Un tesoro llamado Yasunari Kawabata

Por Emma Rodríguez © 2013 / Volver a determinados libros, a determinados autores; recuperar el sonido de sus voces familiares, el pulso de sus corrientes, es como iniciar un reencuentro con nosotros mismos, con circunstancias, escenarios, momentos detenidos en el pasado. Puedo rememorar, si hago un pequeño ejercicio de memoria, los lugares donde he ido leyendo muchas de las novelas, de los relatos, de Yasunari Kawabata (Osaka, 1899). Al bajar los libros de la estantería y repasar sus portadas recupero de algún modo los estados de ánimo, los vaivenes existenciales, que me han acompañado mientras me he ido sumergiendo -ya va un largo trecho- en las vidas de sus personajes. Decir que es uno de mis autores favoritos es poco. Kawabata ocupa un lugar muy especial, es un auténtico tesoro para mí, un espacio de sosiego, de contemplación, de detenimiento, pero también una puerta abierta a la perplejidad, a la fascinación, al deslumbramiento, al perturbador aliento de lo más secreto.

El gran monte silencioso en primavera. El hermano Fujiyama, Fujisan, como muchos lo llaman en Japón. Vista tomada desde el cercano Hakone - Nacho Goberna © 2004
El gran monte silencioso en primavera. El hermano Fujiyama, Fujisan, como muchos lo llaman en Japón. Vista tomada desde el cercano Hakone – Nacho Goberna © 2004

Puedo andar metida en otros universos narrativos igualmente atractivos y enriquecedores; puedo estar entretenida en otros viajes, atenta a las realidades y las fantasías más diversas, pero Kawabata siempre está ahí, al fondo de mi mirada, y, curiosamente, suele regresar sin previo aviso: a través de una conversación que me devuelve a sus atmósferas; a través de un paisaje que me remite a los suyos; a través de una nueva publicación, que llama mi atención de inmediato, aunque no esté necesariamente en las primeras filas de las mesas de novedades. Así sucedió, y no exagero, el pasado 23 de Abril por la tarde, en la tentadora librería Antonio Machado de Madrid, donde no pude disimular mi alegría al encontrarme con “Kioto”, el último título del autor japonés que acaba de lanzar en nuestro país la editorial Emecé, sello que lleva algún tiempo recuperando gran parte de su obra y al que debemos que Kawabata siga vivo para los lectores en castellano.

¿Es casual que se produzcan encuentros así? ¿Es casual que un día cualquiera un libro decida venir a nuestras manos? ¿Es casual que abramos unas páginas y no otras? Todas estas preguntas me las he hecho estas últimas semanas, inmersa ya en el tiempo de “Kioto”. Todas esas preguntas se hicieron más claras una tarde que, llevada del ritmo de la novela, de sus espacios abiertos, del contorno de sus montañas, de la placidez de sus templos, sentí necesidad de silencio y me fui a pasear por las veredas en sombra del parque del Retiro. Entonces supe cuán lejos había estado de los árboles, de la primavera; cuántos ruidos, cuántas informaciones dispares, cuántos desasosiegos, cuántos desacordes propios de esta época que vivimos, había permitido que me alejaran de mi centro, de esa diminuta isla rodeada de presentes que somos y que nos define. Kawabata, una vez más, había venido a rescatarme, a susurrarme al oído que no dejara de mirar hacia arriba porque me iba a perder la renovación de las flores; que no dejara de escucharme por dentro porque los avisos y las verdades iban a pasar de largo.

Geishas - Kioto - Barrio de Gion - Nacho Goberna © 2004
Geishas – Kioto – Barrio de Gion – Nacho Goberna © 2004

Pertenezco a esa clase de personas que cree en las señales dispersas en el camino y que con el tiempo va aprendiendo a dejar que el azar fluya, que haga su trabajo, que vaya colocando las piezas en el lugar que les corresponde. Por eso convertí el descubrimiento de “Kioto” en un motivo de celebración. Por eso agradecí que las preguntas y sus consiguiente reflexiones vinieran hacia mí cual pájaros de colores. Pero no me  voy a detener en este preludio cuando lo que quiero es compartir el placer de ir abriendo poco a poco este pequeño-gran cofre del tesoro cuyo mapa me mostró por primera vez Gabriel García Márquez.

Quiso, sí, el azar, que llegara a mí un artículo en el que le preguntaban al  Nobel colombiano qué libro le hubiera gustado escribir . “La casa de las bellas durmientes”, de Yasunari Kawabata, respondió. Hasta entonces no había escuchado el nombre de ese escritor que también había sido agraciado con el Nobel en 1968. La sugerencia del título de la obra, unida al origen de la recomendación, me hizo buscarla, leerla y quedarme absolutamente fascinada. Se trata de la entrega más atrevida, más políticamente incorrecta del autor japonés, quien afronta el tema de la soledad, de la vejez, de la incomunicación y del deseo en una intensa historia cargada de erotismo. La historia de un hombre que, ya en la última etapa de su vida, quiere seguir disfrutando de la belleza y acude a una posada donde se le ofrece la posibilidad de contemplar -solamente contemplar- el sueño de hermosas vírgenes desnudas. Una situación que le lleva a caer en un estado de voluptuosa ensoñación, a evocar a todas las mujeres de su vida y a seguir practicando el juego de los sentidos antes de caer en el abrazo final de la muerte.

A los que aún no se hayan acercado a Kawabata, tal vez por mi propio trayecto, les recomiendo adentrarse en su universo a través de esta narración que embrujó hasta tal punto a García Márquez que en dos ocasiones le ha rendido homenaje: en “El avión de la bella durmiente”, un relato incluído en “Doce cuentos peregrinos”, una pieza encantadora en la que un viajero tiene por compañera de avión a la mujer más hermosa que haya visto nunca, pero debe contentarse con observarla dormir a su lado, y en la novela “Memoria de mis putas tristes”, donde, siguiendo el rastro del autor japonés, indaga en la pervivencia, en la transformación, de los deseos.

«La casa de las bellas durmientes» es la entrega más atrevida, más políticamente incorrecta del autor japonés, quien afronta el tema de la soledad, de la vejez, de la incomunicación y del deseo en una intensa historia cargada de erotismo

Si el comienzo les convence les animo a seguir con “Lo bello y lo triste” y “País de nieve”, dos seductoras y bellísimas historias en las que el autor cultiva una de sus constantes, la búsqueda de pasiones del pasado que le dan pie para profundizar en asuntos como la venganza, el rencor o el desamor. La primera tiene de fondo el tañido profundo de las enormes campanas de los templos budistas; la segunda está ambientada en una estación termal en la que las geishas aguardan a los viajeros. Ambas encuentran un magnífico complemento en otros títulos como “Mil grullas”, una explosión de sutilezas y de sensualidad, o “Primera nieve en el monte Fuji”, un conjunto de cuentos del que destaco el que le da título, la historia de una pareja a la que la guerra separó y que tras reencontrarse decide emprender un viaje -hay muchos trenes y vagones en la literatura de Kawabata- para recordar su historia de amor y reconciliarse con sus vidas.

Geishas - Kioto - Barrio de Gion - Nacho Goberna © 2004
Geishas – Kioto – Barrio de Gion – Nacho Goberna © 2004

Sin embargo, había empezado hablando de “Kioto”, mi última lectura de Kawabata, y antes de continuar debo hacer una advertencia: absténganse de leerla quienes amen la acción por encima de todo; quienes suelan abandonar el cine cuando la película es demasiado lenta; quienes consideren cursi hablar de las flores. Hay maravillosas novelas de aventuras, pero ésta no es una de ellas. O mejor dicho: aquí la aventura se desarrolla de puertas adentro. Y si esto es algo propio del autor, aquí se intensifica aún más. El argumento en esta ocasión parece muy simple, pero la complejidad late de fondo, en esa parte oculta, subterránea, de las emociones y las vivencias que van desvelando los protagonistas. Así, la mirada fresca ante el mundo de la jovencísima Chieko, que fue abandonada de niña y empieza a descubrir sus orígenes, al tiempo que es consciente de la atracción que ejerce en los jóvenes de su entorno, contrasta con la de su padre, Takichiro Sada, un diseñador de kimonos que empieza a percibir el desasosiego ante la vida que se le escapa sin haber cumplido del todo sus anhelos. De nuevo juventud y vejez frente a frente; comienzo y final, descubrimiento y memoria.

En “Kioto” vuelvo a encontrar, renovado ante mis ojos, todo lo que me gusta de Kawabata. Aquí está su permanente búsqueda de equilibrio entre la modernidad y la tradición, acentuada en una narración que transcurre en una ciudad milenaria en la que los santuarios, los espacios y rituales de recogimiento, han de convivir con la realidad del tráfico urbano y del turismo. Aquí está su maestría para captar los detalles más sutiles, los gestos más mínimos, ya sea la textura de un tejido o los matices de un color; el rubor de unas mejillas o el roce de un copo de nieve. Aquí está su capacidad -por otra parte, tan propia de la literatura japonesa- para referirse a los estados del alma y a los sentimientos, en consonancia con las cosas de la naturaleza. Una naturaleza con la que sus personajes saben dialogar, conscientes de su esplendor y también del poder que ejerce sobre ellos.

Aquí está la permanente búsqueda de equilibrio entre la modernidad y la tradición, acentuada en una narración que transcurre en una ciudad milenaria en la que los santuarios, los espacios y rituales de recogimiento, han de convivir con la realidad del tráfico urbano y del turismo.

Kawabata habla de las fiestas y rituales que se repiten una y otra vez, del estimulante ciclo de las estaciones, de los paisajes que permanecen y que han de ser admirados por distintas generaciones, ajenos al deterioro, eternos en su grandiosidad. Chieko cría grillos campana en un tarro, que nacen, cantan, ponen huevos y mueren dentro de ese recipiente “oscuro y atestado”, mientras recuerda una antigua y mágica leyenda china en la que “había un palacio dentro de un tarro colmado de vino y manjares de la tierra y el mar”. Un palacio “aislado del mundo ordinario, un reino aparte, un lugar encantado”.

Hay muchas referencias artísticas en esta novela de tejedores y telares, absolutamente plástica, en la que se alude a dibujantes tradicionales japoneses, pero también a artistas occidentales como Paul Klee, Matisse y Chagall, en los que el viejo diseñador busca inspiración para sus obis. El propio Kawabata se muestra una vez más como un pintor que en vez de pinceles dibuja con las palabras, eligiendo sus tonalidades, construyendo auténticos haikus que se engarzan en el discurrir de la narración, a modo de destellos.

Templo situado en las montañas cercanas a Fukuoka, sur de Japón - Nacho Goberna © 2004
Templo situado en las montañas cercanas a Fukuoka, sur de Japón – Nacho Goberna © 2004

Si hay un verbo que se repite una y otra vez en esta entrega es “conmover”. “A veces la conmovía la vida de las violetas que crecían en el árbol. Otras veces su soledad le tocaba el corazón”, retrata la voz narradora los sentimientos de Chieko, quien en otro momento pregunta: “Madre, ¿qué acontecimientos de tu vida conmovieron por completo tu corazón? Hay lugar para la melancolía en esta novela, pero también para la alegría y para la felicidad, sensaciones tan perceptibles que nos alcanzan como la cálida caricia de un rayo de sol en invierno. Y eso a pesar de que profundiza en el sentimiento de orfandad de Chieko, la niña abandonada que, casi como un milagro, se encuentra a una hermana cuya existencia desconocía. Kawabata la hace disfrutar de la dicha, del cariño de sus padres adoptivos y de una inesperada sorpresa que el destino le depara; tal vez regalando a su personaje, a través de la ficción, lo que hubiera deseado para él mismo.

Tras el devenir de Chieko, agazapada, se refleja la propia experiencia vital de Yasunari Kawabata, quien a partir de los tres años asistió a las muertes sucesivas de sus padres, su abuela y su hermana, quedándose a vivir con su abuelo ciego hasta los 15, edad a partir de la cual hubo de seguir adelante en soledad. Hay un relato incluído en el volumen “Historias en la palma de la mano”, que lleva por título “Lugar soleado” que resulta esencial para acercarse al escritor y para seguirlo irremediablemente. “Tras la muerte de mis padres, viví solo con mi abuelo durante casi diez años en una casa en el campo. Mi abuelo era ciego. Años y años se sentó en la misma habitación ante un brasero de carbón, en el mismo rincón, vuelto hacia el este. Cada tanto volvía la cabeza hacia el sur, pero nunca al norte. Una vez que me di cuenta de este hábito suyo de volver la cara sólo en una dirección, me sentí profundamente perturbado. A veces me sentaba durante un rato largo frente a él observando su rostro, preguntándome si se volvería hacia el norte al menos una vez. Pero mi abuelo volvía la cabeza hacia la derecha cada cinco minutos como una muñeca mecánica, fijando la vista sólo en el sur. Eso me provocaba malestar. Me parecía misterioso. Al sur había lugares soleados, y me pregunté si, aun siendo ciego, podría percibir esa dirección como algo un poco más luminoso”.

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Tras el devenir de Chieko, agazapada, se refleja la propia experiencia vital de Yasunari Kawabata, quien a partir de los tres años asistió a las muertes sucesivas de sus padres, su abuela y su hermana, quedándose a vivir con su abuelo ciego hasta los 15, edad a partir de la cual hubo de seguir adelante en soledad

Abro cada uno de los libros de Kawabata y acuden a mí pensamientos, ráfagas de emoción perdurables. Es un vasto territorio el suyo, agitado o “suave como un sueño”. Un territorio para la contemplación de los cerezos en flor, de los arces, de los cedros, de las flores de loto… Un territorio que puede tocarse, olerse, oírse. Un lugar para seguir aprendiendo a conocernos en nuestras noblezas y perversidades, como toda gran literatura, y para elevarnos a través de los sentidos.

“Las obras de Kawabata unen la delicadeza con el vigor, la elegancia con la conciencia de lo más bajo de la naturaleza humana; su claridad encierra una insondable nobleza. Son modernas aunque directamente inspiradas en la filosofía solitaria de los monjes del Japón medieval”, dejó dicho Yukio Mishima, quien fuera su admirador discípulo, y a quien siguió, cómplice, en su viaje voluntario hacia la muerte (Kawabata se suicidó a los 72 años sin dejar notas explicativas, tal vez porque ya había vislumbrado el vacío extremo de la vejez).

Tokio - Jardines del Palacio Real - Nacho Goberna © 2004
Tokio – Jardines del Palacio Real – Nacho Goberna © 2004

[“Kioto” ha sido publicado por Emecé, traducido por Mirta Rosenberg y con prólogo de Silvio Mattoni. En este recorrido hablo de otros libros del autor: “La casa de las bellas durmientes”; “Lo bello y lo triste”; “País de nieve”, “Mil grullas” y el volumen de cuentos “Historias en la palma de la mano”, también editados en el mismo sello. “Primera nieve en el monte Fuji”, otro conjunto de cuentos, ha sido publicado por Belacqua en su colección “La otra orilla”].

Todas las fotografías de este artículo, realizadas en el barrio de Gion en Kioto, en el monte Fuji observado desde Hakone, en los jardines del palacio real de Tokio y en las montañas cercanas a Fukuoka, fueron realizadas por Nacho Goberna en la primavera de 2004.

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