Confieso mi adicción a Alice Munro

8 meses después de la publicación de este artículo en Lecturas Sumergidas, en febrero del 2013, Alice Munro obtuvo el Premio Nobel de Literatura (Octubre 2013)

Por Emma Rodríguez © 2013 / «La misma palabra “placer”, había cambiado para mí; solía pensar en ella como una palabra suave que describía una autoindulgencia más bien discreta; de pronto parecía explosiva, con las tres letras de la primera sílaba saliendo a presión como fuegos artificiales y terminando en la meseta de la última sílaba, su ronroneo soñador”. Lo escribe Alice Munro en La vida de las mujeres y yo leo, releo, subrayo la frase, pienso y no dejo de sorprenderme, de sentir una especie de deslumbramiento feliz ante sus logros, alcances, búsquedas y ahondamientos.

Lectura – Fotografía de Nacho Goberna © 2012

Me gusta su estilo reflexivo, la conjunción entre la descripción de lo que pasa por fuera y lo que está sucediendo dentro de los personajes, el paralelismo entre los valles y abismos de las geografías descritas y los ascensos y descensos de las emociones, de los estados del alma. Confieso mi adicción a la literatura de Alice Munro, pese a haberla descubierto recientemente. Llevo dos veranos viajando en tren con sus libros en el regazo, la mirada perdida en los paisajes mientras los relatos de las vidas que narra enriquecen la mía. Llevo dos veranos con las páginas de sus libros salpicadas de arena, absorta al nadar en historias que me atrapan por su dureza, que me siguen hiriendo pese a la suavidad de las olas. Llevo dos veranos recreando imágenes, pensamientos que llegan a resultar desconcertantes, retorcidos, por la capacidad de quien es capaz de hilar lo más dulce con lo más amargo, lo bello con lo detestable, lo inocente con lo perverso. “Mi necesidad de amor había pasado a la clandestinidad, como un dolor de muelas taimado”, marco la idea, la asociación, con lápiz de color rojo. Me imagino a Alice Munro envuelta en silencios. No sé por qué siempre la introduzco dentro de un cuadro de Edward Hopper, sentada en una mecedora frente a un paisaje árido. Deformación de periodista, me he sorprendido más de una vez pensando en qué preguntas le haría si tuviese la oportunidad de entrevistarla. De qué hablaría con esta mujer con fama de esquiva, tan celosa de su intimidad como abierta a la hora de apresarla creativamente. ¿Hasta qué punto se sintió una niña extraña; de qué manera descubrió su capacidad para reinventar el mundo con el arte de las palabras; cuándo se dio cuenta de que la vida de los sueños puede ser más más intensa, más auténtica, que la marcada por el calendario de lo real? Muchas de las respuestas las he encontrado en La vida de las mujeres, una novela hecha de retazos de la memoria que recientemente acaba de publicar en nuestro país la editorial Lumen. Una suerte de honda biografía en la que se rastrean datos de la vida de la escritora: sus orígenes familiares, su educación… , pero en la que brilla sobre todo el transcurrir de lo que pasa por dentro.

Llevo dos veranos recreando imágenes, pensamientos que llegan a resultar desconcertantes, retorcidos, por la capacidad de quien es capaz de hilar lo más dulce con lo más amargo, lo bello con lo detestable, lo inocente con lo perverso

Munro se detiene allí donde se fraguan los deseos, las inquietudes, los miedos; en ese recodo de la iniciación al sexo, de los primeros descubrimientos y decepciones. Palpa el momento justo en el que se deciden los destinos, en el que el rumbo de una vida puede seguir el camino aparentemente trazado o torcerse en una dirección inesperada. “¿Qué era una vida normal”, reflexiona la narradora, reacia a seguir los esquemas, los estereotipos, establecidos para las mujeres de su época.

Nacida en 1931 en una población pobre y agraria de Ontario, la escritora habla de la niña que fue, con sus carencias, con sus complejos, con sus mentiras, y de la joven que se sentía diferente y que supo muy pronto que tenía un don especial para contar el mundo que conocía, el mundo de la gente de Jubilee -inolvidable ya dentro de los grandes territorios de la literatura- esa gente sencilla, humilde y tan aparentemente anodina como sorprendente cuando se logra acceder a sus desgarros, a la esencia insólita, secreta, condensada en toda existencia.

Llegó un momento en el que todos los libros de la biblioteca del ayuntamiento no fueron suficientes para mí; necesitaba tener libros propios. Comprendí que lo único que podía hacer con mi vida era escribir una novela (…) Nadie sabía nada de esa novela. No tenía necesidad de hablar de ella con nadie. Escribía un fragmento y lo guardaba, pero no tardé en comprender que era un error poner algo por escrito; lo que escribía podía carecer de la belleza y la integridad de la novela que tenía en la cabeza (…) La llevaba -la idea de la novela- a todas partes conmigo, como una de esas cajas mágicas que un personaje afortunado recibe en un cuento de hadas: la toca y sus problemas desaparecen”, relata la autora. Pocas respuestas -me pongo a pensar-, pocas explicaciones tan lúcidas acerca de la necesidad de narrar, del instante prodigioso en el que alguien decide jugar a armar el puzle de la vida aunando las piezas de lo sabido y lo intuido, de lo andado y lo soñado, de la experiencia y la imaginación.

Las imágenes, las situaciones que recrea Alice Munro, se pegan a la piel, su sonido, su olor, las sensaciones que provoca, tardan tiempo en abandonarnos. De La vida de las mujeres conservo, entre otras, la escena asfixiante de la pareja en el río: él incitándola a bautizarse en sus aguas, llevando la broma inicial hasta tal punto que poco falta para que se torne en tragedia, en pesadilla-; ella olvidándose de tener miedo, firme en su convicción de que nadie puede tener el poder de doblegar su voluntad, su libertad irreductible. Todo contado desde dentro, desde ese lugar al que difícilmente se llega a penetrar.

Munro logra derribar el muro que separa a cada ser de los otros, muestra a sus personajes desnudos, reflejados en el espejo de sus miedos, capaces de las acciones más aterradoras, esas que se esconden en lo más profundo de la conciencia, en el lado en el que habitan los monstruos. Así, de Demasiada felicidad, su último libro de relatos, dado a la imprenta después de haber anunciado su retirada, me he quedado con el asombro, el escalofrío, la angustia, la pena ante lo solos y miserables que podemos llegar a sentirnos los seres humanos. Nadie ha dicho que la vida sea suave, nadie ha dicho que sea fácil. Los relatos de Munro, ásperos, durísimos, lo reflejan, pero estimulan también a buscar esas ráfagas de luz, de consuelo, que encontramos en la ceremonia de la comprensión, de la empatía.

Emma Rodriguez con Alice Munro – Fotografía de Nacho Goberna © 2012

Munro logra derribar el muro que separa a cada ser de los otros, muestra a sus personajes desnudos, reflejados en el espejo de sus miedos, capaces de las acciones más aterradoras, esas que se esconden en lo más profundo de la conciencia, en el lado en el que habitan los monstruos.

No sale indemne quien se adentra por los senderos de Alice Munro. Sus personajes, sus historias, sí, se pegan a la piel y es difícil quitarse de encima el sabor agridulce que dejan. Tal vez sea eso lo que caracteriza a la gran literatura, la intensidad, la fuerza con la que se quedan y pasan a formar parte de la cotidianidad de cada cual, hasta el punto de que en un momento dado nos sorprendemos asociando episodios de nuestro discurrir, reflexiones, con las que alguna vez atisbamos en las páginas de ese relato que nos conmovió, nos sorprendió, nos reveló algún misterio sobre nosotros mismos.

[La  vida de las mujeres, traducido por Aurora Echevarría, y Demasiada felicidad, traducido por Flora Casas, han sido publicados por la editorial Lumen, que muy pronto lanzará un nuevo volumen de relatos de la escritora, Mi vida querida.]

La primera fotografía y la última, de este artículo fueron tomadas por Nacho Goberna.

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