El Transiberiano: en movimiento con Gógol, Chéjov, Tolstói…

Por Pablo Matilla © 2017 / Todo viaje tiene sus motivos. Habrá quienes busquen la evasión, vivir grandes aventuras, conocer el mundo… En mi caso, quise viajar a Rusia y atravesar 10.000 kilómetros a lo largo de la ruta transiberiana, entre Moscú y Vladivostok, para satisfacer la curiosidad de la literatura. El Transiberiano ha sido para mí un viaje esencialmente literario. Con los libros se inició mi interés por Rusia (con un fragmento muy concreto que comentaré más adelante) y con los libros tomó cuerpo la idea del viaje a lo largo de años de lecturas.

Siendo un poco más concretos, con este viaje quería pensar sobre una cuestión en concreto: quería saber cuál de los grandes autores rusos había conseguido llegar a describir mejor su extenso país. La Rusia actual, ¿es chejoviana, tolstoiana o gogoliana? ¿De Dostoyievski, o de Bulgákov? Soy consciente de lo inalcanzable de una respuesta satisfactoria, precisamente por lo absurdo de la pregunta misma. Pero, como guía para la mirada del viajero y como estructura del trayecto, me parecía un punto de vista estimulante.

La Taiga Rusa – Fotografía por Pablo Matilla

Antes del viaje

Hacía mucho tiempo que me gustaba la literatura rusa y que disfrutaba de sus novelas, pero fue al ir adentrándome en las páginas de Guerra y paz cuando comencé a plantearme viajar a Rusia. En cierto modo, la lectura de esta novela es en sí un viaje. Recuerdo querer leerla muy despacio para poder alargar cada capítulo y no llegar a terminarla nunca. Tal vez, pensé, ir a Rusia sea una manera de continuar dentro del mundo de Guerra y paz y comprobar las opiniones de Tolstói acerca de su país. Por ejemplo, su constatación de que el ruso goza de esa seguridad tan peculiar porque no sabe nada ni quiere saberlo, y porque no cree que se pueda llegar a saber algo por completo.

¿Cómo serán Rusia y los rusos? ¿Tendrá razón Tolstói? ¿Será su descripción justa? La curiosidad fue creciendo en mí a medida que avanzaba en la lectura. Y hay otro fragmento que aumentó mis deseos de viajar. En él se narra la visita de Natasha, una jovencita de clase alta, a la casa de campo de su tío, mucho más rústica de lo que ella estaba acostumbrada. En un momento dado, el tío empieza a tocar la guitarra, y leemos:

A ver, sobrina– dijo [el tío], invitando a Natasha con la mano que había arrancado el último acorde.

Natasha se quitó el chal que llevaba encima, dio unos pasos adelantando al tío y, con las manos en la cintura, movió rítmicamente los hombros y se detuvo frente a él.

León Tolstói

¿Dónde, cómo y cuándo esa condesita educada por una institutriz francesa emigrada había absorbido del aire ruso que respiraba ese espíritu, esos gestos que el pas de châle tenía que haber desplazado hacía mucho tiempo? Pero el espíritu y los gestos eran auténticamente rusos, inimitables, que no se estudian, eran lo que el tío esperaba de ella. Cuando Natasha se detuvo, sonriendo triunfante, con orgullosa y pícara alegría, desapareció el primer sentimiento que se había apoderado de Nikolái y de todos los presentes, el miedo a que no saliera airosa. Ahora la admiraban entusiasmados.

Hizo lo debido y con tanta exactitud, tan al completo que Anisia Fiódorovna, quien en seguida le había tendido el pañuelo necesario para aquella danza, reía hasta llorar al ver cómo la joven condesa, delicada, graciosa, tan ajena a ella, educada entre sedas y terciopelos, supo entender cuanto había en Anisia, en el padre de Anisia, en su tío, en su madre y en todo ruso…

¿Sería Rusia así? No sabría decir exactamente por qué, pero en la actitud de Natasha encontré algo que me resultó familiar y próximo. ¿Estaría confundiendo la genialidad de Tolstói para describir algo universal, con una percepción subjetiva que quiere reducirlo a lo que yo quiero ver? Tal vez, pero digamos que fue aquí, precisamente en este fragmento, donde me convencí de que yo iba, algún día, a visitar Rusia. Los primeros brotes de la curiosidad habían florecido.

Unos meses después, por casualidad, fui a dar con un texto de Miguel de Unamuno donde hablaba de Rusia. En una carta dirigida a Ángel Ganivet, escribió lo siguiente: Me interesa mucho en Rusia todo lo ruso, todo lo tradicional, lo menos cosmopolita. Yo siempre estuve convencido de que existen analogías indudables entre los caracteres español y ruso: la misma actitud hacia la vida, la religiosidad de las masas y los impulsos místicos de los elegidos. Incluso la doctrina de León Tolstoi nos es mucho más cercana que a Francia o Italia , países latinizados y demasiado paganos”.

Más allá de la mención a España, señala aquí Unamuno una contradicción intrínseca del carácter ruso que bien podría explicar la fascinación que ejerce en tantas personas. Encontramos, de hecho, esta contradicción expresada por Tolstói con insuperable claridad en Guerra y paz:

“Era víctima [Pierre] de esa desdichada capacidad de muchas personas, tan frecuente en los rusos, de ver y creer en la posibilidad del bien y de la verdad y de ver con demasiada claridad el mal y la mentira de la vida para poder tomarla en serio”.

De modo que cuando tomé el avión hacia Moscú iba cargado de cientos de preguntas que había ido recolectando en los libros, dispuesto a que el viaje las respondiera de esa manera indirecta, sorpresiva e inusual en la que la realidad y la vida se cruzan y se ocupan de añadir algo de luz a nuestras dudas. Así entiendo yo la aventura, una búsqueda atenta de las respuestas que, sin duda, se nos van abriendo por el camino.

El inicio: Moscú

Lo que destaca de este viaje por encima de todo es la gente. Tantas horas de tren y noches en hostales de todo tipo dan para mucho, y nunca antes había hablado con tantas personas locales en ninguno de mis viajes anteriores.

Cuando uno emprende un viaje sabe que, de algún modo, saldrá de él cambiado. Aún no sabe qué forma adoptará el cambio, e incluso puede tardar mucho tiempo en descubrirlo, pero la única certidumbre es que, cuando vuelve, el viajero ya es otro. Por eso iniciamos cada viaje con una mezcla de inquietud y alegría: nos despedimos de algo que está en nosotros para recibir algo nuevo que, esperamos, nos enriquezca. En ese estado mental llegamos nosotros a Moscú..

Fotografía por Pablo Matilla

Durante nuestros primeros días en la ciudad mi amigo y yo dormimos en un hostal barato cerca de los Estanques del Patriarca (lugar donde se inicia la novela El Maestro y Margarita), un sótano húmedo lleno de personajes peculiares: estaba el cojo que comía sandía lánguidamente en la cocina, con la pierna escayolada extendida sobre el banco; el calmuco gracioso que siempre trataba de ligar con la recepcionista; la bielorrusa, rubia y blanquísima, que nos dijo que con nuestras barbas parecíamos chechenos… Todos ellos eran habitantes de larga duración del hostal. Vivían allí, ya se conocían y, como es evidente, la presencia de dos españoles les resultaba llamativa y puede que un poco absurda.

Todo contribuía para que aquel pequeño sótano pareciese una dimensión paralela, apartada de la realidad. Nos sentíamos como en una obra de teatro de Bulgákov. El silencio reinaba por doquier, las personas murmuraban más que hablaban y pasaban la oscuridad de la noche sorbiendo té. Uno de estos personajes teatrales (pero real, muy real) era un hombre mayor, solitario y muy delgado, al que cariñosamente llamábamos Tarkovski, en alusión al cineasta ruso Andréi Tarkovski, cuyo cine se caracteriza por la pausa y el silencio.

El cineasta ruso Andréi Tarkovski

Mientras nosotros preparábamos una suculenta y tardía cena a la española, Tarkovski sorbía té a nuestro lado. Con nuestras mínimas nociones de ruso comenzamos a hablar con él, le explicamos cuatro cosas mal dichas sobre nosotros. Habíamos comprado en el Gastranom (ultramarinos ruso) un poco de sala (grasa de cerdo cruda, que, cortada en lonchas finas, con un poco de sal y un trago de vodka es deliciosa), y le ofrecimos un poco al bueno de Tarkovski.

Él se rió, como diciendo: «Sala a las diez de la noche, están locos…», pero se embarcó en una larga explicación sobre la elaboración del sala, todo en ruso y apoyado en profusos gestos. Por supuesto, apenas entendimos nada. Luego continuó explicando que provenía de Ufá, donde había, según interpreté, unas estaciones de radio y un gran estadio de fútbol, que describió con todo lujo de detalles incomprensibles.

Al principio le dijimos varias veces: «Ya ni pañimayu» (No comprendo). Pero luego dejamos que Tarkovski hablara. Aquel pobre hombre despertaba ternura y lástima, parecía que la soledad comenzaba a ganarle. Yo le decía da, kanieshna (por supuesto) o niet según la expresión de su cara, con la esperanza de guiarlo hacia el bálsamo del pasado, hacia el recuerdo de algún tiempo mejor. A veces reía, otras veces se frustraba porque el niet que yo había dicho no era adecuado, y entonces volvía a empezar la explicación. Finalmente le dejamos allí, con su humeante taza de té entre las manos.

Recuerdo a Tarkovski como una figura quijotesca, con sus brazos de vid y su extrema soledad. De algún modo, a su manera trágica y socarrona, aquella persona era una figura imaginada por Bulgákov. Si solo hubiera visitado Moscú, tal vez habría pensado que el escritor que había conseguido atrapar la esencia del «alma rusa» había sido sin duda Mijaíl Bulgákov. Pero el viaje no había hecho más que empezar.

La Estepa Rusa – Fotografía por Pablo Matilla

La senda de los clásicos: historias de ayer y de hoy

Después de unos días en Moscú empezó para nosotros el viaje de verdad: tomamos el primer tren para comenzar a adentrarnos en la inmensidad de Rusia. La empresa no era pequeña, teníamos por delante 10.000 kilómetros. Durante los primeros momentos en el tren recordé un fragmento de Guerra y paz, que habla de la motivación necesaria para recorrer grandes distancias:

Cuando el hombre se mueve, siempre busca el objetivo de ese movimiento. Para recorrer mil kilómetros debe creer que hay algo bueno después de ese recorrido, y necesita el señuelo de una tierra prometida para tener fuerzas y poder moverse. Durante la invasión francesa la tierra prometida para aquellos hombres era Moscú, y durante su retirada la propia patria. Pero la patria estaba demasiado lejos, y para un hombre que recorre mil kilómetros es del todo necesario que pueda decirse, olvidando la meta final: «Hoy cubriré cuarenta kilómetros, llegaré a un lugar donde pueda descansar y pasar la noche«. Y entonces, al principio, ese lugar de descanso suplanta al objetivo final y concentra en sí todos los deseos y esperanzas. Esa aspiración, que se manifiesta en cada hombre por separado, aumenta cuando se trata de una multitud.

Igual que los hombres mencionados en el texto, viajar en el Transiberiano es estar siempre en movimiento, siempre con la cabeza en el próximo objetivo. El impulso para seguir se construye con el deseo de alcanzar la meta final: Vladivostok. Pero primero viene Moscú, Kazán, Ekaterimburgo, Krasnoyarsk, Irkutsk y Ulán-Udé. En muchas ocasiones, el único objetivo es «encontrar un lugar donde descansar y pasar la noche», y a la mañana siguiente otras 30 horas de tren. En mi caso, mientras iba comiendo kilómetros de bosque, me preguntaba: ¿de lo que he visto, de lo que estoy viendo de Rusia, quién lo describió mejor, Chéjov, Tolstói, Gógol o Dostoyevski?

Bosque en Rusia. Fotografía por Pablo Matilla

Buscando respuestas, tratando de encontrar escenas reales que me dieran argumentos en favor de un escritor u otro, me sorprendió mucho, por ejemplo, la actitud hierática de los rusos, esa pétrea seriedad, la ausencia de sonrisas de cortesía y lo brusco de sus respuestas. Chéjov da una descripción muy apropiada en su cuento La bruja: “Su hermoso rostro de nariz respingona y hoyuelos en las mejillas no exteriorizaba nada, ni deseos ni pesares ni alegrías y se mostraba igual de inexpresivo que una amena fuente sin chorro de agua”.

Esto es literalmente así en la mayoría de los casos. Pero Gógol, en Almas muertas, también nos da una descripción genial del rostro ruso: “Sobakévich seguía escuchando como antes, inclinada la cabeza, sin que en su rostro aflorara nada que por lo menos tuviera alguna leve semejanza con una expresión. Parecía como si aquel careciese de alma o que, teniéndola, no ocupara el lugar que le correspondía, sino que, como la del inmortal brujo del bosque, se hallara en algún lugar al otro lado de las montañas, encerrada en una cáscara tan gruesa que cuanto se removía en su fondo, fuese lo que fuese, no producía ni la más pequeña conmoción en la superficie”.

El escritor ruso Nikolai Gogol

Dejando a un lado el tema de la seriedad, encontramos también aquí la característica comparación de Gógol, tan propia de su estilo, porque toma vida propia, se extiende en un escenario, tiene incluso personajes y, en fin, se convierte en una entidad propia, más allá de la historia principal. A través de la comparación viajamos fuera de la escena original hacia otro instante independiente. Pero enseguida volvemos a retomar la historia, con lo que estos pequeños incisos se quedan en la memoria como fogonazos de otra vida simultánea, que nos acerca a la multiplicidad del presente.

Tenemos uno de los mejores ejemplos de este estilo comparativo en el inicio de Almas muertas:

Al entrar en la sala, Chíchikov se vio obligado a entornar los ojos un instante a causa del tremendo resplandor de las bujías, de las lámparas, y de los vestidos de las damas. Todo se hallaba bañado en luz. Los fraques negros aparecían y desaparecían, pasaban raudos, solos y en grupos, acá y acullá, cual moscas que revolotean sobre el níveo pilón de azúcar en los tórridos días de julio cuando la vieja ama de llaves lo parte en centelleantes trozos ante la ventana abierta; los niños todos, apiñados a su alrededor, miran y siguen con curiosidad los movimientos de las duras manos que levantan el martillo, mientras que los aéreos escuadrones de moscas, levantados por una suave aura, entran audazmente cual dueños de todo y, aprovechándose de que la vieja es cegata y el sol le da a la cara, se precipitan sobre los sabrosos terrones, ya por separado ya formando nutridos grupos. Ahítas gracias al rico verano que de por sí les presenta a cada paso suculentos platos, no entran para comer, sino tan solo para hacer acto de presencia, para ir y venir por el montón de azúcar, para frotarse una con otra las patitas traseras o las delanteras, para rascarse con ellas debajo de las alitas o bien para frotarse las patas anteriores encima de la cabeza después de haberlas estirado, y, dando la vuelta, emprender nuevamente el vuelo para regresar otra vez formando nuevos y fastidiosos escuadrones.

Ni tiempo había tenido Chíchikov de mirar a su alrededor cuando el gobernador”…

Hace al menos diez años que leí Almas muertas por primera vez, pero puedo decir que aquí, en este fragmento de las moscas que surgen de los trajes de los caballeros en el baile de etiqueta, se inició mi amor por la literatura rusa y, por extensión, también mi viaje. Desde este punto de vista, pensaba mientras miraba los paisajes, el Transiberiano es claramente un viaje gogoliano. Es un viaje de imágenes que transcurren como chispas sin detenerse nunca, de igual modo que decenas de mundos nacen y mueren en unos pocos párrafos en la obra de Gógol. A través de la ventana del tren, en las largas horas del día y de la noche, bajo el vaivén monótono del vagón, discurren cientos de historias que apenas podemos vislumbrar: los niños que tiran piedras a un lago, las babushkas que venden comida casera en algunas estaciones, los hombres que fuman y miran el tren desde las ciudades… Atisbamos muchas vidas, pero nunca hay tiempo para conocer nada, siempre hay que seguir adelante, ver, registrar y soltar sin conocer nada más sobre esas personas y sus vidas.

El escritor ruso Anton Chéjov

Esta es, precisamente, la belleza de este tipo de viaje. Pero, ¿y Rusia, quién la escribió mejor? Me atrevería a decir que Chéjov. La mezcla de compasión y crueldad que encontramos en toda la obra del cuentista está aún presente en Rusia hoy día. Lo vemos en cuentos como Tristeza, donde un cochero al que se le ha muerto el hijo trata de contarle sus penas a sus clientes, que le ignoran completamente. O en Las ostras, donde desde el punto de vista de un niño hambriento aprendemos lo que son las ostras.

Tolstói es demasiado grande como para circunscribirlo solamente a Rusia; Dostoyevski podría describir algunos de los rasgos de la sociedad, pero no todos; y Gógol es un creador de una realidad propia con reglas independientes. Solo en Chéjov encontramos los grandes rasgos de la sociedad rusa que perduran hoy día.

Tal vez mi viaje estuviera añadiendo más confusión que claridad a las preguntas que me había formulado. Al fin y al cabo, la literatura es un mundo ordenado y creado por los hombres, mientras que la realidad es un lugar imprevisible y que no siempre responde a nuestras demandas. Acaso el viaje sea valioso también porque enseña a aceptar esta confusión, porque lleva a aflojar nuestros propios esquemas y a no anhelar tanta claridad.

Cuando en los primeros días en Moscú visitamos el cementerio de Novodévichi, mi intención era visitar la tumba de Bulgákov, ver la roca negra que había heredado de Gógol, pero para mi sorpresa, en unos pocos metros cuadrados se encontraban también la de Chéjov y la de Gógol.

Fue una sensación de lo más extraña. ¿Qué significaba estar ahí, ante la tumba de los tres escritores a los que tanto admiraba? Era ya tarde, no había nadie en el cementerio, y me  encontraba en silencio ante la tumba de ChéjovSupongo que era necesario ir, rendir pleitesía y respeto, dar las gracias y decirle a la muerte que vencimos nosotros, que la literatura era esto, una sensación incómoda de victoria, mezclada con la certidumbre de la derrota.

Tumba de Tólstoi

Días después visitamos Yasnaia Poliana, la hacienda de León Tolstói, literalmente el paraíso en la tierra, y repetimos el ritual de la tumba. Bajo la sombra de sus árboles y la hierba de su tierra, en un lugar apartado, descansa el viejo Tolstói. Pasamos allí unos momentos de silencio, tratando de mostrar no sé muy bien qué. Supongo que lo que intentábamos decirnos a nosotros mismos era que sí, que todo esto tiene un sentido. En cualquier caso, fue uno de los momentos más impactantes del viaje.

Más adelante, cuando llevábamos ya varios días de trenes, en el camino entre Ekaterimburgo y Krasnoyarsk, que significaba abandonar definitivamente Europa y entrar en Siberia, conocimos en el tren a un par de rusos. E., de Tomsk, era ingeniero y viajaba desde Moscú a Irkutsk por trabajo. El viaje hasta Irkutsk toma unos cinco días, por eso traía consigo el ordenador portátil y un sistema de alargadores para enchufar en el pasillo y poder tener al lado de su camastro enchufes para el móvil o el portátil. Según nos contó después, E. viajaba en tren porque de pequeño tuvo un accidente en un viaje en avión en el que murió su madre, y desde entonces nunca había vuelto a volar. Estábamos ante una persona delicada, con maneras ligeramente afeminadas y que, a pesar de la ropa cómoda y las chanclas, trataba de construir, con poco éxito, una dignidad sofisticada.

En el mismo compartimento estaba M., un albañil que había dejado el trabajo en Moscú y viajaba de vuelta a su Omsk natal. M. era un tipo recio, con la nariz torcida como un boxeador y la expresión un poco embobada por el alcohol. Nos enseñó fotos de sus hijos y con una gran profusión de gestos trató de hacerse entender. Quiso que bebiéramos whisky con él, y se entristeció cuando le dijimos que no. Cada cierto tiempo, interrumpía la conversación, ya de por sí complicada, para decir, «Brat! Brat!» (“Hermano, hermano”), mientras me señalaba.

Grupo de Mongoles ante Cabeza Gigante de Ulán Udé – Fotografía por Pablo Matilla

La gran diferencia entre la bastedad de M. y la delicadeza de E. resultaba curiosa. Era evidente que la vida los había tratado mal a los dos. M. estaba recubierto de cicatrices, recuerdo de las múltiples peleas en las que se había metido, su aire de niño desbocado dejaban claro que el alcohol había comenzado ya a hacer estragos, y tenía múltiples marcas en la piel de picaduras de chinche. E., que no sufría ninguno de los problemas de M., también había tenido una vida difícil. Unas horas después nos contó que era homosexual, que nadie lo sabía y que toda la vida le habían pegado palizas. Como en los cuentos de Chéjov, aquellos dos llevaban la marca de la crueldad propia de la vida rusa, pero también cargaban a sus espaldas con una cierta compasión, algo difícil de transmitir, pero que se vislumbraba en sus gestos, en una forma de orgullo especial. De algún modo, ambos eran hermanos de personajes chejovianos como el monje del cuento La noche de Pascua, cuya tristeza por la muerte de su amigo es inconsolable; o de Agafia, protagonista del relato del mismo título, que arriesgándolo todo busca el cariño del indolente Savka.

En algún momento, M. preguntó por qué habíamos venido a Rusia y que hacíamos en Siberia. De la mejor manera que pudimos contestamos que por la literatura: Tolstói, Chéjov, Dostoievski… Tanto E. como M. aceptaron la respuesta con mucha naturalidad y, sin mayor dilación, pasaron a explicarnos el podio de los mejores escritores rusos: el primero, y muy por encima de todos los demás, era Pushkin. Alzaron la mano muy arriba, para indicar su nivel en el Olimpo literario. Entonces M., que ya estaba muy borracho, empezó a recitar un poema a voz en grito, mientras que, a la vez, me hacía repetir cada verso para asegurarse de que lo memorizaba y transmitía a todos mis hijos. Lamentablemente, he olvidado el poema.

Seguidamente, y mucho más abajo, venía Dostoyevski y, más abajo aún, Tolstói. Chéjov ni era mencionado. Traté de discutir que aquella clasificación era totalmente arbitraria e injusta, pero mis conocimientos de ruso y mi gestualidad fueron completamente insuficientes. A la mañana siguiente, cuando el tren paró en Omsk, un resacoso y serio M. se despidió de mí con un fuerte apretón de manos y una buena vaharada de aliento alcohólico. La jornada posterior la pasamos hablando con E., que nos contó su historia (lo de su madre, su homosexualidad…), y nos preguntó por Barcelona, haciendo cálculos para poder hacer el viaje hasta allí en tren. Cuando nosotros nos bajamos en Krasnoyarsk, él aún tenía un par de jornadas más hasta Irkutsk. Le deseamos suerte y nos despedimos.

Tumba de Chéjov – Fotografía por Pablo Matilla

Llegados a este punto del trayecto, se abría clara para mí la idea de que si a algo respondían estos dos personajes, era a una descripción chejoviana. Porque la mirada de Chéjov sabía reconocer la crueldad de la vida rusa, y al mismo tiempo imprimía sobre ella una interpretación compasiva. Lo que sucede en los finales de los cuentos de Chéjov es, a menudo, que el personaje ultrajado se queda solo en una habitación y llora, o se queda triste y abatido y guarda silencio, o que se desfoga y habla con alguien que no le entiende. Pero siempre está Chéjov mirando en esa escena final, describiendo el dolor de ese personaje que no encuentra salida, y con él, en la misma dirección, miramos también todos los lectores. En un buen relato de Chéjov, el narrador se hubiera quedado en el vagón con E. unos segundos más, mientras el personaje masca su desdicha en soledad. Esa mirada final es una forma de compasión.

Partiendo de estas experiencias y observaciones podría decir que, en mi opinión, Chéjov, de entre todos los grandes escritores, es el que mejor describió Rusia. Pero si algo he aprendido en este viaje es que Rusia es irreductible a cualquier descripción. Todo intento por ordenar esa tierra en palabras resulta hasta cierto punto en vano.

Vladivostok – Fotografía por Pablo Matilla

Fin de ruta: Vladivostok

Meditando sobre todo esto llegamos a Vladivostok, consciente yo de que aún no había encontrado la respuesta, la verdad que buscaba. El viaje se encargaría de responderme.

Si el inicio de una aventura está cargado de ilusión y curiosidad, el final tiene la marca del cansancio y la nostalgia de la propia tierra. Tras casi un mes de constante movimiento, el amanecer en el que llegamos a Vladivostok era particularmente gris y ventoso. Pero no tuvimos mucho tiempo para regodearnos en nuestro cansancio. Nada más llegar al hostal conocimos a S., un hombre peculiar que definió para nosotros el final del Transiberiano.

Entramos en la habitación, donde otros 10 hombres dormitaban, y en cuanto nos oyó hablar, dijo, alzando el puño: «Ah, ispanski… ¡No pasarán!», y marcó la erre mucho más allá de lo necesario. Sonreía de una manera entre ingenua y combativa, algo así como un niño que busca compañeros de juego. Desde entonces nos acompañó a todos lados. En el supermercado nos indicó las delicias rusas que teníamos que comprar; en la calle nos explicó qué autobús teníamos que tomar y a dónde teníamos que ir; en el hostal nos enseñó cuál era la mejor manera de hervir el arroz o dónde estaba la sal. Todo ello sin que nosotros lo solicitáramos, solo animado por una firme voluntad de que nos encontráramos como en casa en Vladivostok. Resultaba interesante y agobiante a la vez.

S. hablaba un poco de inglés, por lo que pudimos conocerle algo más. Venía de San Petersburgo, arrastrando consigo algunos pesares y problemas: habían intentado matarle por una empresa que había montado y también había estado a punto de morir por un ataque al corazón. Aquello, que había cambiado por completo su manera de ver la vida, le decidió a venir a Vladivostok «a pensar», según decía. Y eso era lo que se había dedicado a hacer durante los últimos tres o cuatro meses: pensar bien lo que iba a hacer con su vida.

Escrito de este modo lo que cuento puede sonar absurdo y disparatado. Nosotros incluso llegamos a creer que S. nos quería tomar el pelo, que simplemente quería reírse un poco de un par de turistas españoles. Pero lo realmente interesante es que no teníamos ninguna duda de que era cierto. S. decía la verdad. Aquel hombre tenía una cierta dignidad tolstoiana. Era un filósofo, un moderno heremita sui generis.

Al día siguiente de nuestra llegada, nos acompañó a la isla Russki. Mientras paseábamos cerca del mar, nos dijo: «Yo sé cuándo uno es bueno o uno es malo. Noto cuándo alguien me va a hacer daño o no. Vosotros sois buenos«. Otra frase absurda, otra frase de loco. Y, nuevamente, el aura de personaje de Tolstói que venía a darle verosimilitud. Decía estas cosas con una media sonrisa y una seguridad tan extensa como la propia Rusia. No se trataba de una hipótesis que se pudiera someter a juicio. Era un hecho que él nos comunicaba. Algo en él era como la prosa de Tolstói: segura y asertiva, comunicaba sencillamente lo que existía, la vida misma.

Seguimos caminando, sorprendidos por la cantidad de mariposas negras que revoloteaban aquí y allá. «Se llaman Majaón«, nos dijo S. Estuvimos hablando un largo rato en una escollera, al final de la isla. Cuando ya nos íbamos a ir, S. encontró entre una de las piedras una estrella de mar ya muerta. Por un lado era naranja, por el otro verde. «Para vosotros, recuerdo de la gran Rusia«.

Fotografía por Pablo Matilla

Miré la pequeña estrella de mar, que sostenía en la mano, y creo que fue entonces cuando empecé a intuir el sentido de aquel viaje. Le di las gracias por el regalo, y durante todo el camino de vuelta estuve reflexionando sobre el significado de todo aquello, sobre el viaje y todo cuanto había aprendido.

Dos días después nos despedimos de S., el filósofo, que tenía que seguir pensando qué iba a hacer con su vida. Gracias a él, pero también a E. y a M., gracias al entrañable Tarkovski, pude empezar a entender a todos esos grandes escritores que padecieron esta tierra.

Por la Rusia de hoy sigue circulando el espíritu vivo de Tolstói, Gógol, Bulgákov, Dostoyievski, Shólojov, Chéjov, Gorki, Pasternak, Ajmátova, Turguéniev… Se trata de una amalgama en la que es imposible que nadie se impusiera porque es territorio de todos. Con el final del viaje, acompañados de toda la gente que, como fragmentos encendidos, llegamos a conocer, cobraron sentido las visitas a las tumbas de todos los escritores. Ellos me trajeron aquí, hasta tan lejos, hasta el otro lado del mundo. Qué menos que hacerles una visita. Observamos el mar del Japón, el contorno de la isla Russki bajo el cielo plomizo de Vladivostok y más allá de los puentes. En la mano guardo la estrella de mar, símbolo de todo lo que habíamos vivido.

Era hora de volver.

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