremo, desde la situación límite, porque sabe que sólo desde ahí es posible despertar las conciencias, ejercer la denuncia. Una denuncia que tiene sentido en el Tercer Mundo, por supuesto, pero también en los países occidentales, países donde se proclama y se celebra la igualdad entre hombres y mujeres mientras se siguen produciendo casos -concretamente en España- de violencia de género, mientras hay signos alarmantes de que los patrones machistas son adoptados incluso por los más jóvenes y se sigue minusvalorando a la mujer en los puestos de trabajo, en empresas e instituciones que desoyen su voz, sus reivindicaciones.

Maraini nos cuenta casos similares a los que nos encontramos diariamente en los titulares de prensa y que nos impresionan por su crueldad, pero la ficción le permite ir más allá de los titulares, adentrarse en los distintos planos, ejercer una durísima crítica de las deformaciones de unas sociedades enfermas, desquiciadas; así sucede, por ejemplo en el titulado “La niña Venezia”, protagonizado por una modelo prematura en la que su padre proyecta sus propios deseos de éxito, y que, más allá de su vileza, de su atroz resolución, se convierte en una especie de alegato contra el culto excesivo a la belleza, “contra el eterno espectáculo de la seducción erótica, tal como sugerían las imágenes difundidas sin descanso por la publicidad y la moda”.

Maraini nos cuenta casos similares a los que nos encontramos diariamente en los titulares de prensa y que nos impresionan con su crueldad, pero la ficción le permite ir más allá de los titulares, adentrarse en los distintos planos, ejercer una durísima crítica de las deformaciones de unas sociedades enfermas, desquiciadas.

Así sucede en esa otra historia en la que una niña es violada por un grupo de adolescentes mimados, hijos de la sobreabundancia y de la falta de cariño por parte de progenitores que suplen con motos y móviles de última generación la falta de atención. Padres que no dudan en recurrir a los mejores abogados para salvar a sus vástagos, para lanzarlos al mundo sabedores de que nada han de temer si la tela de araña del poder les protege, si cuentan con el dinero suficiente, capaz de comprar juicios y voluntades, para tapar sus delitos y culpas.

Otras veces la escritora juega a transformar el cuento de hadas y princesas en pesadilla, como sucede en “La esposa secreta”, un relato estremecedor donde un pianista en apariencia encantador se convierte en amante de las dos hijas pequeñas de la mujer con la que se casa. Un cuento perverso e inquietante en el que se explora la capacidad de los adultos para engañar y abusar de los menores a su cargo, para implicarles y hacerles sentir sucios, culpables. La violencia está presente en estas piezas que son como cuchillos, atravesadas por la mentira, la falsedad, la simulación, las promesas que esconden oscuros presagios.

Dacia Maraini. © CCCB

La realidad que Maraini retrata es una realidad oscura, amarga, pero también podemos atisbar algo de ternura, de luz: la llamada que se hace en “Ale y el niño no nato” a denunciar los abusos, a no callar, a no sentir vergüenza, por ejemplo, o el discurrir de los pensamientos del padre protagonista del desgarrador “Ana y el moro”, uno de los pocos personajes masculinos positivos, generosos, de una entrega que lleva a la autora a analizar el vínculo de complicidad que suele entablarse entre la víctima y el verdugo, un vínculo que, apoyado en el temor, la indefensión y el sentimiento de culpa, tanto se ha dado a lo largo de la Historia en situaciones de tortura o de secuestro. Una y otra vez en estos relatos, se alude a “las relaciones ambiguas y complejas que pueden llegar a instaurarse entre quien ejerce la violencia y quien la sufre”.

Dacia Maraini escribe sobre lo que conoce, sobre la represión, sobre el silencio obligado. De niña padeció la crudeza de un campo de concentración en Japón, al que fue enviada junto a sus hermanas y sus padres, al oponerse estos al fascismo de Mussolini. A partir de los nueve años, edad a la que regresó a Italia, a la localidad de Bagheria, en Palermo, fue testigo de la vida de las mujeres, que ni siquiera podían cruzar palabra con un hombre; de las hijas que eran obligadas a mantener relaciones con sus padres e incluso a tener descendencia de ellos ante el consentimiento del resto de la comunidad; de los crímenes cometidos por la mafia… Ahí, y también en sus propias experiencias: en los episodios de acoso por parte de adultos de su entorno de los que ella también fue protagonista; en la «mezcla de lascivia y ternura» con la que describe sus primeros contactos sexuales; en el dolor ante la pérdida del padre, al que tanto quería, y que acabó abandonando a la familia… Ahí, de todo eso, brota la fronda de sus relatos.

De niña padeció la crudeza de un campo de concentración en Japón, al que fue enviada junto a sus hermanas y sus padres, al oponerse estos al fascismo de Mussolini. A partir de los nueve años, edad en la que regresó a Italia, a la localidad de Bagheria, en Palermo, fue testigo de la vida de las mujeres, que ni siquiera podían cruzar palabra con un hombre.

Dacia Maraini va en busca de su niñez en la apasionante travesía que es “Bagheria”, una entrega confesional, un recorrido vital, reflexivo, hondo, capaz de bucear en lo más íntimo, razón por la que tal vez me ha remitido en alguno de sus tramos a las experiencias narradas por otra escritora, Marguerite Duras, acerca de su etapa de adolescencia en Indochina. Nada que ver “Bagheria” con el tono áspero, cortante, de los relatos de “Amor robado”, a veces suavizados por una tenue brisa. Aquí sucede al revés: el aire se serena, se llena de melancolía; pero por debajo del mar en calma asoman las convulsiones, las aristas, las agujas, esas heridas que van forjando el carácter de la escritora y llegan a determinar sus preocupaciones, sus luchas, sus obsesiones.

A través de la narración vamos asistiendo a los descubrimientos y pesares de quien estaba llamada a convertirse en una de las damas indiscutibles de las letras italianas. Saludamos a la joven “lectora desquiciada” que devoraba todo lo que caía en sus manos: de Lucrecio a Melville, pasando por Tácito, Shakespeare, Dickens, Conrad y Faulkner, entre otros. Asistimos con ella al deterioro de las villas dieciochescas de Bagheria en manos del afán especulador, símbolo de la incultura de una población incapaz de defender la belleza de sus entornos naturales, según critica la autora con rotundidad en un libro llamado también a convertirse en un homenaje a los paisajes primigenios, a la naturaleza de una tierra amenazada. “Bagheria” es una ciudad mafiosa, lo saben todos. Pero no se debe decir. Yo tuve una denuncia en los años sesenta por haber hecho decir a un personaje mío que Bagheria es mafiosa”, señala en un momento dado.

La historia de su propia familia, esa familia aristocrática en parte, a la que durante tanto tiempo rechazó, pero también llena de creadores, de músicos -hay muchos músicos en los relatos de Maraini- de artistas y escritores, resulta fascinante en sí misma. Esa familia de la que arrancó el argumento de una de sus novelas más conocidas, “El largo silencio de Marianna Ucrìa”, la antepasada muda a la que vislumbró por primera vez en un retrato, desfila por las páginas de esta entrega de la que no me resisto a citar un par de fragmentos, sólo un par, aunque podrían ser muchísimos más, que emergen limpios, bellísimos, reveladores, en el conjunto.

En uno, Maraini evoca, en una visita ya de adulta a la vieja villa familiar en Bagheria, una tibia noche estival en compañía de su padre y de un amigo toscano de éste. Los tres tumbados en las baldosas de la misma terraza en la que ella se encontraba tiempo después. Los tres contemplando “admirados el cielo sembrado de estrellas” en el momento en el que el padre les hizo pensar que bajo sus pies había tierra “y más abajo aún, el vacío”; que estaban “suspendidos” y “corrían precipitadamente” hacía algo que no sabían. Un recuerdo que prendió en la memoria como una perla, del mismo modo que ese otro en el campo de concentración, cuando la niña Maraini entendió “la relación que se puede establecer -irónica y profunda- entre la comida y la imaginación mágica”. “Es la carencia”, escribe, “la que hace galopar los sentidos y trotar la fantasía. La privación está en el origen de todos los pensamientos de deseo. Y también de todas las deformaciones más o menos secretas del pensamiento”.

(«Amor Robado» ha sido publicado por Galaxia Gutenberg y «Bagheria» por Minúscula: La traducción ha corrido a cargo de David Paradela López y Juan Carlos de Miguel y Canuto, respectivamente.)

Las fotografías de la escritora, cedidas por Galaxia Gutenberg, corresponden a julio de 2013, cuando visitó Barcelona para participar en unas jornadas sobre Pasolini en el Centro de Cultura Contemporánea de la ciudad.

Estación de tren de la localidad de Bagheria . Opera Propria © Conca d' Oro

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