Manuel Hidalgo, tras las pistas de Buñuel y una foto mítica

Por Emma Rodríguez © 2013 / ¡La que ha montado Manuel Hidalgo en torno a una fotografía mítica! Sé que no es ésta la manera más convencional de empezar un artículo, pero tratándose del protagonista en torno al que transcurre todo en “El banquete de los genios” me parece un inicio idóneo. ¡Vaya la que ha montado Manuel Hidalgo en su ensayo y en mi vida! Desde hace semanas tengo unas ganas inmensas de devorar cine clásico, no sólo de Luis Buñuel, del que precisamente este próximo 29 de julio se cumplen 30 años de su muerte, sino de todos los que le rodean.

No he llegado a colgar la lista de las películas favoritas del director aragonés en el corcho correspondiente, como hacía en mi época de estudiante con todo aquello que me fascinaba, pero pienso tener a mano el libro para seguirla, así como para descubrir títulos de él y de sus acompañantes, afines o no; para recuperar imágenes, atmósferas, ráfagas de historias perdidas en la memoria, en salas de cine del pasado, grandes o pequeñas, de provincia o de capital, con palomitas o sin ellas, cuando el cine aún era -en realidad para mí lo sigue siendo- un maravilloso barco en el que navegar por ríos tranquilos o mares en plena tormenta, una carretera paralela a través de la que huir del tedio, de las desazones, del día a día.

¡Cuántas películas me han salvado en momentos difíciles!, pienso, alentada por la pasión que ha reavivado en mí “El banquete de los genios” (Península). Todo sucede, como decía, en torno a una foto mítica, realizada en noviembre de 1972, cuando Luis Buñuel se encontraba en Los Ángeles, con motivo de la proyección de “El discreto encanto de la burguesía” en el Filmex, festival internacional de cine que allí se celebraba, y fue invitado a una cena de homenaje en la impresionante mansión de George Cukor en el 9166 de Cordell Drive.

Unas cena a la que también asistieron realizadores tan legendarios como Alfred Hitchcock, Billy Wilder, Robert Mulligan, Robert Wise, Rouben Mamoulian, George Stevens y William Wyler, además de John Ford, que no aparece en la foto, ya que tuvo que marcharse, por problemas de salud, sin llegar a posar ante la cámara de Marv Newton; Jean Claude Carrière, guionista de tantas películas de Buñuel y biógrafo privilegiado, y Serge Silberman, el productor de muchos de sus filmes. Imponente testimonio visual ante el que -he aquí el primer acierto- Manuel Hidalgo se detiene con ojos de “voyeur”, de periodista curioso, de apasionado del cine, intentando ir más allá de la imagen, fabulando, atando cabos, jugando a ser, como él mismo me decía cuando se realizaron las fotografías que acompañan a este texto, “un detective”. De ahí que el libro, de lo mejor que ha hecho hasta el momento, resulte divertido a la par que didáctico, sumamente atractivo, revelador y juguetón.

Escritor, guionista, crítico de cine y periodista con criterio, meticuloso y perfeccionista hasta el exceso -puedo decirlo porque he trabajado con él- Manuel Hidalgo aúna aquí su capacidad para contar con amenidad, con fluidez, sabiendo cómo captar la atención de los lectores, con los conocimientos acumulados durante toda una vida respecto al Séptimo Arte, no sólo sobre  lo que se ve en la pantalla sino sobre lo que se cuece detrás. El estilo directo, el buen manejo del ritmo y de los tiempos, la mezcla de registros, la reflexión profunda, el cuestionamiento -dudas e interrogantes en torno a hechos poco conocidos- y la anécdota jugosa, se entremezclan, a la manera de un cóctel chispeante, en este “Banquete” lleno de sorpresas. ¿Sorpresas sólo para quienes somos meros espectadores de cine?, me pregunto. ¿O también para los expertos, animados a seguir buscando, armando las piezas del puzzle…?

Manuel Hidalgo aúna aquí su capacidad para contar con amenidad, con fluidez, sabiendo cómo captar la atención de los lectores, con los conocimientos acumulados durante toda una vida sobre el Séptimo Arte, no sólo sobre lo que se ve en la pantalla sino sobre lo que se cuece detrás

Todo comienza en la casa de Cukor, con la descripción detallada del escenario en el que ha de transcurrir la historia: la arquitectura, las dependencias de la casa -su glamourosa piscina, las espectaculares obras de arte, los libros de la biblioteca…-  pero también sus interiores, en el sentido más amplio de la palabra, es decir: las costumbres, circunstancias y aventuras de su dueño y anfitrión, así como las de otros personajes secundarios que se cruzaron en su vida y que aparecen en escena como quien pasaba por allí, caso de William Haines, el decorador de las estancias, un actor de cine mudo, amante efímero de Clark Gable, que hubo de cambiar de profesión al descubrir el conservador Hollywood su homosexualidad.

Manuel Hidalgo en la mítica Residencia de Estudiantes de Madrid. Por Nacho Goberna @ 2013

Unas cosas van llevando a otras en este libro de intersecciones y complicidades en el que aparecen ambientes y personajes que inevitablemente forman parte ya de la mitomanía colectiva. Caso de Marilyn Monroe, de quien se revive el episodio de su última película, “Something’s got to give”, que estaba dirigiendo Cukor y que quedó inconclusa a consecuencia del suicidio de la actriz.

“El primer día de rodaje, la Monroe no acudió al set: llamó y dijo que tenía una infección. Un médico confirmó su enfermedad y propuso aplazar un mes la filmación. Cukor se negó y rehizo el plan de rodaje. Marilyn siguió faltando al plató, un día sí y otro no, durante el siguiente mes. El 29 de mayo, con permiso del productor, voló a Nueva York para cantar el “Happy birthday to you”, en el Madison Square Garden, a su amante, el presidente Kennedy…” Valga este párrafo para hacerse una idea del tono del relato, siempre buscando provocar el interés de un interlocutor que, aunque pueda conocer lo que se le está contando, siente que le están transmitiendo por primera vez un secreto, una confidencia.

Secretos y confidencias en torno a Ford, a Hitchcock, a Wilder, a Mamoulian, a todo el resto de invitados a la mesa de Cukor y a los muchos otros que van subiendo al escenario en esta historia coral en la que, por supuesto, Luis Buñuel, hijo del surrealismo, del desconcierto, de la inconformidad, de la contradicción, se convierte en el centro, en el núcleo sobre el que ha de girar todo lo demás. Buñuel habló en sus memorias de tan selecto banquete y Manuel Hidalgo recurre a sus parcas palabras, a su análisis y evocación, para recrearlo, pero aderezándolo con los puntos de vista de otros de los que estuvieron allí y con su propia percepción, lo que enriquece el episodio y lo ensancha en múltiples direcciones.

Una estructura variada y simple a la vez, en la que el autor se siente cómodo y los lectores aprenden a moverse rápidamente. El escenario, la comida, las relaciones entre los comensales y la biografía vital y cinematográfica de cada uno de ellos, se van intercalando con las opiniones y los gustos de Buñuel y con el análisis pormenorizado de la trama y de los vaivenes del rodaje de “El discreto encanto de la burguesía”, con la que, poco después de aquel día inmortalizado, Buñuel ganó el Óscar a la mejor película extranjera, ceremonia a la que no asistió.

Secretos y confidencias en torno a Ford, a Hitchcock, a Wilder, a Mamoulian, a todo el resto de invitados a la mesa de Cukor y a los muchos otros que van subiendo al escenario en esta historia coral en la que, por supuesto, Luis Buñuel, hijo del surrealismo, del desconcierto, de la inconformidad, de la contradicción, se convierte en el centro, en el núcleo sobre el que ha de girar todo lo demás

He vuelto a ver esta película que tenía perdida en las brumas del recuerdo y no puedo desprenderme de la imagen de los seis burgueses avanzando por el camino apartado, ellos solos, perdidos, sin encontrar el sentido en medio de los sueños. He ido corriendo al videoclub de mi barrio, donde disponen de un magnífico fondo, y he vuelto a sumergirme en sus territorios de obsesión siguiendo las observaciones de Hidalgo. Debo confesar que ha sido una experiencia altamente estimulante ir captando los matices, los posibles significados, la estética, los destellos de genialidad de quien prefería no dar explicaciones limitadoras acerca de lo que hacía. Qué maravilla el soldado que cuenta su sueño al grupo de invitados a la mesa -está película está llena de mesas y de banquetes muy particulares- o ese otro personaje, también de uniforme, que se acerca a las tres mujeres que desean tomar algo en el café para preguntarles si han sido dichosas en su infancia, pregunta que le lleva a contarles la suya propia, tan trágica y fantasmal.

Recomiendo leer el libro, pero sacándole todo el partido, como una guía para volver a las fuentes, a las películas. Mientras recorría sus páginas, no dejó de acompañarme mentalmente una melodía, la voz de Luis Eduardo Aute: “cine, cine, cine, cine… más cine por favor… Que toda la vida es cine…” La vida, los sueños, el cine. ¡Qué triángulo perfecto!

Sí, Hidalgo va destripando la película, pero sin que ello disminuya un ápice el deseo de verla -para los que teman esto, lo mejor será que antepongan la sesión casera a la lectura-. ¿Qué unía a esos hombres sentados a la mesa? ¿Qué les distanciaba?, se va preguntando. Encuentra, por supuesto, el cine entre las afinidades, pero también el tiempo que les tocó vivir, tiempo de guerras y de “Caza de Brujas”, de persecución de diletantes, de creadores no dispuestos a pensar lo políticamente correcto. Halla entre los abismos que les separaban, sobre todo a Buñuel de los demás: sus ideas políticas, sus objetivos en la vida, y también, nuevamente, el cine, la manera en la que se ponían detrás de la cámara para retratar, de una u otra forma, la vida.

Manuel Hidalgo en la mítica Residencia de Estudiantes de Madrid. Por Nacho Goberna @ 2013

“El comunismo buñueliano dejaba espacio en su ideario a ingredientes anarquistas” (…) y tanto muchas de sus películas como sus declaraciones habían dejado patente su oposición a los poderes políticos y económicos imperantes y su repudio de la burguesía capitalista y de su moral. También era público y notorio su ateísmo, nutrido de bromas contra clérigos y signos religiosos, consideradas blasfemas. Y también su amor-odio a Estados Unidos. Los cineastas reunidos en casa de George Cukor no estaban habituados a tratar con personas con ese pensamiento”, cuenta Hidalgo.

Y habla también de la austeridad de Buñuel frente a los demás, a quienes apenas elogia en “Mi último suspiro”, su libro de memorias, en el que sí se manifiesta devoto de Fritz Lang, el gran ausente aquella jornada, a quien visitó días después para manifestarle que él era el culpable de su dedicación al cine. Hay muchos argumentos, muchos platos en este “Banquete” que atrapa con su estilo periodístico. Repaso los capítulos dedicados a los directores y me detengo en el de John Ford, que compartía con Buñuel su misoginia y que empleaba parte del dinero que ganaba en sus películas a la financiación del IRA; pero también en el de Hitchcock, “el enemigo de las rubias”, opuesto al aragonés en tantas cosas, aunque ambos fueran educados en los principios del catolicismo y ambos fueran unos fetichistas irremediables de los pies de las mujeres y unos maestros de lo sádico.

Me siento atraída por el de Robert Wise, tal vez porque no lo identificaba con películas de ciencia-ficción como “Ultimátum a la Tierra”, “La amenaza de Andrómeda” y el primer filme realizado a partir de la serie de televisión -la clásica de los años 60- “Star Trek”. Pero una a una, cada biografía ofrece detalles de interés y sirve para mirar a Buñuel a través de los demás, para detectar el lugar que ocupaban en su discurrir los placeres, los sueños y las carencias de quien fue un niño grande toda su vida, un inadaptado, un incansable viajero por las sendas de lo onírico.

Repaso los capítulos dedicados a los directores y me detengo en el de John Ford, que compartía con Buñuel su misoginia y que empleaba parte del dinero que ganaba en sus películas a la financiación del IRA; pero también en el de Hitchcock, “el enemigo de las rubias”

Pero no intenta ser “El banquete de los genios” un panegírico del autor de “Tristana”. Para nada. Aunque no sea su objetivo primordial, Hidalgo deja claras las contradicciones del genio, sus turbiedades: sus relaciones con las mujeres, de las que tan poco se sabe, aunque su compañera, Jeanne Rucar, no lo dejó nada bien parado en una biografía que escribió y donde traza el retrato de un machista, de un hombre tremendamente posesivo.

“Buñuel era muy mentiroso, ya lo decía Max Aub”, me comentaba Hidalgo el día que Nacho Goberna realizó sus fotografías en la Residencia de Estudiantes, indiscutible escenario buñueliano, que, por supuesto, aparece en el libro, ya que fue un centro cultural indispensable en la formación del realizador y de otras figuras célebres como García Lorca o Salvador Dalí. “Aunque la mayoría de las cosas que cuento ya las conocía, lo cierto es que fueron adquiriendo nueva luz en el trabajo de documentación, en la búsqueda de las fuentes”, añadía, citando la ayuda que le proporcionó un estudio académico reciente tan exhaustivo como “El ermitaño errante”, del profesor Fernando Gabriel Martín. “¿Qué hubiera pasado si Buñuel no se hubiera alejado tanto de Hollywood? es otra de las preguntas que se plantea, al tiempo que lamenta que no exista una biografía actualizada del director.

Confiesa el crítico que se ha divertido escribiendo este libro y se nota en la fluidez de su corriente. Son muchos los detalles, las escenas que se despliegan ante el lector. Son muchas, insisto, las bifurcaciones. No puedo dejar de mencionar, porque me ha interesado sobremanera y porque creo que marca el lado más profundo de la obra, el capítulo en el que se narra el nacimiento, a través de los jóvenes críticos y cineastas franceses reunidos en torno a la revista “Cahiers du Cinéma”, de un concepto clave y transformador en la historia del cine, el de la autoría. El momento en que se empezó a distinguir a los directores meramente técnicos de los que buscaban desplegar su visión del mundo en sus películas. Ahí, en esa categoría, Buñuel emerge en todo su esplendor.

Manuel Hidalgo en la mítica Residencia de Estudiantes de Madrid. Por Nacho Goberna @ 2013

“¿Es el cine superior a la vida?”, se preguntaba en el prólogo de la edición del guión de “La noche americana” François Truffaut, que adquiere protagonismo llegados a este punto. Hidalgo rescata la pregunta y dice que no existe respuesta. Humildemente, yo añadiría que el cine, como la ficción, puede salvarnos de los abismos de la vida en ocasiones.

Con el afán de resumir busco ideas entre mis anotaciones al hilo de la lectura. “Un libro lleno de preguntas, de sugerencias. Un libro sobre la pasión por el cine. Una lección de cine”, he escrito. Buñuel sigue siendo un misterio, una incógnita, un ser de sensibilidad y aristas diversas, llegado el instante de cerrar las páginas y ese me parece otro acierto. No se ha tratado de limitar, de encorsetar, al protagonista, sino de recorrer sus alrededores, de abrir signos de interrogación, animando a otros a seguir indagando.

Este “Banquete”, en fin, lo digo de nuevo, es una caja de sorpresas, mejor un juego de cajas, de muñecas rusas, engarzadas unas dentro de otras. Vamos abriéndolas y aparece la receta del “Dry Martini” a la manera de Buñuel, que llena una escena de “El discreto encanto de la burguesía”. Continuamos y aparecen multitud de grandes verdades y de pequeños detalles reveladores; por ejemplo, la relación del cineasta con el escultor Alexander Calder, tan famoso por sus móviles, o la ruptura con Dalí. Le seguimos por los restaurantes que frecuentaba, tantas veces en compañía de su amigo y biógrafo Jean-Claude Carrière, y sonreímos ante sus provocaciones, como la de la fotografía con peluca, enormes gafas y estatuilla en la mano, que se hizo tras ganar el Óscar…

Han sido muchos los momentos de disfrute con este libro que mi hijo de 12 años, ya un pequeño y avezado explorador de los paisajes del cine, me quitaba de las manos en cuanto podía. Lo leímos entre los dos, a distintas velocidades, con dos marcadores, y han sido muchas las conversaciones que ha suscitado entre nosotros. Un motivo más de complicidad, de divertimento.

Pero este artículo no estaría del todo acabado si no vuelvo al principio. “El banquete de los genios” me ha abierto, sobre todo, el apetito de volver a los clásicos del cine y me ha descubierto, entre muchas otras cosas, “Jennie”, una película de 1948, de William Dieterle, que Buñuel, tan especial, tan a contracorriente en cuanto a gustos, incluía entre sus favoritas. Una bellísima película sobre la vida, la muerte y todo lo que ignoramos, sobre la insignificancia de nuestros pobres conocimientos. Una historia de amor más allá del tiempo que tiene que ver con ese otro lado, el del enigma, el de lo inexplicable, que tanto gustaba al director aragonés. Ante todo esto, simplemente, gracias.

“El banquete de los genios” ha sido publicado por Península.

(Todas las fotografías fueron realizadas por Nacho Goberna en la Residencia de Estudiantes de Madrid).

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